Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad

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Un pueblito del norte del Chile muere lentamente a causa de la contaminación que provoca una empresa minera. Los pobladores emigran, otros resisten. El abogado que toma la causa, es asesinado.

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LOM edicionesPrimera edición 2014 Segunda reimpresión 2015 ISBN impreso - фото 1 LOM edicionesPrimera edición 2014 Segunda reimpresión 2015 ISBN impreso - фото 2

© LOM edicionesPrimera edición, 2014 Segunda reimpresión, 2015 ISBN impreso: 9789560005502 ISBN digital: 9789560013248 RPI: 246.624 Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2688 52 73 lom@lom.cl | www.lom.cl Tipografía: Karmina Ilustración de portada: Gonzalo Martínez Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta Normal Impreso en Santiago de Chile

A Sonia, Ángeles, Alonso, Valentina, Leonor y Mota. Y desde luego a Balzac La familia.

1

Había dejado de llover. Bajo la luz de los escasos faroles del alumbrado público, las calles estaban cubiertas de un líquido viscoso, como si hubieran sido arrasadas por sucesivas olas de petróleo. En el aire imperaba un olor a combustible quemado. La gente que estaba a mi lado, en un paradero de buses al que le faltaba una parte del techo, no parecía advertirlo. Observaban hacia lo alto y murmuraban oraciones o maldiciones; las dos caras de la moneda que permiten aceptar la resignación o el espanto de sobrevivir. El cielo lucía encapotado. No recordaba la última vez que vi algunas nubes o el brillo del sol filtrándose por el ala raída de mi sombrero. Casi no quedaban árboles en las calles. La mayoría habían sido arrancados durante el último otoño y solo se mantenían en pie unos troncos resecos, como pálido recuerdo del tiempo en que todavía los parques no eran recintos privados o espacios concesionados a empresarios que lucraban con el deseo de la gente de conocer una arboleda. Hacía frío e ignoraba el destino al que debía dirigirme. No recordaba si tenía casa a la que llegar o debía conformarme con el resguardo de una construcción en ruinas o los restos de un automóvil abandonado. La ciudad que me rodeaba no se parecía a la que guardaba en mi memoria. No lograba reconocer si estaba de noche o de día. El futuro no existía y el pasado era una mancha en el pavimento. Tampoco era feliz ni tenía la ilusión de los que conservan residuos de sueños incumplidos. Simplemente existía; una fuerza desconocida me obligaba a seguir en pie y testimoniar lo que ocurría en un territorio donde solo quedaban despojos. Maldije la calamitosa situación, y a modo de respuesta, recibí la sonrisa embrutecida de los que me rodeaban. Quería huir pero la oscuridad se hacía más espesa y mi entorno se parecía al infierno que me habían enseñado a temer en mi infancia.

Desperté con el sonido del teléfono. Me había quedado dormido con la cara apoyada en la cubierta del escritorio. Un dolor agudo en la parte inferior de la espalda me apartó de las últimas huellas de la pesadilla. Cuando me animé a tomar el teléfono, este dejó de sonar. Los clientes nunca llaman, los cobradores y los carteros lo hacen dos veces, los promotores de préstamos bancarios, tres o cuatro, y la muerte no se molesta en golpear, me dije a modo de consuelo.

Simenon, como era su costumbre, dormía sobre varios ejemplares de las novelas del escritor al que debía su nombre, y junto a un par de pocillos con agua y comida.

—Otra vez la misma pesadilla —le dije, cuando luego de un rato, se levantó lentamente y se estiró a sus anchas. Enseguida, saltó sobre la cubierta del escritorio y me miró atentamente.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Necesitas gafas?

—¿Has mirado últimamente el espejo?

—¿Qué problema tiene el espejo?

—Ninguno. Te pareces al barrio, con la tristeza de sus árboles y el hollín que le cae desde el cielo.

—¿Y la pesadilla? ¿Qué me dices de ella?

