Mª Carmen Ortuño Costela - Soledad

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Alicia es una mujer insatisfecha, con una historia marcada por el desengaño. Soledad es una anciana, con un pasado enigmático, del que no le gusta hablar. Un concierto de piano, cambiará para siempre sus vidas. Una sonata, interpretada por un pianista desconocido, despertará en Soledad viejas traiciones y amores perdidos que intentaba olvidar. ¿Conseguirá Alicia ayudarla a cerrar las heridas que el tiempo no había conseguido cicatrizar? Atrévete a sumergirte en una búsqueda, plagada de secretos, que nos traslada a la posguerra de Andalucía, trenzando dos historias paralelas.

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—¡Leonor, por favor, deja de perseguir a esa mariposa, don Gustavo nos va a regañar!

—Me da igual que me regañe; total, siempre nos pone a las dos con María y Merceditas a dar de comer a los conejos y no aprendemos nada.

—Ya, pero a lo mejor si llegamos pronto hoy nos enseña las vocales como hizo el otro día con el hijo de Salvador. Yo quiero aprender a leer como papá.

Sole siempre había soñado con entender los garabatos de un libro o saber coger un lápiz y escribir su nombre y el de todos sus hermanos sin equivocarse, tal y como su padre contaba siempre que había aprendido cuando él iba a la escuela. Pero sentía que aquel sueño se le escapaba cada vez que cruzaba la puerta del aula y terminaba aburriéndose soberanamente mientras don Gustavo prestaba más atención a los niños.

—¡Vamos rápido, por favor!

—¡Ya voy, pesada! —resopló Leonor, cuyas ganas de que le encargaran la deshonrosa tarea de ocuparse de los animales de la escuela eran tan nulas como las de su hermana de volver a ser castigada.

Las paredes encaladas de la escuela doblaron la esquina a su encuentro, y las cabezas de los niños podían adivinarse perfectamente tras las ventanas, atentos a alguna explicación de don Gustavo en la pizarra.

—¿Ves? ¡Ya están dentro, nos va a matar; ya verás qué regañina, y todo por tu culpa, te lo he dicho!

Sole no dejaba de imaginarse terribles castigos del maestro y un día más sin aprender, al menos, las cinco vocales, sin saber que su hermana ya tenía otros planes para aquella mañana.

—Sole, a ti te duele la cabeza hoy, ¿verdad?

—¿A mí? —se extrañó la pequeña—. Pero, ¿qué dices? A mí no me duele nada.

—Sí, sí, que me lo has dicho esta mañana al salir. Te duele un montón la cabeza.

—Leonor, que no me duele, yo no te he dicho nada al...

—¡Que sí, no pasa nada! Así no puedes ir a clase, claro, no vas a poder aguantar toda la mañana con el dolor. Tú díselo al maestro y verás cómo nos deja irnos a casa para que descanses.

Sole se paró en seco, aterrada al comprender lo que su hermana pretendía.

—Leonor, eso es un embuste. Yo no voy a mentir al maestro para que nos mande a casa. Como nos pille sí que nos va a echar para siempre, y...

—Sole, tú dile al maestro que te duele la cabeza y que tenemos que volver a casa o le voy a contar a la abuela lo que robaste el otro día de la despensa.

El rostro de Sole mudó el color y se quedó lívido como una aparición en la noche.

—¡No serás capaz! ¡Qué mala eres, Leonor, me dijiste que no te chivarías!

—Tú haz lo que te digo y nunca se lo contaré a nadie.

Acorralada y temiendo más la reprimenda de su abuela que la del maestro, Sole hizo de tripas corazón y entró en la escuela cabizbaja, absolutamente metida en el papel, con los ojos hundidos en sus pies y las manos entrelazadas en un gesto nervioso, presa en su interior de un ficticio dolor de cabeza que no podía soportar. Ella se acercó a don Gustavo seguida de Leonor y un inesperado pellizco en la espalda le hizo decidirse definitivamente por confesar que en el camino le había entrado un dolor de cabeza terrible, que si podía irse a casa, que tenía muy mal cuerpo y que no iba a ser capaz de estar en clase toda la mañana. Don Gustavo, comprensivo, la dejó marchar no sin antes ordenar a Leonor que la acompañara, por supuesto. No podía dejar sola a su hermana en aquellas circunstancias.

Las dos gemelas salieron de clase cogidas de la mano, Sole aguantando las lágrimas de rabia y vergüenza, Leonor con una sonrisa más ancha que su cara y sin caber en sí de gozo. Las vocales podían esperar, pero una mañana como aquella junto al río no podía desperdiciarse entre cuatro paredes bajo ningún concepto.

