Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad
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—Deja mis orejas en paz. Cuando necesite que me incordien te lo haré saber. Deberías respetar mi descanso.
—Has dormido más de ocho horas.
—¿Y cuál es el problema? A mi edad necesito descanso, la comprensión de quienes me rodean y una comida sana. Por ejemplo, un bife grueso y jugoso.
—Tu obsesión por los bifes es malsana. ¿No tienes otra comida en qué pensar?
—Un buen trozo de salmón me sentaría de maravillas.
—¡Olvídalo por ahora! Tenemos que investigar la muerte de Razetti.
—¿Tenemos? ¿No será mucha gente?
—Llamaré a Raquel para decirle que iré a la oficina —dije y Simenon me observó con indiferencia.
***
Usé las llaves que la esposa de Alfredo me había entregado. Di unos pasos por la habitación y una súbita sensación de abandono me hizo recordar la violenta muerte de mi amigo. No era fácil comenzar a buscar pistas mientras la tristeza seguía afectando mi ánimo. Dispuesto a dar el primer paso de la investigación, me propuse examinar lo que Alfredo hubiera escrito sobre los juicios que tramitaba en los últimos meses. Si existían esos textos, y si lograba ubicarlos, quizás podría encontrar un motivo para su asesinato y empezar a elaborar la lista de sospechosos.
Comencé por revisar los cajones del escritorio, repletos de folletos, libretas de apuntes, lápices a medio usar, tarjetas de visitas y recortes de diarios referidos a los avances o resultados de juicios que habían tenido resonancia en la prensa. Junto a los recortes, encontré una cajetilla con tres cigarros y los fumé mientras hacía mi trabajo de fisgón. A poco de iniciar la búsqueda comprendí que no obtendría mucho hurgueteando en el escritorio ni entre los libros ordenados en las dos estanterías adosadas a una de las paredes de la oficina. Mi amigo leía textos legales y de viajes, biografías de políticos, novelas de José Saramago y Abelardo Castillo. Después de una hora, encendí el computador que estaba sobre el escritorio y quedé frente a una pantalla llena de íconos que observé un par de minutos sin atinar a conjeturar nada sobre la utilidad de cada uno de ellos.
—Dudo que obtenga algo mirando este aparato —me dije mientras movía el mouse con cierta repugnancia—. Sería más fácil encontrar algo en una biblioteca medieval alumbrada con velas.
Razetti habría reído a carcajadas si hubiera podido verme. Y quizás lo estaba haciendo, tendido sobre una nube esponjosa.
—Es en este tipo de ocasiones cuando me dan ganas de jubilar
—dije en voz alta—. Pero, sin ahorros ni muchos billetes en los bolsillos, tendría que asaltar un banco.
—¿Problemas con el computador? —escuché que me preguntaban.
Había un hombre delgado, moreno, y de unos cuarenta años junto a la puerta de la oficina. Vestía un terno negro y camisa blanca; y su rostro afilado recordaba a los personajes retratados por El Greco.
—¿Quién es usted? —le pregunté con la simpatía de un doberman.
—Héctor Sanhueza. Soy abogado y trabajaba con Alfredo Razetti. Me llamó la señora Raquel y me pidió que viniera a ver si usted necesitaba ayuda.
—La última vez que visité a Alfredo no tenía ayudante. A lo más, compartía unos juicios con su amigo Nápoles.
—Alcancé a trabajar tres meses con él. La suerte no quiere nada conmigo. Me costó encontrar en qué ocuparme y con la muerte de don Alfredo vuelvo a quedar cesante.
—Sé lo que es la cesantía.
—La situación laboral está mala para los abogados.
—Y para la mayoría de las personas que tienen la mala costumbre de comer al menos una vez al día.
—Tiene una extraña manera de plantear ciertas ideas —acotó Sanhueza y esbozó algo que podía asemejarse a una sonrisa.
—Supongo que Raquel le habrá dado mi nombre y mis señas.
—Sé perfectamente quién es. Don Alfredo solía decir que usted era de confiar —dijo Sanhueza y dio unos pasos hasta quedar frente al escritorio.
—¿Confiable? Supongo que depende de para qué o para quién.
—Parece que tiene problemas con el computador. ¿Puedo ayudarle? —preguntó.
—Mi amistad con la computación es reducida, por decir lo menos. A la hora de escribir prefiero mi lápiz de pasta y una libreta de hojas blancas.
—Dígame lo que necesita y veré si puedo darle una mano.
