Hasta que, un mal día, Felipe se cruzó en su camino. Nunca intentó averiguar cómo se enteró, si alguien de confianza les traicionó, o si fue fortuito que él tocara precisamente aquella tecla y funcionara. Pero, desde luego, consiguió dar un golpe certero allí donde a ella más le dolería.
Todo sucedió una tarde en la que ella estaba terminando de planchar. Ese día había tenido muchísimo trabajo, y aquellas eran ya las últimas prendas que le quedaban por terminar. En ese momento pasó Felipe por la puerta, y, en vez de seguir su camino como otras veces, se fijó en cómo las curvas adornaban el cuerpo de una sirvienta en la que él, por extraño que pareciera, no se había fijado todavía.
—Buenas tardes tenga usted.
Paquita se sobresaltó al ver al hijo mayor del señorito en el umbral de la puerta, apoyado en el marco en actitud relajada y observándola de arriba abajo con descaro.
—Buenas tardes —murmuró Paquita, bajando la vista y mostrando sus respetos con los pies muy juntos y las manos enlazadas.
—Trabajas hasta muy tarde, ¿verdad? ¿No crees que te mereces un descanso?
Antes de que se diera cuenta, la mano de Felipe rozó con imprudencia su mejilla al apartar un mechón de cabello de su rostro.
—Deja que te vea... eres ya toda una mujer, ¿eh?
Felipe la tomó de la cintura y la acercó hacia sí, mientras Paquita, horrorizada, trataba de zafarse.
—Y, dime, ¿tienes también ya curvas de mujer?
Cuando notó la mano de Felipe sobre su cuerpo allí donde la vergüenza afirmaba que no debía tocar, comenzó a patalear y a gritar. El bofetón de Felipe sobre su mejilla tronó ensordecedor en su cabeza, acallando todas sus ideas al momento.
—¡Calla, insensata! ¿O es que quieres que venga mi padre?
Paquita consiguió escurrirse de su abrazo pegajoso, pero la impresión por el bofetón la mantuvo con los ojos como platos fijos en el suelo, temblando por dentro y por fuera como un flan.
—Así me gusta, calladita estás más guapa. Voy a venir a verte más a menudo, ¿te parece bien? Bueno, no tengo por qué preguntarte, pero para que veas que soy todo un caballero. Y me dejarás, claro que sí, porque si no...
Felipe se quedó callado. No sabía con qué amenazar a aquella muchacha, apenas sabía nada de ella. Nunca le había preocupado el servicio ni las personas que trabajaban para él en el cortijo, así que tuvo que inventarse algo sobre la marcha. Y la jugada le brindó un jaque mate letal.
—Si no, iré a por tu novio. Porque los dos sabemos que tienes novio, ¿verdad?
Paquita no supo pensar con claridad, y miró de hito en hito a Felipe, presa del pánico. No podía ser que él lo supiera, era imposible... Y, aun así, acababa de amenazarle... Aquel gesto fue todo lo que Felipe necesitaba.
—Claro que tienes novio, cómo no. Y los dos sabemos dónde está, ¿verdad?
—Por favor, por favor, no le haga nada, haré lo que quiera, lo que quiera, pero no le diga a nadie dónde está, por favor...
Y así fue como Felipe comenzó un burdo lienzo de mentiras a contraluz, (por supuesto que lo sé), de amenazas, (si no te portas bien iré a por él), de clavijas apretadas, (eso es, vas a ser muy buena), cuando ni él sabía quién era el novio de aquella desgraciada ni dónde estaba, ni tampoco le importaba lo más mínimo. Solo necesitaba aparentar tener el poder, saber la información correcta y utilizarla para obtener lo que quería.
Paquita en ningún momento pensó que fuera mentira, ni se le pasó por la cabeza tener esa esperanza. Bajo la amenaza de su novio entre rejas o, peor, fusilado, Paquita calló ante los toqueteos de aquel baboso en el cuarto de la plancha. Nunca habían llegado a más en aquellos meses de vergüenza, solo eran caricias rudas sobre la ropa cuando la descubría en el cuarto, palabras sucias al oído y amenazas de llegar a mayores, pero nunca se habían cumplido. Sin embargo, Paquita temía que todo terminara mal, muy mal, y se acordaba de su Julián, sin dejar de llorar por dentro como una cascada sin principio ni fin. No dormía por las noches, la comida no le bajaba por la garganta, era incapaz de articular palabra. Vivía bajo la constante amenaza de tener que volver a ver a aquella bestia, de que la forzara y ella tuviera que seguir callada, siempre callada, para que algún día, Julián, algún día, volvieran a estar juntos y nada pudiera separarlos.
