Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad

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Un pueblito del norte del Chile muere lentamente a causa de la contaminación que provoca una empresa minera. Los pobladores emigran, otros resisten. El abogado que toma la causa, es asesinado.

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—El hombre del quiosco se llama Anselmo, y es mi amigo.

—¿Y si yo hubiera sido un ladrón?

—No hay nada de valor en mi departamento, a excepción de libros polvorientos y un gato. Y a nadie le interesa robar libros en un país donde buena parte de la gente no entiende lo que lee.

—Olvida al gato —dijo Sanhueza, sonriendo.

—Está viejo y gordo, pero habría huido sin dificultad —dije.

Simenon salió a recibirme, se enroscó entre mis piernas y enseguida olfateó los zapatos de Sanhueza.

—Tiene que pasar por el control de calidad —dije al abogado.

—Parece que su gato es todo un personaje.

—Lo es, pero que no le escuche. Se le pueden ir los humos a la cabeza.

Indiqué a Sanhueza la silla ubicada frente a mi escritorio y luego ocupé mi sillón giratorio de costumbre.

—¿Qué se le ofrece, Sanhueza?

—Quería saber cómo le fue con la lectura de los documentos. Si consiguió alguna información de utilidad.

—¿Usted los leyó? —pregunté.

—No, usted vio que se los pasé apenas salieron de la impresora.

—Lo vi, pero pensaba que podría haberlos leído antes. Mal que mal, era el ayudante de Razetti.

—Pero no participaba en todas sus causas —dijo Sanhueza y luego de una pausa me preguntó por el contenido de los documentos.

—Me entretuve con las historias, pero no encontré nada útil en ellas.

—¿Nada?

—Senderos que conducen hacia un mismo túnel sin salida.

—Lástima. Fue lo único que pude rescatar —dijo Sanhueza y guardó un silencio culpable.

—¿Hay algo más, aparte de su interés por los documentos? —le pregunté.

—Hoy, en la mañana, la señora Raquel me pidió que fuera a buscar unas cajas con libros, carpetas y otros objetos que don Alfredo tenía en su oficina. Estaba por terminar cuando apareció un tipo preguntando por él. Dijo que era dirigente de una agrupación comunal en un pueblo del norte del país. No estaba al tanto de la muerte de don Alfredo.

—¿Dijo para qué buscaba a Razetti?

—No pude sacarle mucha información. Se llama Julián Becerra.

—¿Habló del problema que necesitaba la intervención de Alfredo?

—No. La verdad es que el hombre quedó muy afectado cuando supo que don Alfredo estaba muerto.

—¿Eso fue todo?

—Antes de irse mencionó que alojaba en un hotelito ubicado en el barrio Huemul. Y me dijo que mañana regresa al norte.

—Conozco el barrio Huemul y creo saber cuál es el hotel. Es el único que existe en el sector. Me parece que es hora de ir a dar una vuelta por ese lugar.

—¿Puedo ir con usted?

—Dudo que sea un paseo plácido.

—A la señora Raquel le gustará saber que usted avanza en la investigación.

—Nada asegura que ubicar a ese hombre sea de utilidad.

—De todos modos, me gustaría saber qué dice Becerra.

—Cuando tenga algo que decirle a la señora Raquel, lo haré personalmente.

—Quería colaborar. No lo tome a mal.

—Gracias, pero hay cosas que prefiero hacer solo.

—Desconocía que existiera un barrio llamado Huemul.

—Puede visitarlo cuando tenga un tiempo libre. Es un viejo sector residencial al sur de Santiago, cerca de la calle Franklin. Su primera parte fue edificada a comienzos del siglo xx, durante el gobierno de Barros Luco, presidente que sigue en la memoria de los chilenos solo porque le dio su nombre a un sándwich de queso con carne. La idea era crear un barrio obrero modelo. Y por eso se cuenta que el presidente ordenó traer palmeras desde las Islas Canarias y planchas de zinc desde Inglaterra.

—¿Y usted, cómo sabe eso?