CAPÍTULO 9

Las primeras notas arrancaron una pausa al silencio y fluyeron ebrias de soledad como agua entre los dedos, acariciando lentamente la piel con las yemas de un adagio. Ya no existía el tiempo, no existía el mundo exterior, nada tenía sentido, solo aquellos acordes que besaban las costuras del alma en aquellos puntos donde más duele, donde aún las cicatrices laten con el recuerdo, sangrando un escalofrío de esos que te llegan a lo más hondo, a una parte de ti que ni siquiera sabías que existía. Sin detenerse, sin dejar un pulso de respiro, la música se elevó hasta lo más alto batiendo alas de plumas níveas y provocando tormentas a su paso, mariposas en la base del estómago, hormigueos en la espalda, respiraciones entrecortadas. Los aplausos sonaron quedos. Nadie se atrevía a alargarlos demasiado en el tiempo como si al hacerlo estuvieran cometiendo un crimen contra el silencio. Solo deseaban esperar un nuevo vagón que los transportara hasta un lugar diferente sin querer enturbiar un instante que solo debía pertenecer a la siguiente sonata, al siguiente crescendo, a la emoción.

El pianista fluía con la música, sus dedos se dejaban estremecer por las notas que arrancaba de la garganta del piano, su cuerpo en un trance del que parecía no querer salir. Los ojos cerrados, la piel en tensión, respiraba con cada aliento de la música inhalando con los silencios y exhalando con cada lamento. Bailaba en cada compás deslizándose de puntillas por un pentagrama que, más que sobre papel, él dibujaba sobre el aire que todos se olvidaban de respirar. Latía con el corazón del piano, fundidos los dos en una sola persona, algo que solo podía existir si el otro seguía con vida.

Alicia estaba sobrecogida. Jamás había escuchado algo tan hermoso, algo que le hiciera sangrar de aquella manera todo lo que había guardado dentro durante tanto tiempo. Cerraba los ojos y era como si pudiera huir de aquella sala, de sí misma, como si pudiera correr descalza sobre la hierba de un campo interminable huyendo, huyendo de todo, flotando, volando, alzándose hacia el sol. No quería volver la vista hacia ella por el nudo en la garganta que le empañaba la mirada, pero sabía que Soledad estaba sintiendo lo mismo por cómo le apretaba la mano que tenía cogida desde el principio. Y aun así supo que, a pesar de que era la misma música, la misma partitura escrita, cada uno de los allí presentes, cada mirada, cada alma eran transportados a un sitio diferente, sentían algo distinto, en esencia el mismo sentimiento desnudo, pero traducido en una vivencia, una palabra, un beso, una caricia dispar. Y ahí, solo ahí, residía lo bonito de aquel momento, en cómo los mismos acordes arrancaban el mismo cosquilleo en la nuca pero con otra ecuación de partida. Y era absolutamente maravilloso.

Y de pronto sintió algo diferente. La mano de Soledad se tensó de forma peculiar, con todo su cuerpo temblando. Alicia se volvió asustada hacia ella. El pianista había comenzado a tocar los acordes de la que, presumiblemente, era la última pieza de la velada. Parecía como si quisiera grabar a fuego en la piel aquellas notas, como si pretendiera gritarles lo que él sentía al acariciar aquellas teclas blancas y negras, como si quisiera romper todos los esquemas e incendiar aquella sala a base de emociones veladas. Pero Soledad parecía haberse transportado hacia otro lugar, los ojos abiertos como platos, la respiración enterrada en algún punto del olvido. No podía ser, era imposible. Y aun así…

Todo se había oscurecido alrededor de Soledad en el preciso instante en que la última composición comenzó a suspirar sus primeros acordes. Había disfrutado desmesuradamente de cada pieza, viajado decenas de años atrás hacia los ojos oscuros que le enseñaron la verdad que esconde un piano, hasta aquellas tardes sentada a su lado en el campo imaginando teclas que él acariciaba mientras tarareaba una canción, aquella canción, para ti, Soledad, esta es solo para ti... Y ahora, esos acordes desgastados por el paso del tiempo, limados por las asperezas de las olas del olvido, resurgían de donde ella nunca hubiera imaginado que volverían a resurgir, límpidos, puros, relucientes, como si las arrugas no hubieran avejentado ni un ápice su memoria. No podía ser y a la vez lo era, estaba completamente segura. Algo se removió en su interior y derramó las lágrimas que nunca pensó que volvería a derramar. Por él, por el pasado, por lo que tanto tiempo calló pero que su conciencia clamaba a voz en grito, por lo que nunca sucedió…

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