La virtud comunicativa de Rosalía es más admirable en esta época donde la vida se precipita a velocidad desesperada rumbo a una conclusión nada prudente o misteriosa, a una especie de excusado metafísico sin límites precisos. Me pregunto, solo con el fin de amargarme: ¿para qué insistir en parlotear cuando es más honroso esperar el desenlace en silencio? Bueno, en primer lugar, nadie está esperando el desenlace, ¿de qué desenlace estamos hablando? Además, si uno habla es porque tiene miedo, y no hay nada más que discutir.
Casi todo aquí en el Distrito Federal carece de misterio, e incluso los papeles que vuelan empujados por el viento carecen de halo melancólico: son basura que va de un lado a otro, pero que siempre se queda en el mismo lugar. Es la basura más conservadora del mundo. El ruido es aterrador, como si diez millones de moscas zumbaran en cada esquina, y dejaran el cemento embarrado de huevecillos blancos, como, me imagino yo deben ser los huevecillos de las moscas: ¡estoy casi seguro de que son blancos! Las construcciones coloniales sostenidas en muros de tezontle que dieron casa a virreyes y cortesanos en las centurias pasadas no parecen representar ya un tiempo glorioso: se han transformado en bancos y casas de crédito. Al menos el dinero no ha cambiado de manos: durante la colonia lo poseían los virreyes, ahora los banqueros. Por otra parte, los edificios que procuró la época revolucionaria son un estorboso conjunto de túmulos que cierran el paso a quienes tienen prisa: malditos rinocerontes, piensa la gente. “El concreto es la letra, el verbo de la arquitectura contemporánea”, así pensaban los arquitectos entonces, e inspirados en estas palabras erigieron una estación de bomberos en la calle Revillagigedo, una central telefónica, en Victoria, un enorme frontón en La Tabacalera, y un edificio de seguros frente al Palacio de Bellas Artes.
Cuando fui niño mi padre me llevaba a montar bicicleta en la explanada que rodea el monumento a la Revolución y en uno de cuyos perfiles está el frontón recién nombrado, pero esas imágenes, necesariamente conmovedoras, oscurecen cuando recuerdo que a la sombra de este edificio se han realizado discursos de mala humanidad por parte de políticos y caudillos; como si el discurso de estos caudillos carcomiera las piedras o las oscureciera como hace el humo de los automóviles que a diario circula alrededor de la plaza. Cuántos asesinos han paseado sin prisa por allí, acaso meneando orgullosos un puro Cohiba entre los dedos, bajo el sol de esa hermosa explanada, haciendo rechinar sus zapatos lustrosos. Cuántas hermosas mujeres se han detenido a media mañana bajo la sombra del monumento para descansar unos instantes mientras prosiguen su camino hacia la avenida Reforma.
Recargado en el muro del antiguo frontón México, un franelero mira durante las tardes, cuando ya el sol comienza a retirarse, a esas mismas mujeres caminar ya sin sazón, medio jorobadas, hartas de su rutina. La misma Rosalía debió atravesar la plaza alguna vez con su paso venturoso y preciso, ocupada su mente en hacer sumas o en repasar el encabezado de un periódico vespertino. En ocasiones la imagino caminar encima de los muertos deteniendo sus pasos en cada osamenta para mirar, nunca temerosa, las cuencas de unos ojos que desde hace siglos esperaban verla pasar. ¿Qué voy a hacer con mis metáforas y remembranzas? Tengo un jodido cementerio dentro de la cabeza.
Se estaba bien en la cervecería Zacatecas, sobre todo después de haber concluido una intensa caminata. Rosalía decidió que un paseo por el barrio de Santa María la Ribera nos levantaría el ánimo. No tuve inconveniente, me calcé los zapatos más cómodos y me puse a su entera y total disposición. Después de vagar sin rumbo, admirar la casa donde había nacido Mariano Azuela, encontrar la casa del Dr. Atl, visitar la fundación Matías Romero y rodear varias veces la alameda, acordamos tomar un descanso. Atropellado por el entusiasmo de mi mujer no me atreví a comentar que varias generaciones de mi familia habían vivido en esta colonia. Mi bisabuelo trabajó con los hermanos Flores, fundadores del fraccionamiento de Santa María la Ribera, fue un magnífico administrador, puesto que le permitió adueñarse de varios predios. Su hijo, es decir mi abuelo, se contrató durante un tiempo como administrador de la fabrica de chocolates La Malinche, pero antes de consolidar su carrera conoció a una corista francesa que le vació los bolsillos. Su hijo, es decir mi padre, heredó una casona ordenada alrededor de un hermoso solar, además de otras que rentó a familiares. Estos parientes lo veían como a un salvador, pero cuando mi padre intentaba cobrarles o aumentarles la renta no lo bajaban de un despiadado usurero: no era ni una cosa ni la otra.
–Leí Los de abajo en la secundaria, como todo el mundo, ¿o no? –dijo Rosalía.
–Sí, yo también.
–A mi madre le extrañaba verme siempre llevando un libro para todos lados, no me hacía comentarios al respecto, pero imaginaba que las cosas no estaban en su sitio –Rosalía recargaba los codos sobre la mesa y entrecruzaba sus manos.
–Me imagino que no erraba en sus presentimientos, querida Sor Juana.
–Sí, por supuesto. A ella le gustaba la música. Ponía un disco en las mañanas y bailaba. Cuando dejó de hacerlo se murió.
–Si renuncias a la música que te ha acompañado en la vida es que estás diciendo adiós –añadí, dramático. Preferí no mencionar que eso mismo había sucedido con mi madre.
–Estás diciendo adiós –repitió para sí Rosalía.
–Nada menos.
–Cuando te conocí, en Tijuana, pensé que eras un conocedor de libros, un bibliófilo, pero veo que…
–No puedo leer como antes, me distraigo.
–Sí, ese es tu problema, la falta de concentración y dedicación.
–No me parece un problema, ¿cómo puede una persona concentrarse? –dije. El mesero, un hombre gordo y sonriente puso encima de la mesa dos cervezas más.
–Para leer se requiere concentración.
–Hace varios meses compré una novela solo para enterarme por qué una obra a la que un escritor ha dedicado toda su sabiduría se remata a mitad de la calle en diez pesos.
–Debió ser malísima.
–No, de ninguna manera, se llama Una soledad demasiado ruidosa.
–¿Quién la escribió?
–¿Vamos a seguir buscando edificios famosos?
–Sospecho que te has cansado.
–Estoy cansado, déjame esperarte en la cervecería.
–Bueno, pero no te emborraches. Qué mala compañía eres, Orlando.
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