CAPÍTULO 13
Llovía. Llovía a mares. Alicia respiró hondo, llenando sus pulmones de esa brisa fresca y húmeda de tierra mojada y hojas revueltas con la que tanto le gustaba embriagarse. No llevaba paraguas, una reciente costumbre que prefería no tener que explicar, pero que sabía que hundía sus raíces en una tarde de noviembre en la que aprendió que un paraguas no siempre te resguarda de lo que más temes. Desde entonces prefería sentir la lluvia sobre la piel, calarse hasta lo más hondo para que el agua arrastrara consigo los recuerdos y le inundara el alma de petricor.
Llegó al portal de Soledad hecha una sopa. Intentó adecentarse un poco, pero sabía que era inútil tratar de ofrecer un aspecto presentable con semejantes cascadas llorando desde el cielo sobre ella. Se sintió algo culpable por no haber obviado su obsesión de huir de los paraguas en aquella ocasión. Sabía lo cuidadosa que era Soledad, y ya visualizaba con horror los charcos que se formarían también en su salón al marchitase todo el agua que acumulaba en el pelo y la ropa. Avergonzada, subió los cuatro pisos a pie en un vano intento por aprovechar cinco minutos más para secarse un poco, pero supo que seguía ofreciendo un aspecto lamentable cuando se presentó frente a Soledad.
—Pero… ¡cielo, vienes empapada! ¿Es que se te ha roto el paraguas por el camino? Pobre, ven y acércate al radiador, voy a darte ropa seca. ¡Vaya horror de tiempo!
Alicia no desmintió la explicación de Soledad; era tan plausible como cualquier otra. De hecho, ella consideraba que era cierto que su paraguas se había roto, solo que lo había hecho hacía ya algún tiempo, y ahora lo único que era capaz de sentir era la lluvia inundándola por dentro. Ironías del destino…
—Ten, sécate con esta toalla, corazón, y cámbiate de ropa. Siento no tener hoy nada para merendar; empecé a hacer gallegas esta mañana, pero me olvidé de que estaban en el horno y se han chamuscado todas. Las he tenido que tirar, una lástima —dijo Soledad, suspirando contrariada mientras recogía la ropa empapada de Alicia—. Lo que sí puedo preparar es un chocolate caliente, ¿te apetece? Claro que sí, voy ahora mismo a calentar la leche.
Mientras se cambiaba y trataba de secarse algo la humedad del pelo con la toalla, Alicia pensó que notaba a Soledad más nerviosa de lo habitual. Jamás había faltado algún dulce en sus tardes juntas por olvidos o equivocaciones en las recetas. Soledad era extremadamente cuidadosa, y aquel desliz era, cuanto menos, una rareza.
Una vez que se hubo cambiado, y ya ofreciendo un aspecto mucho más decente, Alicia se dirigió hacia la cocina, donde supuso que estaría Soledad preparando un delicioso chocolate a la taza. Sin embargo…
—¡Soledad, la leche está rebosando del cazo!
Alicia corrió para retirar la leche hirviendo del fuego, y vio que Soledad se había quedado mirando al infinito en una silla, hundida en sus pensamientos.
—Lo siento, prenda, me he debido despistar, pensaba que…
Alicia apagó el fuego y trató de limpiar el despropósito que había formado la leche hirviendo al derramarse por los bordes del cazo. Observó a Soledad por el rabillo del ojo, y por un instante creyó ver una sombra de llanto en su mirada, como un contraluz en su pupila que parecía reflejar algo que Soledad llevaba por dentro y que no se atrevía a verbalizar. Cuando hubo terminado, se sentó con ella dulcemente en una de las sillas de la cocina, meciéndole una mano entre las suyas con cariño.
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