© Título: Soledad
© Mª Carmen Ortuño Costela
ISBN: 978-84-121228-8-6
Depósito Legal: GC-314-2020
Primera edición: noviembre 2020
Edición: Editorial siete islas www.editorialsieteislas.com
Correcciones y estilo: Laura Ruiz Medina
Ilustración portada e interior: Andrea García Grande
Maquetación: David Márquez
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“A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero”.
Miguel Hernández
A mi familia, por tanto…
CAPÍTULO 1
Diciembre estaba siendo mucho más implacable de lo habitual. El invierno había comenzado como de puntillas, con miedo a hacer algún movimiento brusco que lo delatara y provocara que los árboles se desnudaran de un plumazo. Sin embargo, ahora esos susurros se habían convertido en voces en grito que desolaban las calles y rasgaban el aire como navajas afiladas. Aterida, se arrebujó bajo su abrigo en un intento por mantener algo de calor corporal, mientras aceleraba sus pasos y escondía sus pupilas en la acera. Un mal día, desde luego... uno de tantos, más bien. Lo de siempre: un correo perdido, unos papeles sin firmar, una llamada del despacho de dirección («ya van dos veces en poco tiempo, ten cuidado o tendremos problemas»). Suspiró.
En aquel momento hubiera dado lo que fuera por una taza de algo hirviendo con la que abrasar el hielo que tenía instalado en la garganta y despejar la densa bruma que nublaba su conciencia. Alzó la vista y no pudo más que sentirse reflejada en aquel cielo hecho jirones de plata vieja, desvaída, resquebrajado por ramas angostas que rasgaban su silueta a contraluz. Un estremecimiento le recorrió desde la nuca hasta lo más hondo; aquel maldito frío...
En ese instante, vio una pequeña cafetería a tan solo unos metros de distancia. Entró sin pensar y se dirigió rauda a refugiarse en una de las mesas más alejadas de la puerta y de la fisgona mirada de cualquiera de las personas que ahogaban sus pensamientos en aquellas tazas humeantes. Se situó de espaldas a todo y a todos, por lo que no vio venir al desganado camarero que la interrogaba con una única ceja alzada a la espera de poder apuntar alguna comanda en la libreta desmañada que portaba en la mano. Tras un breve momento de indecisión por parte de ella, él escribió con letra apresurada «un café con leche», que dos minutos después se materializó en una taza blanca desportillada, que emitía una nube amarga de desgana.
Nunca le había convencido demasiado el café, pero suponía que si todo el mundo se abandonaba a los encantos de su amargor líquido, sería por algo. El primer sorbo le dibujó con presteza un rictus de acritud en los labios, pero se conformó con que, al menos, el café le calentara el alma desde dentro. Suspiró y rodeó la taza con las manos en un vano intento por que también le sirviera para calentarse la piel entumecida.
Odiaba el invierno. Le recordaba de nuevo que las cuatro paredes de su vida encerraban únicamente silencio, un silencio que reverberaba con ecos de un pasado en el que no todo fue igual. Antes disfrutaba del frío y del hecho de volver a abrigarse con jerséis tejidos de recuerdos almibarados, pero ahora, ese almíbar le parecía adulterado por un exceso de azúcar enlatado que no endulzaba, sino que amargaba como aquella taza de café que estaba empezando a odiar también más de la cuenta. Si echaba la vista atrás, lo único que alcanzaba a ver eran sombras de lo que una vez pudo ser y se quedó a medio camino. Sus ahora más de treinta primaveras dibujaban en el aire un lienzo de sueños astillados, de un querer y nunca poder, de sonrisas que ella quiso que se quedaran para siempre y que, en cambio, se derritieron lánguidamente en un torbellino de mentiras y vendas en los ojos. Porque ese fue su error, cerrar los ojos y dejarse llevar, no tener los pies en el suelo cuando más lo necesitaba. Sabía que ya venía de antes con una mochila cargada de piedras a sus espaldas, piedras que había ido recogiendo poco a poco a lo largo de los años y que se acumulaban como un recordatorio de lo mucho que le pesaban los últimos inviernos. Pero aquello no había sido un escollo en el camino, había sido directamente un precipicio en el que todavía se sentía caer y caer irremediablemente... Sacudió la cabeza tratando de desordenar sus pensamientos y tomó otro sorbo para acallar las voces que la arrastraban a donde ella no quería llegar. Tenía que despejarse, no quería seguir teniendo la mente empañada de aquella forma.
De pronto alzó la mirada hacia la pared que tenía delante y se topó con un cartel que llamó su atención al momento, alejándola de la sombra que ahora comenzaba a hacerse cada vez más pequeña en algún rincón de su memoria. El cartel era sobrio, de tonos oscuros, y simplemente mostraba la instantánea de un piano difuminado en la esquina de lo que se entreveía como un escenario sin público, con unas manos sin dueño alzadas frente a las teclas en actitud de comenzar a interpretar alguna pieza. Aquella imagen le recordó de inmediato a Soledad y cuánto le gustaba disfrutar siempre de alguna pieza de piano como telón de fondo: los ojos cerrados, en silencio, la piel acechando un escalofrío, la respiración acompasada, dejando que el oído ganara terreno como único sentido al timón... Intrigada, se fijó en los detalles del cartel y se percató de que anunciaba un ciclo de cuatro únicos conciertos durante el mes de diciembre por parte de un pianista cuyo nombre no recordaba entre los de la estantería de adagios y sonatas de Soledad. Y así, de la nada, una idea comenzó a tomar forma en su mente. Soledad no era muy dada a salir de su rutina, y mucho menos en los meses de escarcha, pero supo que merecería la pena intentarlo. Decidida, apuró los últimos sorbos del líquido de su taza, dejó unas monedas sobre la mesa y salió de nuevo para adentrarse en el viento gélido de las calles a la búsqueda de algo que hiciera que aquellos días parecieran algo menos fríos.
CAPÍTULO 2
Sí, efectivamente aquel invierno había comenzado siendo mucho más duro de lo normal. Dolores separó con delicadeza el visillo de la ventana, y una ventisca de copos blancos le nubló la vista al instante. Suspiró, contrariada, y siguió picando cebolla para la sopa. No pudo evitar esbozar una sonrisa nostálgica al recordar cómo su Paco siempre derramaba un mar de lágrimas con simplemente acercarse a ella mientras cortaba cebolla. Lo recordaba perfectamente… se alejaba al momento agachando la cabeza, los ojos encharcados y la mirada avergonzada, mascullando insensateces: «Vaya molestia en el ojo, se me ha debido de meter algo, a ver si deja de lagrimear...». Ay, Paco, si estuvieras aquí, cómo te echo de menos... Ella, sin embargo, jamás había derramado una lágrima, ni con la cebolla ni con ningún otro asunto terrenal. «El llorar solo sirve para mojarse los ojos, y para eso yo ya me lavo la cara todas las mañanas». Leonor se reía cada vez que la oía decir aquello, y se enjugaba las lágrimas para que su abuela no la reprendiera de nuevo. La pequeña Sole, en cambio, era más testaruda, en eso había salido a su abuelo. Jamás admitía haber llorado, aunque luego se sentara a la mesa con los ojos hinchados y enrojecidos, escondiendo los sollozos por debajo de los dobladillos del mantel. A pesar de ser gemelas, las dos niñas eran como las dos caras de una misma moneda, y a su abuela la traían de cabeza. Sin embargo, Dolores sentía una especial debilidad por las pequeñas; habían venido al mundo tan indefensas y habían sufrido tanto cuando aún no eran siquiera conscientes de lo que les había tocado vivir...
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