—Podrías probar en el taller de doña Angustias, en la calle Olivar. No está muy lejos de aquí y el padre de la dueña era del pueblo. Quizás allí tengas suerte. Dile que vienes de nuestra parte.
A Soledad le brillaron los ojos al escuchar aquello, «gracias, gracias de corazón», y decidió seguir la recomendación de la mujer de José María. No tenía nada que perder, aunque en su fuero interno no albergaba demasiadas esperanzas. Y así, aquella mañana se dirigió con su mejor vestido y el pelo recogido en un moño demasiado tirante hacia la calle Olivar, mascullando entre dientes las palabras de presentación que había ensayado y repetido hasta la saciedad la noche anterior mientras un insomnio nervioso le impedía cerrar los párpados. «Mi nombre, tengo que decir mi nombre y que soy del pueblo, y que vengo por recomendación de...». Justo en el instante en que dobló la esquina de la dirección que le habían proporcionado, el corazón le dio un vuelco cuando creyó ver una silueta conocida saliendo de lo que segundos después descubriría que era el taller. La vio perderse entre la gente que paseaba a aquellas horas de buena mañana mientras se repetía por dentro que no podía ser, era imposible. Él no podía estar allí, no pintaba nada. Suspiró enfadada consigo misma por no tenerle tan olvidado como pensaba. Antes de entrar trató de serenar su pulso, se alisó los bajos del vestido y se mentalizó para poner su mejor sonrisa cuando la rechazaran.
—Buenos días, mi nombre es Soledad Camarero, me gustaría…
—¡Soledad, claro que sí! No la esperábamos tan pronto. Estamos encantadas de que se haya decidido a trabajar aquí. Venga, doña Angustias está deseando conocerla.
Sin saber cómo ni por qué, Soledad se encontró delante de una jefa de taller de mediana edad que la miraba por encima de unas gafas de cerca con mezcla de curiosidad y escepticismo. Todo fue demasiado rápido. Tras las preguntas de rigor (cómo había aprendido a coser, quién le había enseñado, qué sabía hacer), mencionó de pasada un salario inicial de aprendiza que se incrementaría a medida que adquiriera mayor autonomía en el taller, una cantidad de dinero que Soledad jamás se habría imaginado que llegaría a cobrar.
—Como comprenderás, viniendo recomendada por quien vienes confío en que seas trabajadora, disciplinada y buena aprendiza.
La mirada de doña Angustias se afiló a la vez que se inclinaba ligeramente sobre la mesa.
—Sin embargo, no dudaré en echarte de inmediato si detecto cualquier conducta inapropiada en mi taller. No tolero el hurto, la mentira, la impuntualidad ni el trabajo mal hecho. Comenzarás desde mañana con Margarita. Ella te asignará unas primeras tareas sencillas y te empezará a enseñar a tomar medidas y hacer patrones.
Soledad comprendió que doña Angustias no iba a dedicarle ni un segundo más cuando vio que hundía de nuevo su mirada en unos cuadernos de contabilidad que tenía frente a ella. Musitó un agradecimiento sincero mientras se marchaba entre contenta y confundida. Jamás preguntó quién era aquella misteriosa persona que la había recomendado. José María y su mujer negaron cualquier ayuda por su parte y Soledad vio una confusión bastante sincera cuando les relató cómo había conseguido el empleo. Pero le daba igual quién hubiera sido. Desde el primer momento imaginó a su benefactor como una suerte de ángel de la guarda que había decidido que ya era hora de que fuera feliz. Un ángel de la guarda con ojos negros como el carbón, idénticos en brillo, ternura y agallas a los que enmarcaban el rostro de su abuela.
