Ramón Díaz Eterovic - La música de la soledad
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—¿Algo de interés? —preguntó Sanhueza.
—¿Mencionó Alfredo que hubiera recibido amenazas por investigar la muerte de Octavio Manquilef?
—Me habló de ese caso, pero no me dijo nada en especial, solo generalidades que no permitían formarse una opinión. Estaba interesado en el asunto, porque a su juicio existían antecedentes suficientes como para interponer una demanda.
—¿Sabe qué resultado tuvo esa demanda?
—Ni idea. Don Alfredo llevó las diligencias personalmente.
***
Me despedí de Sanhueza pasada la medianoche, después de compartir unas cervezas en un pequeño bar ubicado cerca de la avenida Matta. Caminamos hasta la calle San Diego y ahí nos despedimos. Yo seguí mi marcha hacia la Alameda, con la compañía de un cigarrillo y la intención de seguir leyendo los documentos apenas llegara a mi departamento. Los escritos encontrados en el computador parecían la radiografía de la locura soterrada que se anidaba en distintos sectores del país. Una de las demandas que más me impactó era la vinculada a un juicio de cuidado personal interpuesto en un tribunal de familia por el padre de un menor llamado Esteban Urzúa. El niño, de apenas diez años, se había fugado de la casa en la que vivía con su madre, una mujer que al correr de la lectura de la demanda daba la impresión de ser incapaz de cuidar a su hijo, el que luego de tres semanas de ausencia del hogar había aparecido en una posta médica, intoxicado por el consumo de pasta base y con una grave herida cortopunzante en el vientre. Razetti, con la ayuda del padre del niño y de una asistente social, había averiguado que el niño estaba vinculado al tráfico y consumo de drogas entre los integrantes de las barras que concurrían al Estadio Monumental. La madre de Esteban se había enterado de lo sucedido a su hijo tres días después de la atención del niño en la posta, cuando una pareja de carabineros llegó preguntando por ella a la oficina de corretajes en la que trabajaba. El padre quería hacerse cargo de su cuidado y según un comentario anotado al final del texto, Razetti pensaba que el asunto iba bien encaminado. Traté de encontrar en la historia algo que pudiera haber motivado la muerte de mi amigo y descarté esa posibilidad de plano.
Había otra demanda que intentaba establecer las responsabilidades de una pareja de comerciantes chinos en la muerte de un hombre encontrado en el sótano de un restaurante ubicado en avenida La Florida. El hallazgo del cadáver contó con la inesperada ayuda de un perro que acostumbraba a merodear por el sector y que se puso a ladrar frente a una ventanilla enrejada que comunicaba el sótano del restaurante con la calle. El quiltro ladró con tanta perseverancia que alertó a una pareja de vecinos que dos semanas antes habían visto salir a los chinos con destino al sur. Los vecinos llamaron a los detectives de la Policía de Investigaciones, los que luego de comprobar que a través de la ventana emanaba un olor putrefacto, obtuvieron la orden de un fiscal y entraron al restaurante. Los policías recorrieron las instalaciones y una vez en el sótano dieron con un cuartucho de poco más de cuatro metros cuadrados donde estaba el cadáver de un chino que, a primera vista, parecía haberse desangrado luego de cortarse la mano izquierda con un afilado machete. A la policía le costó una semana de pesquisas, hasta que dio con el testimonio de un vagabundo que dijo conocer al chino desde hacía algunos meses, y con quien, algunas noches, conversaba a través de la ventanilla. Se hicieron las pericias del caso y se pidió ayuda a unidades del sur del país para dar con el destino de los comerciantes, que pasaban sus vacaciones en un hostal próximo a Pucón. Entonces la historia adquirió la sordidez que Razetti exponía en parte de su demanda. El chino había entrado clandestinamente al país y los propietarios del restaurante lo mantenían encerrado bajo amenaza de denunciarlo a la policía. El hombre recibía una paga miserable, algo de comida y unas pocas horas de descanso que mediaban entre el último cliente noctámbulo y la llegada de un nuevo día. Según exponía Razetti en su demanda, era evidente que los dueños del restaurante habían sometido al cocinero a un trato miserable, y que este, desesperado por el encierro y la falta de futuro, había decidido quitarse la vida con el mismo machete que utilizaba en la elaboración de sus guisos.
