Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad
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Simenon se agitó entre mis brazos y dio un brinco. Lo seguí a la cocina. Busqué en la alacena unos tallarines que puse a cocinar después de hervir un fondo con agua y agregarle unas gotas de aceite. Más tarde los saqué del agua, los escurrí en un colador de plástico y puse sobre ellos el contenido de una lata de atún.
Simenon había seguido cada uno de mis movimientos y movió la cola de felicidad cuando dividí los tallarines en dos porciones. Me senté junto a la pequeña mesa que había en la cocina y llené un vaso de vino.
—¿Nadie te ha recomendado comer despacio?
Simenon lengüeteaba ávidamente la pasta y el atún.
— Hay que mascar a lo menos siete veces cada bocado —insistí.
—¡Pamplinas! ¿Nadie te ha recomendado no cocinar a una hora en la que desfallezco de hambre?
Después de lavar los platos me senté junto al escritorio y por unos minutos me dejé llevar por los acordes de una sinfonía de Mahler. La música me reconcilió con la vida que me rodeaba. Pensé en Doris y en la respuesta que le debía.
—¿Por qué resulta tan difícil tomar el teléfono? —me pregunté en voz alta.
—Porque estás acostumbrado a la soledad —respondió Simenon, que limpiaba sus bigotes tendido sobre la cubierta del escritorio—. La vida te ha hecho creer que los afectos son pasajeros. Perdiste temprano a tu madre, de la que apenas tienes un par de fotos. Tus compañeros del orfanato desaparecían de una semana a otra, y desde entonces tus amistades y romances han estado rodeados por la inquietud de ver desaparecer a quien guardas algún tipo de cariño. Por eso dejaste partir a Andrea y luego a Griseta. Por eso demoras en decirle a Doris lo que sientes por ella. Temes volver al tiempo de los afectos efímeros. Te has acostumbrado a postergar tus deseos y te conformas con asumir los dolores de tus clientes; sus historias que por unos días te permiten olvidarte de ti mismo.
—Hago mal en dejarte oír esos programas del corazón que transmiten en la radio.
—No festines mis palabras, Heredia. No se puede huir de uno mismo.
—Siempre queda la opción de saltar por la ventana.
—Jamás harías algo así. Te gusta la vida.
—Una vida reducida a conversar con un gato impertinente.
—Deja de quejarte, sabes que más allá de la puerta, la vida te ofrece otros afectos. Hasta ahora has andado a tu ritmo y eso es más de lo que puede decir buena parte de los tipos que pasan por tu lado.
—No dejas de tener razón.
Me dirigí hacia uno de los estantes de la biblioteca. Busqué entre los libros. Abrí uno del poeta Hugo Mujica y, al azar, leí un fragmento de unos de sus poemas: Pido morir como mueren los mendigos: meciendo la soledad del mundo en el hueco de la mano.
—Tú y tu manía de pensar en la muerte.
***
A la mañana siguiente, después de releer los documentos, tuve que aceptar que entre mis manos no tenía más que un conjunto de historias. Estaba frente a un muro y debía buscar su lado vulnerable. En eso, entre otras ocupaciones, consistía el oficio de metiche escogido muchos años atrás, después de abandonar mis estudios de Derecho y mientras trabajaba en un hotel galante. Desde entonces, había saltado varios muros y aclarado una centena de misterios de distintas layas, cosa que recordaba para aceptar que llevaba demasiado tiempo en lo mismo y que la experiencia, más algo de trabajo y un poco de suerte me ayudarían a descubrir al asesino.
