Paquita escondió su mirada en las esperanzas rotas que acompañaban los pedazos de aquellos dos platos en el suelo.
—No, yo no sé nada, don Jacinto.
—Bueno, más te vale, porque si supieras algo de ese rufián y no lo dijeras, podría haber consecuencias muy graves. Lo sabes, ¿verdad?
Paquita asintió muda de pánico.
—Deme ya el documento para firmar, don Jacinto. No tenemos todo el día.
Dolores trató de recuperar su voz autoritaria para la ocasión y esa vez el cabo la obedeció sin dejar de sonreír.
—Gracias, doña Lola. Un placer hablar con ustedes.
El cabo recogió la pluma y el papel con el garabato de Dolores mientras dirigía una última mirada a su presa.
—Paquita, dale recuerdos a Felipe cuando, ya sabes, cuando le veas otra vez.
Las risas del cabo se fundieron con el viento al alejarse mientras Paquita dejaba ya, al fin, correr las lágrimas que había contenido a duras penas. Estas se derrumbaban sobre los pedazos de los platos rotos sin que ella se preocupara siquiera de si la herían más de lo que estaba. Dolores se arrodilló con su nieta y la abrazó mientras se le partía el corazón de verla así de humillada y temblorosa. Ninguna de las dos se preocupó por el aceite hirviendo que tiñó de negro los ajos para la comida como un presagio de lo que las dos sentían y habían tenido que callar por dentro sin remedio.
CAPÍTULO 11
Soledad llegó a la ciudad cuando contaba con menos de veinte años, una tonelada de miedos anudados en la garganta y un equipaje tan ligero que acentuaba el peso de todo lo demás. Acostumbrada a vivir en el pueblo, aquellas aceras duplicaban su anchura a cada paso que daba haciéndole sentir aún más pequeña y dando forma al pensamiento de que, quizás, aquello no era tan buena idea después de todo.
Desde hacía ya un tiempo, el pueblo no era tan grande como su memoria creía recordar. Sus sueños parecían no tener cabida en aquella estrecha botella de cristal en la que ella se empeñaba en atesorarlos a la espera de poder arrojarla a alguna corriente de agua que los alejara para cumplirse o romperse en mil pedazos. No dejaba de sentir aquella sensación de ahogo, de aprisionamiento, como si algo dentro de su pecho empujara para salir sin conseguirlo. La gente era siempre la misma, siempre las mismas conversaciones, la misma lluvia inmisericorde que anegaba los campos, el mismo calor implacable que los secaba, siempre en un ciclo que parecía no tener principio ni final. Algo en su interior latía con la certeza de que lo que ocurrió con Santiago también tenía algo que ver con su repentino deseo de salir del pueblo y probar suerte en la ciudad, pero ella prefería enterrarlo en lo más profundo del arcón de la memoria y dirigir su mirada hacia el horizonte. Sabía reconocer que hay cosas que, sencillamente, no pueden ser.
Lo mencionó por primera vez un día de otoño, mientras su padre se servía el segundo vaso de vino y ella calculaba el momento exacto de turbidez y ligereza que necesitaba en sus pensamientos para que la noticia no pesara como una losa. Aun así, la mirada de su padre cuando se lo contó le partió el alma en dos. Fue en ese momento cuando Soledad fue consciente de que su padre se acababa de percatar de que su pequeña había crecido, que ya no era una niña y no estaría a su lado para siempre, que necesitaba volar y que él, irremediablemente, había comenzado a caminar encorvado y a peinar nieve en su cabello. Él trató en vano de alejar aquella idea de su cabeza: «pero hija, tú no lo entiendes, deberías encontrar marido primero y fundar una familia, necesitas un hombre que...». Soledad no quería oír ni hablar de casarse ni de hombres y, aunque era consciente de que necesitaría el beneplácito de algún varón de su familia para que la aceptaran en cualquier trabajo, prefería pensar que ya se las apañaría cuando llegara el momento. El primer paso, desde luego, era emprender un nuevo rumbo con un duro golpe de timón.