Releí la demanda y concluí que la historia de los chinos tampoco era lo que buscaba.
El borrador de la última demanda fue el único que me hizo pensar en un motivo para eliminar a Razetti. El texto remitía a hechos ocurridos en el Estrecho de Magallanes y parecían sacados de un viejo volumen de cuentos de piratas, de la época de Drake o de los comienzos del siglo veinte, cuando en las aguas patagónicas navegaban pequeñas embarcaciones que saqueaban las bodegas de los barcos que naufragaban o quedaban al garete. Razetti mencionaba a un cúter que había salido de un puerto argentino transportando un embarque clandestino de oro, y cuyo propietario era un conocido político trasandino. El embarque debía llegar al Estrecho de Magallanes, donde sería traspasado a una nave de mayor tamaño que lo llevaría hasta puertos europeos. Sin embargo, y no obstante el secreto que solía rodear la operación, el cúter había caído en las manos de unos piratas modernos, que luego de vaciar sus bodegas y asesinar a sus cuatro tripulantes lo dejaron a la deriva. El cliente que había solicitado los servicios de Razetti era el hijo de uno de los tripulantes asesinados y su intención, según una nota del abogado, era agilizar la investigación policial, aparentemente estancada por falta de antecedentes o de presiones de sujetos interesados en que la historia de la embarcación pasara rápidamente al olvido. La tesis del cliente, avalada por las crónicas de un periodista argentino, era que la embarcación había iniciado su viaje con un quinto pasajero, quien habría sido el responsable de provocar una avería en el motor del cúter y así facilitar su abordaje por los tripulantes de otra nave. Las tesis mencionaba a una organización de militares chilenos en retiro que, al tanto del envío del oro, había organizado el robo. La demanda no mencionaban nombres de posibles responsables, pero se pedía al fiscal a cargo del caso que hiciera comparecer a un tal Altenor Guisada, antiguo soplón al servicio de la policía secreta de Pinochet, quien mientras bebía unas copas en un prostíbulo de Punta Arenas había dicho a sus ocasionales acompañantes que estaba al tanto de los detalles del robo. La infidencia del soplón llegó a oídos del hermano de una de las víctimas, el que viajó a Santiago a solicitar la asesoría de Razetti.
—Dinero y tipos con pasados turbios. Una combinación que bien pudo causar la muerte de Razetti —me dije antes de guardar el documento junto a los demás.
—No sería la primera vez que el pasado llega a golpear a tu puerta —creí oír que decía Simenon.
—Mis conocimientos sobre piratas se los debo a las novelas de Salgari.
—Pero tienes experiencias en tipos turbios y oscuros.
—¿Será el caso del oro el más indicado para empezar a investigar?
—A mí que me registren. Tú eres el detective de la casa, Heredia.
—Pero tendrás algo qué decir.
—Cuando las cartas no son buenas, es mejor esperar las primeras escaramuzas del juego.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Que no es conveniente tirarse a nadar en la primera poza que aparece en el camino.
—¿Cautela?
—Dale tiempo al tiempo, Heredia —dijo Simenon.
5
Fragmentos de vidas golpeadas por el infortunio o la maldad, posibles misterios, revelaciones sobre existencias reducidas a papeles que en algún momento habían dado sentido a la existencia y el trabajo de Razetti. Cargué a Simenon entre mis brazos y caminé hacia la ventana que da a la calle Aillavilú. Un pequeño espacio de ciudad convertido en guarida de narcotraficantes y administradores de cafés con piernas. Estaba cansado de registrar los cambios de la calle y prefería mirarlos de reojo. Ver lo justo y necesario para seguir recorriendo un barrio anclado en mi memoria y en un pasado cada vez más irreal.
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