Me puse una camisa limpia, llené el pocillo de Simenon y salí del departamento con la intención de encontrar la fisura en el muro. El impulso me duró hasta que estuve en la calle. Sin otro afán que el recuerdo, tomé un tren en la estación Calicanto y en menos de quince minutos subía a la calle Franklin, a pocas cuadras del antiguo Matadero Municipal y de «El Manchao», una picada en la que había estado en una ocasión, acompañado de Razetti, el abogado Nápoles y Marcos Campbell, mi amigo periodista que nos había guiado hasta ese restaurante con el pretexto de obtener información para un artículo sobre bares populares que se proponía escribir. Pero, y no obstante el empeño que puso Campbell al charlar largamente con parroquianos y mozos del lugar, en esa jornada de copas apenas logró averiguar que el bar existía desde 1925 y que su nombre se debía a una mancha en el rostro de su primer propietario.
La fachada de ladrillos descoloridos no importaba a los clientes habituales, en su mayoría obreros del barrio que aparecían al mediodía o por las tardes, buscando una cerveza o una caña de vino. A mi llegada un par de borrachitos sorbía con entusiasmo los primeros vinos del día. Avancé por un pasillo y llegué a un salón mal iluminado. Me senté junto a una mesa desde la que podía observar la extensa barra del bar y esperé unos minutos hasta que llegó a atenderme una mujer joven y algo entrada en carnes. Le pedí un churrasco y una caña de tinto.
Por unos segundos recordé mi última conversación con Razetti. Nada especial. El simple intercambio de información entre amigos que no se ven hace meses. Asuntos de nuestros respectivos trabajos y comentarios sobre la actualidad política, que por alguna razón inexplicable nos seguía interesando. Nada especial ni que nos hiciera pensar en la muerte como un asunto a corto plazo o una mala broma de eso que llamamos destino.
Una vez que me sirvieron mi pedido, observé la soledad que me rodeaba y, sin pensarlo dos veces, comí el sándwich y dejé el vino a medio consumir. Volví a la calle, tomé un taxi y me hice conducir hasta la oficina de Razetti. Observé las tiendas de los alrededores y un restaurante ubicado frente al despacho del abogado. En el primer nivel del edificio de tres pisos que acogía la oficina de mi amigo había un negocio de neumáticos. Entré a la tienda y saludé a un hombre, bajo y menudo, que estaba acodado en el mesón de atención. Le expliqué que no me interesaba comprar nada y le pregunté si conocía a Razetti.
—Por cierto que conocía al abogado —dijo el vendedor con un tono de congoja—. Llegó al barrio casi en la misma fecha en que yo empecé a trabajar en esta tienda. Era un hombre simpático y buen conversador. Es una pena que tuviera un final tan triste. Dicen que se pegó un tiro.
—En eso se equivoca, amigo —dije alzando la voz—. Al abogado lo asesinaron. Un desconocido entró a su oficina y le disparó en la cabeza.
—¿Y usted cómo sabe eso? —preguntó el vendedor, alarmado.
—Investigo su muerte.
—¿Es policía?
—Soy un tipo que hace preguntas y pretende descubrir al asesino de su amigo.
El hombre quedó pensando en mi respuesta y tironeó nerviosamente el bigote que parecía una mancha en medio de la repentina palidez de su rostro.
—¿Recuerda la mañana que lo asesinaron? —le pregunté.
—Estuvimos llenos de clientes. Recién cuando llegó la policía nos dimos cuenta de que había pasado algo especial en la oficina del abogado.
—¿Cree que alguno de sus vecinos pudo ver algo?
—Lo dudo. Por aquí la gente está pendiente de sus ventas y a nadie le importa mucho lo que suceda con las personas que están a dos metros de sus narices.
—Lástima. Tenía la esperanza de encontrar una pista.
—Cerca de aquí hay tres cafés con piernas. Las chicas que atienden en esos lugares pueden haber escuchado a sus clientes decir algo sobre el crimen del abogado.
—No es mala idea —dije sin entusiasmo, al tiempo que pensaba que un asesino no confesaría su crimen a la primera mujer de piernas bonitas que viera en el camino.
Me despedí del hombre y volví a la calle. Durante las dos horas siguientes entré a los tres cafés indicados por el vendedor; una ferretería, dos restaurantes de medio pelo y seis tiendas de repuestos de autos. Nadie supo aportarme algo que sirviera.
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