CAPÍTULO 12
Nunca pensaron que se llegarían a ver de aquella forma. Ella, una pura lágrima hecha persona que se inundaba de una tristeza tan grande que pensaba que jamás le cabría otra cosa en el pecho. Él, una promesa de un futuro tan incierto como la lluvia en el campo, sosteniendo un pañuelo en la mano y tratando de enjugar las penas ahogadas que brotaban de los ojos de su novia. No tenía otro remedio. La situación en el pueblo lo asfixiaba como un garrote contra el cuello. Las miradas calladas de ciertos vecinos lo acusaban y sabía de alguno que no se negaría a atarle una soga al cuello para provocar una muerte temprana sin sangre ni culpables. Julián sabía de gente que había huido a la sierra en busca de iguales, persiguiendo aún un amanecer, aunque todo indicara que la noche no avanzaba. Así, comenzó a gestarse en su cabeza una idea que dio pie a una locura y su novia no tuvo otra opción que aceptarla a regañadientes, llorando desconsolada. «Te quiero muchísimo. Cuando todo acabe nos casaremos, lo sabes, pero no puedo seguir ahora aquí. Buscaré una opción mejor, te lo prometo, y entonces nada podrá separarnos...».
Paquita y Julián se conocían desde niños. Al principio todo eran tardes y tardes enteras de juegos en la calle y pelotas compartidas que pronto derivaron en riñas y peleas pueriles a esa edad en la que uno empieza a ser consciente de que existen ellos y ellas, separados, y no solo un plural para todos. Mofas, burlas, tirones de pelo y piedras lanzadas desembocaron en secretos a media voz y sonrisas robadas a esa otra edad en la que se empieza a saber que ellos y ellas se atraen sin saber por qué. Para cuando los muchachos en el pueblo empezaron a darle nombre entre susurros y chismes, ellos ya sabían que para aquello no era necesario darle un nombre, simplemente lo era, y punto. Así, se cogieron de la mano y no se soltaron hasta aquel día, cuando Julián decidió que lo mejor era huir a la sierra por unas ideas y un futuro mejor para todos. Y, de esa forma, se separaron por primera vez desde que tenían uso de razón, sin la certeza de saber si volverían a hundirse el uno en los ojos del otro de nuevo, o si las inclemencias de aquel tiempo los separaría para siempre sin remedio.
Paquita creyó morir las primeras semanas; dejó de comer, dejó de dormir, y los días se le tornaban como una suerte de precipicio que ella debía salvar y no tenía ni la más mínima idea de cómo hacerlo. Sin embargo, pronto comprendió que tenía que ser fuerte, por él y por ella. Seguro que Julián estaba bien, y pronto todo cambiaría y podrían volver a caminar juntos de la mano, como antaño. Pero era tan duro no saber nada, absolutamente nada… Al cabo de un tiempo de suspiros encerrados y miradas al vacío sin la más mínima noticia, un amigo de confianza le sugirió que quizá hubiera ciertas formas de contactar con él. Y así fue como Paquita comenzó a ser la intermediaria oficial entre el pueblo y los de la sierra.
Nadie sabía quiénes eran, por supuesto, y en teoría nadie sabía que existían. Pero todo el mundo era consciente de quiénes eran los que en el pueblo llamaban siempre “los de la sierra”. Huidos por ideas, por afán de continuar una lucha que ya estaba perdida o por pura insensatez, la verdad era que conformaban un grupo que los más conservadores tachaban de dos o tres personas, y los más entusiastas, de más de veinte. Todo el mundo sabía quién era de confianza y quién iría a la guardia civil con el cuento para ganar puntos, por lo que pronto se tejió una red de secretos y murmullos de barro y organización en clave de la que Paquita, por supuesto, quiso ser partícipe desde el primer momento en que tuvo conocimiento de ella.
Así, comenzó a subir a una cueva perdida con cautela, al principio portando únicamente hatos de comida y medicinas; ella solo se encargaba de recogerlos, depositarlos, y de marcharse en el más absoluto silencio. Nunca veía a nadie, pero siempre cuando llegaba había alguna flor esperando pacientemente en la misma roca de siempre, puntiaguda, inconfundible. Sabía que era de Julián, lo sabía; él siempre la llamaba mi flor, y era su forma de decirle que seguía ahí, que todo iba a ir bien, que saldrían juntos de esta. Algún tiempo más tarde, cuando la valentía ya empezó a recorrerle las venas, ella se atrevió a introducir cosas de su propia cosecha en los hatos que transportaba: algún queso, un poco de leche, una carta que algún amigo le ayudaba a transcribir... Los meses pasaron, el calendario jubiló varios inviernos y ella recuperó el color de la cara, las ganas de vivir, la sonrisa.
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