Guillermo Fadanelli - Malacara

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Lo primero que podría decir acerca de Orlando Malacara – el personaje que da orden y caos a esta novela— es que su pasatiempo favorito es ocultarse. Ni siquiera podría afirmar que es un pasatiempo, sino algo más importante o trascendente: una necesidad. En el hecho de esconderse y espiar encuentra placer, y cuando aparece a la luz pública lo hace con el único fin de simular ser una persona normal y no despertar sospechas. Lleva su pudor a grados enfermizos y su afición principal es merodear desde la ventana de su casa, ubicada en los linderos del barrio de Tacubaya: curiosa forma de observar el movimiento del mundo."Cuando escribí
Malacara temí que el personaje central fuera solo un espejo de mis obsesiones y de mi caótica historia individual. Si bien mis novelas han sido el reflejo deformado y simbólico de mis sentimientos, pasiones o experiencias, ello no significa que estas obras me sean totalmente ajenas y que, en ocasiones, parezcan haber sido escritas por una mano impulsiva que desconozco y que no me corresponde. Entre un escritor y su obra no hay unidad; más bien reina el caos, el azar y una multitud de voces desconocidas y sorprendentes que nos empujan a adentrarnos en un espacio de locura y delirio compartidos.
Malacara es muestra o ejemplo vivo de esta aventura literaria." Guillermo Fadanelli"Durante muchos años, la abyección ha sido su tema más socorrido, la provocación su principal motor y el underground su ambiente privilegiado. No me refiero únicamente a sus relatos y novelas, sino también a esa personalidad que lo ha convertido en una figura emblemática de la Ciudad de México contemporánea." Guadalupe Nettel «Una endiablada habilidad para cincelar un universo corrosivo y lacerante.» Ricardo Baixeras

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Niñas: Roxana, Carmela, Ana Robles (tartamuda y muy bella), la gorda Graciela, Ana Bertha (mis compañeros le decían cola abierta) y Blanca, la mayor de todas, alta, autoritaria. Tengo la incómoda certeza de que desde mis primeros días en la escuela primaria me convencí de un hecho que marcaría mis posteriores temporadas escolares: mis padres me habían enviado a esa escuela para sostener una guerra continuada con los hijos de otros hombres. ¿Si no, entonces por qué ese obtuso número de caras, estaturas y apellidos tan distintos entre sí? Cuando utilizo la frase me convencí, no me refiero a un conjunto de operaciones lógicas que preceden a determinada conclusión, no, ¿cómo voy a querer decir tamaña pedantería? A mis diez años sabía cosas sin necesidad de ampararme en ningún razonamiento. Simplemente las sabía, y ya. Supe entonces que por causas ajenas a mi entendimiento me encontraba en pie de guerra, aun sin haberme involucrado en peleas o discusiones abiertas, con mis compañeros. Y pese a no saber hoy tanto como sabía de niño, y desconocer las razones por las que un hombre que ha vivido alrededor de cuatro décadas sabe tan pocas cosas acerca del mundo, he encontrado motivos más que suficientes para justificar aquella guerra. Después de todo tanto mi nombre, Orlando, como mi apellido, Malacara, podrían ser aceptados como buenos augurios en un campo de batalla. En efecto, no creo ser un hombre distinto al niño que reñía con otros párvulos por cualquier motivo. Mi rostro ha tomado ciertos cauces imprevistos, pero en esencia creo poseer el mismo gesto temeroso de esos primeros años escolares.

Recuerdo claramente que, durante mi segundo año de primaria, me enamoré –preludio del romántico anciano en el que me convertiré en un par de décadas– de las armoniosas y pródigas piernas de mi profesora. Pronunciar su nombre, Carmen, profesora Carmen, señorita profesora Carmen, me transporta a ese pupitre de madera oloroso a lápiz, cartoncillo, goma y pegamento donde so ñé por primera vez con una mujer mayor. ¿Qué tan mayor?, no lo sé, pero aun si mi profesora hubiera sido una adolescente yo la recuerdo desde el presente como una mujer de veinticinco años coronada por un peinado abombado, negro, abundante. Carmen se parecía tanto a Elsa Aguirre que me gustaría preguntar si Elsa Aguirre, esa belleza cínica e imbatible, no fue maestra de primaria antes de ser actriz. Sí, era un timorato menor de edad, pero ya desde aquellos días me hipnotizaban las piernas femeninas. Si uno viniera al mundo solo a mirar y acariciar las piernas de las mujeres yo me sentiría bastante satisfecho y estoy seguro de que renunciaría a toda clase de especulaciones éticas o bienes terrenos: es una exageración y hasta un piropo vulgar reconocerlo, pero siento placer al decirlo.

