Mª Carmen Ortuño Costela - Soledad

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Alicia es una mujer insatisfecha, con una historia marcada por el desengaño. Soledad es una anciana, con un pasado enigmático, del que no le gusta hablar. Un concierto de piano, cambiará para siempre sus vidas. Una sonata, interpretada por un pianista desconocido, despertará en Soledad viejas traiciones y amores perdidos que intentaba olvidar. ¿Conseguirá Alicia ayudarla a cerrar las heridas que el tiempo no había conseguido cicatrizar? Atrévete a sumergirte en una búsqueda, plagada de secretos, que nos traslada a la posguerra de Andalucía, trenzando dos historias paralelas.

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La víspera del 24 de diciembre, una sombra le tendió a la inocente Blanquita un cuenco de leche adulterado con una cucharadita de las hojas de aquel tarro escondido, y esa misma mañana la pobre cabritilla no podía ni tenerse en pie. Cuando llegó el momento del sacrificio, Dolores certificó que aquella cabra no podía comérsela el señorito, no podían envenenarlo, dónde iba a parar, y se deshizo en penas y desgracias delante de don Cristóbal, qué lástima de choto, mírelo, era el mejor de todos, ¿cómo había podido suceder?, pero había riesgo de que se envenenara la familia, no había nada más que verla, pero si aun así lo querían... O, quizás, podían contentarse con algún otro, aunque claro, podían estar enfermas todas las cabras y aún no habían empezado los síntomas, nadie podía saberlo… Don Cristóbal la echó sin miramientos soltando injurias por la boca. ¡En el día de Nochebuena, vaya faena!, ¡si es que no servían ni para cuidar de las cabras!, ¡más les valía que no le sucediera a ninguna otra o habría consecuencias!, ¡ahora tendrían que conformarse con un pollo en Navidad!, ¡en Navidad, qué desgracia!

Horas más tarde, Dolores volvió al corral con su hijo Miguel y vieron a la dulce Blanquita saltando y corriendo junto con sus hermanos, fresca y lozana. Dolores sonrió, feliz Navidad y, evitando las preguntas y las miradas inquisitivas de Miguel, le ordenó que la sacrificara. Esa Nochebuena, ante su enorme sonrisa de felicidad y al amparo de villancicos y alguna que otra botella de anís, los que cenaron choto al ajillo y vino blanco fueron su hijo y sus nietos.

CAPÍTULO 5

Alicia notaba la emoción contenida de Soledad en sus pasos intermitentes, apresurados, vestidos de tacón bajo azabache, de ritmo constante impreso en una sonrisa que no dejaba de esbozar a carboncillo en su rostro. Lo notaba en cómo agarraba el bastón con manos temblorosas, ese bastón de mango elegante, dorado y con ramas de olivo que crecían hasta la empuñadura, el mismo que siempre descansaba a diario en la entrada de su pequeño apartamento a la espera de algún acontecimiento especial que nunca parecía llegar. Sin embargo, aquel día Soledad decidió que ya era hora de que las ramas de olivo se desperezaran con la luz del sol y brillaran como si de oro hubieran nacido. También era palpable en el collar de perlas que adornaba su garganta, a juego con unos zarcillos y con el fuerte latir que sentía en el pecho. Traje de falda y chaqueta de un tono parecido al de la arena de un desierto al ocaso completaban el marco de una tarde de rayos de sol de acuarela sobre un cielo que comenzaba a oscurecerse a pesar de que las manecillas aún no habían descansado siquiera en los bordes del reloj.

