Después de un rato, aparentemente cansada de su danza, se posó en el borde de la ventana, al sol; y una vez finalizado aquel raro espectáculo, me olvidé de ella. Luego, cuando levanté la vista, volvió a cautivar mis ojos. Intentaba retomar su danza, pero parecía tan rígida —o tan torpe— que solo podía revolotear en la parte inferior del panel de vidrio, y cuando trataba de cruzarlo volando, no podía. Dado que estaba concentrada en otros asuntos, observé durante un rato aquellos intentos inútiles sin pensar, esperando inconscientemente que retomara su vuelo, como esperamos que una máquina que se ha detenido momentáneamente retome su actividad sin considerar las razones por las que falla. Después de quizás el séptimo intento resbaló por el borde de madera y cayó, agitando las alas, de espaldas sobre el alféizar de la ventana. La indefensión de su actitud hizo que me despabilara. De pronto comprendí que estaba en dificultades; ya no podía levantarse sola; sus patas luchaban en vano. Pero cuando le acerqué un lápiz con el propósito de ayudarla a enderezarse, comprendí que el fracaso y la torpeza eran la cercanía de la muerte. Bajé el lápiz.
Las patas se agitaron una vez más. Miré a mi alrededor, como buscando al enemigo contra el cual peleaba. Miré hacia afuera. ¿Qué había ocurrido? Aparentemente ya era mediodía y el trabajo en los campos había cesado. La quietud y el silencio habían reemplazado la anterior animación. Los pájaros habían ido a buscar comida en los arroyos. Los caballos permanecían inmóviles. Sin embargo, el poder seguía acumulado allí afuera, indiferente, impersonal, sin atender a nada en particular. En cierto modo era lo opuesto a la pequeña polilla color heno. Era inútil intentar hacer algo. Solo podían observarse los extraordinarios esfuerzos que hacían aquellas pequeñas patas contra una condena que se avecinaba y que, de haberlo querido, podría haber sumergido una ciudad entera, y no solo una ciudad sino también masas de seres humanos; que yo supiera, nada tenía ninguna oportunidad contra la muerte. No obstante, después de una pausa exhausta, las patas volvieron a agitarse. Esta última protesta fue soberbia, y tan frenética que al fin consiguió enderezarse. Nuestras simpatías, por supuesto, estaban a favor de la vida. También, puesto que no había nadie a quien le importara o que lo supiera, aquel esfuerzo gigantesco de una pequeña polilla insignificante contra un poder de tamaña magnitud por retener algo que nadie más valoraba o deseaba conservar resultaba extrañamente conmovedor. Una vez más, de algún modo, se veía la vida: una partícula pura. Volví a levantar el lápiz, aun sabiendo que sería inútil. Pero, mientras lo hacía, las inconfundibles señales de la muerte hicieron su aparición. El cuerpo se aflojó y de inmediato se puso rígido. La batalla había terminado. La pequeña criatura insignificante ahora conocía la muerte. Mientras miraba la polilla muerta, aquel triunfo instantáneo de una fuerza tan grande sobre un antagonista tan ínfimo me llenó de asombro. Así como la vida había sido extraña unos minutos atrás, la muerte era ahora igualmente extraña. Como había logrado enderezarse, la polilla yacía más decente e impecablemente compuesta. Ay, sí, parecía decir, la muerte es más fuerte que yo.
ATARDECER SOBRE SUSSEX:
REFLEXIONES EN UN AUTOMÓVIL
EL ATARDECER ES AMABLE CON SUSSEX, porque Sussex ya no es joven y agradece el velo del ocaso, como una mujer entrada en años se alegra cuando se les ponen pantallas a las lámparas y solo puede atisbarse el contorno de su cara. El contorno de Sussex sigue siendo muy bello. Los acantilados enfrentan el mar, uno detrás de otro. Todo Eastbourne, todo Bexhill, todo St. Leonards, sus paseos y sus albergues, sus tiendas de abalorios y sus confiterías y sus carteles y sus inválidos y sus autobuses…, todo ha sido obliterado. Lo que queda es lo que había cuando Guillermo llegó de Francia hace diez siglos: una línea de acantilados que se adentra en el mar. También los campos son redimidos. Las villas rojas que motean la costa son bañadas por un delgado y diáfano lago de aire marrón en el que se ahogan, ellas y su rojez. Todavía era demasiado temprano para las lámparas, y demasiado temprano para las estrellas.