—Quiero encontrar las demandas que Alfredo escribió o estaba escribiendo antes de su muerte. Y revisar sus últimos correos electrónicos.
—Será fácil encontrar lo que quiere. El señor Razetti era sumamente ordenado con los documentos y carpetas que mantenía en su computador. Les ponía fecha, los clasificaba por temas. Y con los correos hacia lo mismo. Ordenaba por fechas y remitentes los correos que se relacionaban con su trabajo.
—Perfecto. A la hora de investigar no hay nada mejor que tener un cacho de suerte.
—Y conocimientos o habilidades que ayuden a la suerte.
—Eso sonó a reproche, ¿o me equivoco?
—No es mi intención darle consejos, pero le vendría bien aprender a usar una computadora. Hoy en día, hasta en los círculos sociales de la tercera edad enseñan a utilizar un computador.
—Seguiré su consejo cuando llegue a la tercera edad. Por ahora seguiré fiel al lápiz y el papel.
—Tenía razón don Alfredo cuando me habló de usted y su carácter.
—¿Y qué más te dijo de mí?
—Habló de mujeres, copas y líos de pistolas.
—A veces Alfredo hablaba más de la cuenta.
—¿Le molesta que le recuerden esas cosas?
—Mis historias son un asunto personal y de cierto sujeto que suele escribir novelas con las anécdotas que le cuento. Pero el tipo exagera.
—¿Incluso con lo de las armas y los muertos?
—Nunca he usado mi pistola sin una buena razón y las muertes que he causado no pesan en mi conciencia —dije, y luego de encender un cigarrillo, agregué—: Creo que llegó el momento de ver cuánto sabe de computadoras.
Sanhueza se acomodó en una silla, frente al computador, y comenzó a trabajar con evidente pericia y conocimiento de lo que debía hacer. Media hora más tarde, imprimió medio centenar de hojas y las puso dentro de una carpeta.
—Imprimí los textos y correos que don Alfredo redactó durante los dos últimos meses. Siéntese y léalos con calma —dijo al tiempo que me pasaba la carpeta.
El primer documento era el esbozo de una querella contra un sacerdote y uno de sus amigos. Se conocieron cuando ambos entraron al seminario. Mariano, así se llamaba el compañero que al cabo de dos años abandonó sus estudios para casarse con una prima. Sin embargo, el matrimonio no modificó sus aficiones sexuales, y a los pocos meses volvió a contactarse con el cura, iniciándose entre ellos una relación que mantuvieron en secreto hasta que la esposa descubrió unas cartas comprometedoras. La mujer amenazó a su marido con denunciarlo y ese fue el comienzo de su fin. Mariano la eliminó con una sobredosis de tranquilizantes. Una hermana de la víctima había contactado a Razetti porque deseaba querellarse en contra del sacerdote y su amante. Pero la querella no prosperó. El cura asesinó a su amigo y se colgó de un árbol, en el patio de la iglesia donde ejercía de párroco. Antes de ello, escribió una carta en la que confesaba su relación con Mariano. La historia parecía sin cabos sueltos y no era para pensar que alguien hubiera querido vengarse de Razetti por elaborar una querella que no llegó a presentar.
El segundo caso estaba relacionado con Octavio Manquilef, un joven mapuche asesinado a la salida del restaurante donde trabajaba. La policía declaró que se trataba de un asalto común y la Fiscalía no prestó mayor atención al asunto, hasta que Razetti, a solicitud del padre de la víctima, presentó una querella, aportando una serie de datos que parecían destinados a dar un giro diferente a la historia. Manquilef era oriundo de un pueblo próximo a Temuco y vivía desde hacía seis años en Santiago. Pertenecía a una comunidad mapuche que luchaba por recuperar sus tierras en el sur, ocupadas por empresarios madereros. Meses antes de su muerte, había realizado una denuncia a la policía por el seguimiento del que decía ser objeto de parte de hombres a los que podía identificar. Según unas notas que acompañaban la denuncia elaborada por Razetti, mi amigo había viajado a la comunidad donde vivían los padres de Manquilef. De ese viaje había regresado con la convicción de que los asesinos del mapuche eran los miembros de un grupo de guardias armados que trabajaba para los empresarios que deseaban mantener el usufructo de los bosques. Que este grupo extendiera sus tentáculos hasta Santiago era algo factible y por eso Razetti concluía su demanda solicitando pesquisas conducentes a revelar la identidad de los asesinos. Doblé el documento que acababa de leer y lo guardé en mi chaqueta.
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