Cogida del brazo de Soledad, Alicia maridaba la sonrisa de su acompañante con la suya propia al ver la felicidad que derrochaba por los cuatro costados y pensaba en las entradas que guardaba a buen recaudo en el bolso. Llegaron a la puerta principal del teatro con un par de decenas de pálpitos de tiempo por delante, pues Soledad era de esas personas que prefieren esperar pacientemente la llegada de algo en el sitio acordado y no soportaba la sensación de estar llegando tarde a conciencia. Un acomodador las guio hasta sus asientos de palco y les aseguró que no habían podido escoger otros mejores, «estas cosas hay que disfrutarlas como se merecen, ¿verdad, señoras? Desde aquí van a tener una perspectiva espectacular, y ya verán qué acústica, les va a parecer que el pianista está justo sentado aquí, a su lado, porque…». Soledad reía ante las zalamerías del muchacho, pero para Alicia todo a su alrededor había enmudecido de inmediato. No podía ser... No podía ser, pero... justo en el palco de al lado había un hombre maduro, bien vestido, traje oscuro cuya chaqueta descansaba ahora en el asiento, gemelos de plata que se ajustaba con aquel gesto, aquellas manos, mientras una muchacha mucho más joven reía alguna insensatez con un vestido demasiado ajustado, demasiado escote, demasiado... El corazón de Alicia se olvidó de funcionar, la sangre huyó de su rostro, y todo lo que ella tanto había luchado por olvidar volvió como un huracán para inundar el momento de un sabor amargo en el paladar. Y recordó, recordó las mentiras, las falsas ilusiones que se desintegraron como gaviotas en el viento, los papeles mojados que lloraron lágrimas de tinta con cumplidos vanos, los regalos que, lejos de agasajar, eran un recordatorio de lo poco que nunca le importó. Desvió la mirada, no quería comprobarlo, no quería saber si era él o no, se había jurado que no volvería a verlo, no quería saber nada, ya lo había superado, pero aun así... Sus ojos le jugaron una mala pasada y se desviaron, esquivos, hacia donde ella no quería mirar. Y entonces, solo entonces, se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento hasta ese preciso instante, cuando confirmó que no, no era él. Volvió a respirar, volvió a ser consciente del latido incesante de algo que trataba de escapar de su pecho y no le gustó percatarse de que no sabía si lo que sentía era alivio o decepción, si hubiera preferido que las cartas del destino le hubieran jugado una mala pasada y hubiera sido él de verdad.

—¿Estás bien, querida?

Soledad había visto perfectamente cómo su querida Alicia demudaba el rostro al ver la silueta del señor del palco contiguo, cómo sus manos habían comenzado a temblar al mismo ritmo que sus labios y cómo, finalmente, todo había vuelto a la normalidad cuando descubrió su rostro, no sin antes dejar entrever una sombra de lo que parecía desilusión en la mirada. Se había percatado de todo, desde los ojos abiertos como platos hasta la falta de aliento en los pulmones, pero no lograba comprender cuál había sido el detonante.

—Sí, Soledad, no te preocupes, solo ha sido un leve mareo. Qué buenos asientos, ¿verdad? Desde aquí vamos a poder ver perfectamente el piano, y la acústica me han dicho que es espectacular, he hablado con...

Soledad contuvo un suspiro de contrariedad. No era tonta, y sabía que Alicia estaba tratando de desviar su atención y liberar sus nervios sin dejar de hablar de cosas insulsas para no quedarse a solas con sus pensamientos. No sabía qué era aquello que la había perturbado tanto, pero sí era consciente de que había algo, una lágrima velada perpetua en la esquina de su mirada que no la abandonaba en ningún momento desde hacía unas semanas. A pesar de que la conocía desde hacía tiempo, había ciertos aspectos de su vida que aún ignoraba por completo, pero era demasiado discreta para preguntar y no quería meterse en asuntos ajenos que no le incumbían. Sin embargo, no le gustaba ver a Alicia así, con la mirada perdida cuando pensaba que nadie la observaba, con las comisuras de los labios cayendo en picado hacia un recuerdo que se anudaba a su sombra sin despegarse ni un ápice.

Las luces del teatro fundieron su luz poco a poco bajo los aplausos del público, dejando a un lado aquel incómodo momento para alivio de Alicia y para desazón de Soledad, que se prometió que trataría de cincelar de nuevo la sonrisa en el rostro de su querida muchacha. Por ahora, suspiró, volvió a sonreír y se concentró en el elegante piano de cola que el telón, al abrirse, dejaba entrever.

CAPÍTULO 6

Sangre. Todo lo que Dolores recordaba de su juventud era sangre, un manto rojo y espeso que la cubrió durante demasiado tiempo sin dejar que viera un resquicio de luz. La memoria de todo aquel periodo se desvanecía como humo entre los labios del fumador y se enredaba en las ramas de sus recuerdos despeinando las hojas de un libro que ella hubiera preferido quemar en la hoguera como una cruel inquisidora. Sin embargo, aunque el tiempo había emborronado la mayoría de aquellos recuerdos, alguno aún se quedaba enganchado como si de una cometa se tratase, ondeando al viento las lágrimas que una vez fueron presente y ahora resurgían de un pasado demasiado doloroso que, sin lugar a dudas, podría resucitarlas sin problemas en las cuencas de sus ojos.

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