Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad

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Un pueblito del norte del Chile muere lentamente a causa de la contaminación que provoca una empresa minera. Los pobladores emigran, otros resisten. El abogado que toma la causa, es asesinado.

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—¿Qué le preocupa? —le pregunté.

—Usted es un extraño y llamará la atención en el pueblo. Apenas se ponga a hacer preguntas sabrán que usted no está en el pueblo por casualidad.

—¿Qué propone?

—Que se presente como un amigo y se aloje en mi casa.

—Gracias, pero prefiero una pensión. A mi edad tengo mis mañas y además, apenas me ponga a hacer preguntas sabrán que no ando de turista por la zona. Además, no estoy de acuerdo con lo que dice. Cuanto más se demoren en asociarme con usted, mejor será para mi trabajo.

—La decisión es suya, Heredia —dijo Becerra—. Camine dos cuadras por esta misma calle y encontrará la pensión Adelita. Diego, su dueño, es primo mío y seguro que le hace un precio especial. Al mediodía lo paso a buscar para ir a mi casa. Mi mujer es muy buena cocinera.

—Deme las señas de su casa y ahórrese el viaje.

7

Más intrigas de las esperadas, me dije mientras caminaba en dirección a la pensión. Había demasiada paz en las calles y muchas vecinas curiosas, pensé al darme cuenta que a mi paso se descorrieron las cortinas de varias casas.

La pensión indicada por Becerra estaba en una casa azul, de dos pisos, ubicada junto a un bar de aspecto dudoso y una carnicería que lucía en su frontis el dibujo de una enorme cabeza de cerdo. Al frente, junto a un taller mecánico, una casa sin terminar mostraba su esqueleto de madera reseco por el sol.

Diego Quinet, según me enteré más tarde, era hijo de un francés que fue a dar con sus huesos a Cuenca, donde después de intentar varios negocios, terminó inaugurando la pensión que años más tarde su hijo logró mejorar de categoría, ampliando sus piezas y ofreciendo nuevos servicios.

Quinet era alto, delgado y lucía una cabellera larga y canosa. Al principio me pareció un tipo simpático, pero algo en su mirada me advirtió que podía pasar rápidamente de la amabilidad a la ira. Me escuchó con atención, asintió con la cabeza cuando mencioné que conocía a su primo, dijo que las cuentas las haríamos al final de mi estancia y me pasó una llave unida a un rústico llavero de madera. Luego me indicó un pasillo por el que anduve un buen trecho hasta encontrar la puerta de mi habitación. Una vez en su interior me tendí en la cama y traté de recapitular lo sucedido desde el inicio del viaje.

Una repentina sensación de orfandad me hizo pensar en lo que sucedería si no regresaba a mi departamento en Santiago. ¿Qué haría Simenon? ¿Saldría a la calle o esperaría inútilmente junto a mi escritorio? ¿Y mis libros? ¿Y mis discos? ¿Se convertirían en un depósito de polvo, hasta que al segundo o tercer mes la dueña del departamento abriera finalmente la puerta?

Tomé una ducha helada y conseguí espantar el cansancio. Después fui a la recepción con la intención de pasear por el pueblo antes de concurrir a la cita con Becerra.

Quinet estaba sacando cuentas, pero dejó de lado su trabajo apenas me vio aparecer. Intuí que me esperaba.

—¿Piensa quedarse mucho tiempo en el pueblo? —preguntó.

—No más de una semana. Lo justo y necesario para finiquitar el negocio que me interesa.

—¿Negocio? ¿A qué negocios se dedica usted?

—Eso es un asunto privado, amigo.

—¿Desde cuándo conoce a mi primo? ¿Usted no formará parte de los agitadores con los que se reúne?

—¿Qué agitadores? —pregunté, mientras pensaba que me había precipitado al creer la historia de Becerra.

—Los que protestan contra la minera.

—¿Usted no cree que el trabajo de la minera afecta al pueblo?