Me sentaba frente a mi maestra, justo en el pupitre delante de su escritorio y me concentraba en sus tobillos, ajeno a las oscuras lecciones que Carmen nos ofrecía con la noble tranquilidad de una mujer samaritana. Ninguna división de tres guarismos resultaba importante cuando frente a mí se manifestaba la belleza concentrada en esos tobillos torneados, cubiertos de vellos dóciles y solo perceptibles para mis ojos y mi hambre de cernícalo. Lo tengo que decir: en cuanto veo a una mujer hermosa sé de inmediato para qué vine al mundo, como lo sabe cualquier armadillo cuando mira correr entre los prados a la señora armadillo envuelta en su caparazón tornasolado. ¿Cómo podía Carmen creer que al mostrar, descaradas, esas piernas, podíamos concentrarnos los niños en las su mas de tres dígitos? Acaso seis más tres, pero nunca una suma de trescientos más ciento cuarenta y cuatro. Esa honrosa distracción de párvulo continúa afectándome cuando converso con una mujer de piernas agraciadas. En cambio, tratándose de otros temas he mudado de parecer millones de veces y mis ideas al respecto no se mani fiestan más que como el preámbulo de otras ideas las cuales en el futuro serán completamente diferentes. Un ejemplo: en mis años veinte sufrí inclinaciones hacia al anarquismo, pero en cuanto el tiempo transcurrió me volví un socialista moderado que desembocó después en un pesimista melancólico que en breve se transformó en un loco que, si pudiera, ordenaría más de un fusilamiento. Hoy no tengo convicciones a la mano para persuadirme de casi nada, y mis ideas han perdido su columna vertebral: ¿se puede sembrar trigo pensando de esta manera?, no, por supuesto, la única manera de sembrar trigo y sobrevivir es teniendo un pensamiento más o menos campesino o inocente. Así que a olvidarse de los fusilamientos y de perpetrar crímenes en nombre de alguna causa. Ahora, consecuencia de mis traumáticas experiencias, sé que para modificar mis convicciones solo necesito que el tiempo pase. Quiero pensar que si los hombres poseen ideales es porque no vivirán más que unos cuantos años. De lo contrario no se harían los importantes: miserables e imbéciles mortales, migajas pretenciosas, veo ya en su cara el ajetreo de los gusanos. Si un ser llamado Orlando Malacara puede responder a su nombre, no es de ninguna manera a causa de que posee un pensamiento o cerebro capaz de hacer de su nombre una entidad singular: Orlando Malacara existe porque, como las semillas de tantas plantas silvestres, germinó a orillas de un camino arcilloso que bien pudo estar en Marsella o en los confines de las hermosas tierras riojanas.

ACUSACIÓN

Como cualquier persona mediocre y sustituible temo que la paz momentánea que reina en mi casa sea destruida en un momento inesperado. Es esta la razón que me hace temblar cuando una visita espontánea e inesperada toca a mi puerta. ¡Esto es lo más ingrato que puede sucederme! No se me puede convencer de que pese a los supuestos progresos humanos continuemos propinando violentos golpes a las puertas como simios impacientes que exigen entrar o salir de sus gavias. Así sucedió en un mayo pasado cuando varios estrepitosos coscorrones cimbraron la puerta de mi domicilio. Habito el número veintiséis de la calle Ciencias en una casa que, a simple vista, podría pasar por una bodega desvencijada, pero que una vez salvada la puerta es cómoda e incluso podría considerarse refinada.

La casa conserva candiles de araña en las recámaras y en el comedor, candiles que de tan viejos se han convertido en novedad para la moda. Ojalá sucediera lo mismo conmigo y que todas las jóvenes del mundo voltearan a mirar a este polvoso candil fabricado en industrias Malacara. Cuando abrí la puerta me enfrenté a tres hombres que me observaban plenos de una curiosidad no disimulada. Pese a que en sus gestos asomaba una ridícula fiereza, husmearon en mi persona, como si se tratara de un trío de curiosas mujeres de lavadero: tenían la intención de intimidarme, pero no lo hicieron porque una vez que me decido a abrir la puerta lo menos que espero es una lluvia de puñaladas o culatazos: si abro la puerta lo menos que espero es la muerte y si no es la muerte quien me visita entonces ni el mismo cristo sangrante puede impresionarme.

Los hombres vestían de manera informal, suéteres baratos, pantalones discretos y solo uno de ellos usaba anteojos. A primera vista me parecieron simples ciudadanos que el día de las elecciones para gobernador se levantan de su cama a depositar su voto en las urnas. Mi primera apreciación fue equivocada, aunque en seguida comprendí cuál era su función en la sociedad: representar la figura utópica de agentes judiciales. A su lado, dos ancianas hurgaban en mi persona como si jamás hubieran tenido la oportunidad de observar moluscos a tan corta distancia. La causa de la visita se debía a que una de estas mujeres afirmaba haberme visto golpear a un hombre hasta el extremo de causarle la muerte. Pese a la contundencia de las acusaciones el testimonio de dos octogenarias causaba serias dudas en la policía. Antes de enviarme un citatorio o aprenderme, los judiciales decidieron hacerme una breve visita.

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