Pero, pensé, siempre queda algún sedimento de irritación cuando el instante es tan bello como lo es ahora. Los psicólogos deben explicarlo; una levanta la vista, se ve abrumada por una belleza de una extravagancia mayor de lo que cabía esperar —ahora hay nubes rosadas sobre Battle; los campos son veteados, marmóreos—, sus percepciones se expanden rápidamente como globos inflados por una corriente de aire, y luego, cuando todo parece elevado a su mayor plenitud y su máxima tensión, pura belleza y belleza y belleza, sobreviene el pinchazo de un alfiler, y colapsa. ¿Pero qué es el alfiler? Que yo sepa, el alfiler tuvo algo que ver con la propia impotencia. No puedo soportar esto; no puedo expresarlo; me supera; me domina por completo. En algún lugar de esa región yacía el propio descontento, y estaba aliado con la idea de que nuestra naturaleza exige dominio sobre todo lo que recibe, y el dominio en este caso significaba el poder de expresar lo que ahora veíamos en Sussex para que otra persona pudiera luego compartirlo. Y además había otro pinchazo de alfiler: estábamos desaprovechando nuestra oportunidad; porque la belleza se desplegaba a mano derecha y a mano izquierda, también a nuestras espaldas; se escapaba todo el tiempo; solo podíamos blandir un dedal frente a un torrente capaz de llenar piscinas, lagos.
Pero debes renunciar, dije (es bien sabido que en circunstancias como esta el yo se divide y que una de las mitades se muestra ansiosa e insatisfecha y la otra taciturna y filosófica), debes renunciar a estas aspiraciones imposibles; conténtate con la vista que tenemos delante, y créeme cuando te digo que es mejor sentarse y disfrutar; ser pasivo; aceptar; y no enfadarse porque la naturaleza te ha dado seis navajas pequeñas para cortar el cuerpo de una ballena.
Mientras estos dos yoes sostenían un coloquio sobre el curso más sabio que debía adoptarse en presencia de la belleza, yo (una tercera parte que acababa de anunciarse como tal) me dije cuán felices eran ellos por poder disfrutar de una ocupación tan simple. Allí estaban los dos, observándolo todo mientras el automóvil continuaba su marcha: una parva de heno; un techo rojo herrumbre; un estanque; un anciano que regresaba a su casa con el talego a la espalda; allí estaban, equiparando cada color del cielo y de la tierra con su caja de colores, construyendo pequeños modelos de los establos y las granjas de Sussex bajo la roja luz de la penumbra de enero. Pero yo, por ser un poco diferente, permanecía retraída y melancólica. Mientras ellos continuaban así ocupados, me dije: ido, ido; acabado, acabado; pasado y pisado, pasado y pisado. Siento que la vida es dejada atrás a medida que dejamos atrás el camino. Ya hemos pasado por ese trecho, y ya hemos sido olvidados. Nuestros faros alumbraron las ventanas por un instante; ahora la luz está apagada. Otros vienen detrás de nosotros.
Entonces, súbitamente un cuarto yo (un yo que está al acecho, en apariencia dormido, y nos toma desprevenidos por asalto. Sus observaciones a menudo son por completo ajenas a lo que ha estado ocurriendo, pero hay que prestarles atención justamente por su carácter abrupto) dijo: “Miren eso”. Era una luz; brillante, caprichosa; inexplicable. Por un segundo fui incapaz de nombrarla. “Una estrella”; y durante ese segundo mantuvo su raro titilar inesperable y danzó y refulgió. “Sé de qué me estás hablando —dije—. Tú, como el yo errático e impulsivo que eres, sientes que la luz que asoma sobre los cerros pende del futuro. Intentemos comprender eso. Razonémoslo. Repentinamente me siento vinculada, no al pasado, sino al futuro. Pienso en Sussex de aquí a quinientos años. Creo que muchas rudezas habrán desaparecido. Algunas cosas habrán sido abrasadas, eliminadas. Habrá puertas mágicas. Corrientes de aire impulsadas mediante energía eléctrica limpiarán las casas. Luces intensas y firmemente dirigidas cubrirán la tierra y harán el trabajo. Miren aquella luz que se mueve en el cerro: son los faroles delanteros de un automóvil. Sussex, dentro de quinientos años, de día y de noche estará llena de pensamientos encantadores, de rayos veloces y eficaces”.
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