Soledad trató de maquillarlo todo para que no pareciera tan drástico: no era seguro, solo una idea, pero le apetecía probar la vida en la ciudad, quizás aquel familiar lejano que su padre había mencionado alguna vez podría ayudarla, ¿cómo se llamaba? Sin embargo, por más que lo intentó, el resultado fue una máscara grotesca que lo único que hizo fue acentuar la evidencia de que sí, se iría del pueblo más temprano que tarde. Soledad se abrazó a su padre como nunca antes lo había hecho y lloraron juntos en silencio por todo lo que nunca volvería y ya había quedado tan atrás que ni entrecerrando los ojos se avistaba en la lejanía.
Aquella noche, Soledad no pudo dormir. Sabía que debía irse, no veía otra opción, y aun así algo en su interior se había desgarrado y no había forma de coserlo. Sangraba recuerdos de tardes de juego, ecos de risas de estío, aromas de aceituna, sudor y mimbre. Su memoria destilaba sin parar ollas de caldo para ocho personas, naranjas que inundaban de un fresco aroma cada mañana del seis de enero y gachas que siempre tomaban todos bien temprano para salir del ayuno; todos menos la abuela, que prefería una copita de aguardiente para ahogar los nervios, decía. Los nervios, sí, o los recuerdos, más bien.
Soledad dejó que las lágrimas de aquella noche cicatrizaran y, cuando a la mañana siguiente, su padre le mencionó de nuevo como de pasada que sí, que podrían contactar con aquel primo lejano, el que vivía en la ciudad, encajó de otra forma el saber que se iría, barnizando las nuevas estrías que ahora arañaban su piel. José María era un trozo de pan. Se casó hacía mucho tiempo con una muchacha de la ciudad y allí vivían desde entonces. Seguro que, si se lo pedían, le dejaría un sitio donde dormir hasta que ella se casara y pudiera formar un hogar.
Y así fue como Soledad se encontró con un trozo de papel rasgado con una dirección escrita de forma apresurada que no sabía leer, pero que guardó como oro en paño hasta que unos meses más tarde se la mostró a aquel taxista, un hombre de mirada anónima que condujo sus nervios desde la estación de autobuses hasta aquel portal en una calle olvidada. «Sí, bonita, ese es, toca en el 3º D». José María ya estaba avisado previamente por carta de la llegada de Soledad y del favor tan enorme que su primo le pedía: «Cuida de mi hija, primo, que se me va a la ciudad y allí todo es demasiado grande para ella». Y, desde luego, a Soledad no le faltó jamás en el tiempo que estuvo bajo su techo una cama cómoda ni un plato de comida caliente en la mesa. Ella pronto empezó a pensar en encontrar algún trabajo con el que poder contribuir en casa del primo de su padre, pagar una modesta cantidad para el alquiler de la habitación, poder comprar de vez en cuando las viandas para la cena, invitarles a merendar en alguna cafetería... Por su cabeza rondaba la idea de probar suerte como costurera, pero no tenía ni idea de a qué puertas tenía que llamar para conseguirlo. Sabía coser más o menos de forma decente desde hacía años. En los ratitos libres, su abuela les había enseñado desde pequeñas a ella y a su hermana a enhebrar una aguja, meter los bajos de los pantalones cuando sus hermanos heredaban las prendas de los más mayores, coser un botón cuando su padre lo perdía… Mientras que su hermana abandonaba la aguja al poco tiempo, aburrida y en busca de otra distracción más placentera, a ella le relajaba enormemente coser. Le ayudaba a calmarse, ordenar sus pensamientos y alejarse del mundo al ritmo de las puntadas en la tela. Sin embargo, no sabía si todo eso que una vez aprendió era suficiente y, desde luego, en su condición de fémina joven y desamparada, necesitaría al menos alguna recomendación varonil para poder llamar sin que le cerraran la oportunidad con desaire en las narices.
Soledad comentó de pasada su, quizás, descabellada idea una noche durante la cena, mientras José María daba buena cuenta de la sopa y su mujer, Isabel, comenzaba a materializar las palabras de Soledad en cierto taller que ella conocía. José María no era muy partidario de que la hija de su primo se pusiera a trabajar. Quizás lo mejor era buscarle un buen marido para que se terminara de asentar en la ciudad, pero Isabel tenía otro parecer bien distinto. Días después, mientras las dos se afanaban en la cocina entre guisos, le comentó como de pasada:
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