Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad

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Un pueblito del norte del Chile muere lentamente a causa de la contaminación que provoca una empresa minera. Los pobladores emigran, otros resisten. El abogado que toma la causa, es asesinado.

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Chacón me esperaba junto a una mesa próxima a la gran barra que presidía el salón sin ventanas ni otra vista que la amplia puerta de dos hojas por la que se ingresa al lugar. No habían pasado más de cuatro meses desde la última vez que él y yo nos reuniéramos, y sin embargo algo parecía haber cambiado en su aspecto. Y no era solo su barba de varios días ni la casaca de cuero negro que llevaba puesta. La diferencia estaba en su mirada, en la desconfianza que brotaba de sus ojos y el modo en que estos se movían, de un lado a otro, como si hubiera algo extraño que descubrir en cualquier momento. Me acerqué a su lado y nos saludamos. Le dije algo sobre su aspecto y me respondió con una sonrisa.

—Una vez me dijiste que sería un buen policía después de recibir varios golpes y desengaños. Tus palabras me parecieron exageradas, pero ahora reconozco que tenías razón. Trabajar de policía, ver lo que uno ve a diario, es el camino más corto al desencanto. Casi no existe horror que no lo afecte cuando se anda por las calles con un asomo de sensibilidad en la mirada. Pero no creas que estoy arrepentido de la profesión que elegí.

—Te entiendo perfectamente, Chacón. Uno se revuelca en el fango porque en el fondo ama la vida y a las personas —dije, y luego de soltar una risotada, agregué—: Estoy hablando igual que un veterano a punto de cobrar su pensión.

Chacón volvió a sonreír y llamó al mozo que atendía las mesas. Pidió una bebida anaranjada y yo un vodka con agua tónica y una rodaja de limón.

—¿Qué me puedes decir sobre la muerte de Razetti? —le pregunté después de probar mi bebida.

—Lo mataron de un balazo en la cabeza. Un tiro a no más de treinta centímetros, ejecutado con una pistola de nueve milímetros. El asesino es un profesional o alguien a quien el abogado conocía. Estaba en mi cuartel cuando llegó la alerta por el descubrimiento del cadáver. Fui al sitio del suceso en compañía de otros detectives de mi unidad y nos encontramos con su mujer. Parecía petrificada. La interrogamos y luego comenzamos a examinar el lugar. No descubrimos ningún indicio que nos diera alguna pista acerca del asesino. Quien sea que lo hizo se preocupó de no dejar huellas.

—¿Se llevaron algo de la oficina?

—Al parecer no robaron. Encontramos una caja con doscientos mil pesos en su escritorio.

—Tal vez robaron información o fue una venganza.

—Es lo que pienso, dada la profesión de Razetti. Pero es difícil de precisar, solo él sabía lo que había dentro de sus archivadores y en su computador.

—Sí, pero nada nos llamó especialmente la atención.

—¿Sospechosos?

—Salvo su esposa, ninguno.

—¿Raquel?

—Tranquilo, Heredia. El único que sospechó de la esposa es un colega que tiene líos con su mujer y anda por la vida intentando encarcelar a cuanta esposa se cruza en su camino.

—¿No sería más fácil que encerrara a la suya?

—Bromas aparte, por ahora no tenemos nada —dijo Chacón—. El suicidio está descartado y nadie vio entrar a ningún extraño en la oficina.

—Siempre podemos hacer algo más.

—Unos colegas andan escuchando voces por los bares del sector. A veces resulta. Los delincuentes creen que el paso del tiempo es garantía de impunidad, y por una u otra razón, terminan haciendo un comentario que los delata.

—Pero eso puede pasar mañana o en diez años más.

—Es lo que hay por ahora, Heredia.

—Tarde o temprano aparecerá algo que ayude a descubrir al asesino.

—No apostaría muchas monedas a que eso suceda.

—Estás convertido en un policía al que nada sorprende ni le importa mucho.

—No se trata de eso, Heredia. Se siguió el protocolo habitual y como ya te dije, no obtuvimos mayor información.

—Quizás hay que hacer algo más que lo habitual.