—En esta pensión alojan empleados de la minera y ellos dicen que se encuentra controlada toda posible contaminación. Han construido una represa de enormes proporciones, antisísmica, y el riesgo de un desastre es prácticamente nulo. Los que protestan quieren ganar dinero y desconocen que, sin la minera, el pueblo habría desaparecido. Más de la mitad de la gente de Cuenca vive de ella ya sea porque la empresa les da trabajo o porque tienen pequeños negocios que sobreviven gracias a las compras de los operarios.

—Y a usted le da lo mismo que un día se rompa la represa y el pueblo quede sepultado bajo una capa de mierda.

—No tengo por qué dudar de lo que dicen los responsables de la minera, y además trato de ser pragmático. Gracias a ella he convertido esta pensión en la mejor del pueblo.

—A la gente que vive de las siembras no les va tan bien.

—La minera les dio la oportunidad de trasladarse a otras tierras.

—Probablemente existan personas a la que no les gusta que las echen del lugar donde nacieron y donde quieren vivir hasta el fin de sus días.

—Usted dice las mismas cosas que mi primo. ¿De qué se trata el negocio que vino a hacer al pueblo?

—Soy periodista y escribo un reportaje sobre la construcción de la represa —mentí.

—No necesitará investigar mucho para saber que la represa es una obra especial. Mide doscientos cuarenta metros de alto y casi dos kilómetros de largo. Los que han tenido la oportunidad de sobrevolar la zona dicen que sus dimensiones son impactantes.

—La represa no es mi único tema de interés. Escribo sobre un abogado que ayudaba a la gente que se opone a la represa —me atreví a decir.

—¿Al que pillaron merodeando dentro de los terrenos de la minera?

—De eso no sabía.

—Lo atraparon los guardias de la minera y lo entregaron a carabineros. Después, otro abogado intercedió por él y consiguió que lo liberaran sin cargos.

—¿Y usted está al tanto de lo que sucedió al abogado en Santiago?

—¿Por qué tendría que saberlo? Ni siquiera recuerdo cómo se llamaba.

—Alfredo Razetti. Lo asesinaron de un balazo en la cabeza.

—No es la mejor manera de morir —dijo Quinet y acompañó sus palabras con un gesto para indicar que prefería cambiar de conversación.

—¿Cómo se llama el abogado que ayudó a Razetti?

—En estos momentos no lo recuerdo.

—No embrome, en este pueblo todos se deben conocer.

—No pensará meterse en líos mientras aloja en mi pensión.

—¿Cómo se llama el abogado?

—Vicente Benavides. Tiene su oficina a media cuadra de la plaza —dijo Quinet y luego de observarme un instante, agregó—: Es todo lo que le diré. No quiero problemas con la administración de la minera.

—Descuide, me quedó claro que usted solo está interesado en el progreso de su negocio. Pero no se preocupe. Voy a la pieza a buscar mis pertenencias y veré donde depositar mis huesos durante el tiempo que permanezca en el pueblo. Mientras tanto, hágame la cuenta por ocupar la pieza durante una siesta de dos horas.

—Con tal de que se vaya, le regalo esas horas —dijo Quinet, molesto—. Tendré que hablar con Julián y cantarle un par de verdades.

***

Era lógico pensar que Becerra sabía que Razetti había sido detenido al intentar acercarse a la represa. Y si era así, ¿por qué había omitido ese antecedente en su relato? No me había agradado el diálogo con Quinet, pero más me incomodaba descubrir que Becerra había ocultado información.

Caminé sin rumbo fijo por las calles del pueblo, y luego de veinte minutos di con una casa que lucía un papel pegado en unas de sus ventanas que ofrecía alojamiento y comida. Toqué el timbre y salió a recibirme una mujer morena, de unos cuarenta años, alta y delgada, que vestía pantalones vaqueros ceñidos a sus caderas y una blusa escotada que permitía apreciar las abundantes pecas que tenía en el nacimiento de sus pechos.

—Estoy interesado en el aviso de la ventana —dije, sin apartar la mirada de los llamativos ojos negros de la mujer.

—¿Está interesado en el aviso o en la pieza que arriendo?

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