—He leído dos o tres libros sobre la historia del barrio y a veces recorro sus calles. Incluso, cuando los cambios que se producen en mi barrio me colman la paciencia, pienso en arrendar una casa por el sector —dije y agregué—: Cuentan que Carlos Gardel cantó en el teatro del barrio Huemul durante una gira que hizo a Santiago en 1920. Pero, hasta donde sé, nadie ha podido comprobar que sea verdad. De lo que no hay duda es que Gabriela Mistral vivió en el barrio, en la calle Waldo Silva. He visto la plaquita que puso el municipio junto a la puerta de la que fue su casa.

—Déjeme ir con usted. Prometo no interferir en su trabajo —dijo Sanhueza.

—En otra oportunidad, Sanhueza. Hoy no ando con ánimo de guía turístico.

—Si he de serle franco, señor Heredia. Usted no es muy agradable.

—Así dicen y la verdad es que no me preocupa. No ando por la vida de político ni de vendedor ambulante.

***

El hotel donde alojaba Becerra ocupaba una casona baja y antigua, pintada de un amarillo chillón que la destacaba entre las casas vecinas. Frente a su puerta, entre dos árboles frondosos, había una camioneta estacionada, y junto a esta un par de quiltros adormilados. Presioné el timbre ubicado a un costado de la puerta y luego de unos segundos salió a recibirme una muchacha. Le expliqué que buscaba a un cliente de apellido Becerra y me hizo entrar a una sala en la que había tres sillones de mimbre adornados con cojines, y una mesa de centro con algunas revistas sobre su cubierta.

—Le avisaré que lo buscan —dijo la muchacha y desapareció por un pasillo hacia el interior de la vivienda.

Las estrellas nunca habían iluminado al hotel. El papel con manchas de humedad que cubría las paredes me recordó el motel donde trabajé antes de convertirme en investigador privado.

Minutos más tarde, la muchacha volvió acompañada de un hombre bajo, de rostro moreno y curtido, que se quedó de pie en medio de la habitación. Le dije que Sanhueza me había dado sus señas y eso pareció tranquilizarlo. Luego le hablé de Razetti y de la investigación que estaba realizando.

—¿No pensará que yo tuve algo que ver con su muerte?

—Lo tendré en mi lista de sospechosos hasta que aclaré su relación con Razetti.

—Jamás habría hecho algo contra él. Nos estaba ayudando a denunciar el problema que tenemos en el pueblo.

—¿De qué pueblo habla?

—Cuenca.

—Primera vez que lo escucho mencionar.

—Está al norte de Santiago, a siete horas en bus.

—¿Qué pasa en su pueblo? —pregunté.

—Una empresa minera se instaló en los alrededores del pueblo y contaminó las aguas del río que lo cruza. Nuestros sembrados se mueren y la mayoría de la gente se está quedando sin sus fuentes de ingresos o ha tenido que buscar otro trabajo lejos del pueblo. La minera construyó una represa destinada a contener los desechos de la producción de cobre. Si el tranque se rompe o fisura, estos caerán sobre el poblado. Nos han ofrecido cambiar el pueblo hacia otra parte, pero no queremos irnos. Nuestras vidas, y las de varias comunidades indígenas son parte de la historia del lugar.

—¿Y qué pensaban lograr con la ayuda de Razetti?

—Detener las faenas de la minera y denunciar sus atropellos. Los que no estamos de acuerdo con irnos hemos sido amenazados y golpeados. Dos abogados que intentaron ayudarnos antes que Razetti fueron obligados a dejar el pueblo.

—¿Quiénes son los que amenazan y golpean?

—Los guardias de la empresa minera.

—¿Y los carabineros?

—Rara vez intervienen, y cuando lo hacen, es contra de los pobladores.

—¿Cómo llegó a Razetti? —pregunté.

—Don Alfredo era amigo de uno de los abogados que dejaron el pueblo. Él nos dio sus referencias. Y más tarde, cuando decidimos defender nuestros derechos por la vía legal, vine con uno de mis compañeros a conversar con él. Se interesó en el problema, pero nos aclaró que poner un recurso de protección contra la minera era algo complejo. Nos pidió dos semanas para estudiar el caso y quedé en regresar a verlo. Ni en mis peores pesadillas pensé que viajaría a enterarme de su muerte.

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