—Lo sé, pero últimamente estamos con el agua hasta el cuello. Existen muchos asesinatos que investigar y nos ordenan dar prioridad a los que tienen más connotación pública, como el reciente asesinato de un tipo que se encontraba internado en el Hospital San Borja y fue víctima del ataque de un sicario, a vista y paciencia de las enfermeras y de otros pacientes que se recuperaban de sus intervenciones quirúrgicas.

—Nada escapa de la farándula de los medios de comunicación.

—De eso no tengo culpa alguna. Tu amigo no era un abogado de renombre ni se codeaba con el poder.

—El viejo cuento de los ciudadanos de primera y segunda clase.

—Desde que tengo memoria, el mundo gira igual —dijo Chacón, y movió sus hombros como dando a entender que el asunto no merecía más atención.

—Necesito dar un vistazo a los antecedentes recopilados hasta el momento. En una de esas, encuentro algo interesante que a tus colegas no les llamó la atención.

—Mañana, hasta el mediodía, estaré en mi oficina. Ahí te puedo mostrar lo que tenemos.

—Gracias, contaba con tu ayuda —dije y uní un gesto a mis palabras para darle a entender que no tenía nada más que decir sobre el asesinato de Razetti.

—Me extraña que aún no hagas la pregunta que esperaba oírte, Heredia.

—¿En qué estás pensando? —pregunté, cauteloso—. ¿Hay algo sobre el asesinato de Razetti que debería conocer?

— Pensaba en la comisario Doris Fabra. Hace dos meses que no la llamas ni le escribes.

—¿La has visto? Todavía le debo una respuesta a cierta pregunta que me hizo.

—Concluyó el permiso que le dieron por unos meses. Mañana o pasado se reintegra a sus funciones.

—¿Está bien?

—Me ha preguntado por ti, y algo más.

—¿Qué implica ese algo más?

—Cuando se fue al sur me pidió que cuidara tus pasos.

—¿Que me vigiles?

—No, que de vez en cuando pregunte por ti a los que te conocen.

—¿Y eso qué significa?

—A tu edad y con tu experiencia en mujeres, ya deberías saberlo, Heredia.

—Moriré sin saber nada de las mujeres.

—Sigues siendo el exagerado de costumbre, Heredia.

—Un día de estos le daré mi respuesta.

—¿Será la respuesta que ella espera?

—Después de tanto tiempo, no sé si siga esperando algo de mi parte.

—Apostaría a que sus sentimientos no han cambiado.

—Ya lo veremos cuando me llegue la hora de hablar.

***

Nos despedimos frente a la Casa Central de la Universidad de Chile. Saludé en silencio a don Andrés Bello, que seguía en su silla, observando el paso alterado de los santiaguinos por la Alameda, y seguí en dirección al Paseo Ahumada, invadido por los cartoneros que recogían los desechos y la basura arrojada por las tiendas y los restaurantes. Triste tarea realizan hombres y mujeres que han salido temprano para aprender de los perros , murmuré recordando unos versos de Ennio Moltedo. El poema me hizo pensar en la suerte que corría la gente que veía en mis caminatas por el centro de la ciudad. Algún día tendrían otro oficio y un futuro; y mientras ese día llegaba, había que resistir, disfrutar de lo que nos hacía feliz y seguir creyendo en la posibilidad de vivir en un mundo mejor organizado.

Camino a la plaza de Armas, pensé en lo que había dicho Chacón sobre Doris.

4

Al principio, un silbido pareció atravesar las ventanas. Luego surgió una luz opaca, acompañada por el ruido de los vehículos y la gran bulla colectiva, que fue creciendo hasta instalarse en mi habitación como una música que nadie se molestaría en acallar. Desperté con los ecos de esa música y me quedé quieto, arropado por las frazadas, sin ánimo de mover ni el más insignificante de mis músculos. Simenon dormía a mi lado, sobre la colcha, totalmente ajeno a mis pensamientos. Puse una de mis manos sobre su cabeza y jugué con sus orejas, hasta que despertó y movió la cabeza de un lado a otro, molesto.

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