—Puede ser el anticipo de lo que nos espera en unos años más o el anuncio de nuevas preocupaciones. Tampoco es algo sorprendente. En tus pesadillas siempre aparecen imágenes de un mundo destruido por la mano del hombre.

—La contaminación no es un problema nuevo.

—Ni es novedad que por intereses económicos nadie le ponga atajo.

—¿Por qué no nos vamos a una casa en el sur? ¿Qué te parecería una salamandra junto al sillón destinado a las siestas?

—Siempre dices lo mismo y nunca mueves tu trasero más allá del centro de Santiago. Mejor ocupa tu tiempo en algo útil y sirve el desayuno.

—Ya ni siquiera tienes todos tus dientes.

—¡Tonterías! Fríe el bife guardado en la nevera y te demostraré que aún tengo colmillos vigorosos.

—No tienes remedio. Siempre serás un gato jodido.

—Y tú tampoco tienes posibilidades de mejorar. Vas a seguir metido en líos. Y no me vengas con la letanía del oficio y de que no sirves para otra cosa que no sea hacer preguntas y meter las narices donde nadie te llama. Lo único diferente es tu relación con Doris Fabra.

—Con ella no te metas. Un hombre tiene derecho a cambiar de opinión.

—Me gustaría decirte dos o tres cosas antes de que sea tarde.

***

El teléfono volvió a sonar y logré levantar el fono antes que la llamada se cortara. Un tipo de acento caribeño, que dijo llamarse Amadeo Dulanto y ser ejecutivo de un banco, comenzó a recitarme una lista interminable de ofertas de préstamos, tarjetas de créditos y cuentas corrientes. Si deseaba acceder a ese camino al cielo debía firmar una solicitud donde se estipularía que cualquier incumplimiento de mi parte me conduciría derecho al averno o a un catastro de deudores que me convertiría en un ciudadano sujeto a todas las sospechas imaginables.

Le dije que no me interesaba su oferta, no obstante lo cual siguió promoviendo las bondades de sus productos. Volví a decirle que no me interesaba nada de lo que pudiera ofrecerme y enseguida dejé el fono en su lugar de costumbre.

—La paciencia tiene límites —dije a Simenon, que había seguido con curiosidad mi imprevisto arrebato.

—Es lo que debí pensar el día que llegué a vivir a este departamento.

—Te he dado trato de príncipe. Techo, comida y una cama. ¿Qué más quieres?

—La verdad es que no necesito más. Pero siempre resulta entretenido quejarse. Sobre todo en este país donde la queja es un deporte nacional y el chisme una religión con demasiados feligreses. Lo que alguien sabe, lo comenta con las distorsiones del caso; y si no sabe nada, lo inventa.

Después del desayuno, escuché durante unos minutos las noticias de la radio y enseguida bajé a la calle a conversar con Anselmo, que a esa hora llevaba un buen rato atendiendo su quiosco. Hablamos de las carreras que se correrían por la tarde en el Hipódromo Chile y acordamos cuatro apuestas en sociedad. Después di una vuelta por el barrio y por los callejones del Mercado Central, atestados de clientes que compraban pescados y mariscos. La vida seguía su rutina y aunque el paisaje cambiara, la gente agitada de siempre llenaba las calles.

Volví a mi departamento y durante algo más de una hora leí un libro de cuentos de Rodolfo Walsh que había comprado en una de mis últimas visitas a las librerías de la calle San Diego. El teléfono volvió a interrumpirme poco antes del mediodía. La voz suave y cansada de una mujer pronunció mi nombre y luego guardó silencio.

—¿Con quién hablo? —pregunté.

—No nos conocemos personalmente, aunque he pasado buena parte de mi vida oyendo hablar de usted y sus investigaciones. Soy Raquel Donoso, la esposa del abogado Alfredo Razetti.

—¿Razetti? —pregunté—. ¿Cómo está Alfredo? ¿Sigue en su oficina de avenida Matta?

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