Guillermo Fadanelli - Malacara

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Lo primero que podría decir acerca de Orlando Malacara – el personaje que da orden y caos a esta novela— es que su pasatiempo favorito es ocultarse. Ni siquiera podría afirmar que es un pasatiempo, sino algo más importante o trascendente: una necesidad. En el hecho de esconderse y espiar encuentra placer, y cuando aparece a la luz pública lo hace con el único fin de simular ser una persona normal y no despertar sospechas. Lleva su pudor a grados enfermizos y su afición principal es merodear desde la ventana de su casa, ubicada en los linderos del barrio de Tacubaya: curiosa forma de observar el movimiento del mundo."Cuando escribí
Malacara temí que el personaje central fuera solo un espejo de mis obsesiones y de mi caótica historia individual. Si bien mis novelas han sido el reflejo deformado y simbólico de mis sentimientos, pasiones o experiencias, ello no significa que estas obras me sean totalmente ajenas y que, en ocasiones, parezcan haber sido escritas por una mano impulsiva que desconozco y que no me corresponde. Entre un escritor y su obra no hay unidad; más bien reina el caos, el azar y una multitud de voces desconocidas y sorprendentes que nos empujan a adentrarnos en un espacio de locura y delirio compartidos.
Malacara es muestra o ejemplo vivo de esta aventura literaria." Guillermo Fadanelli"Durante muchos años, la abyección ha sido su tema más socorrido, la provocación su principal motor y el underground su ambiente privilegiado. No me refiero únicamente a sus relatos y novelas, sino también a esa personalidad que lo ha convertido en una figura emblemática de la Ciudad de México contemporánea." Guadalupe Nettel «Una endiablada habilidad para cincelar un universo corrosivo y lacerante.» Ricardo Baixeras

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–Te sugiero que te concentres y escuches lo que el médico va a decirte, es un médico, no un filósofo.

Rosalía me dictaba lecciones de comportamiento. Castellanos Mont era uno de los amigos más cercanos a su padre y no se hallaba dispuesta a hacerme concesiones ni a permitir que mis tribulaciones se expresaran de forma poco diplomática.

–En unos momentos el tal Castellanos Mont se convertirá en mi peor enemigo.

–¿Lo ves? En ese caso déjame hablar a mí, diré que eres mudo.

–No tienes necesidad de inventar esa tontería. Los médicos dan por sentado que los pacientes somos mudos. Ellos no escuchan, solo miden aquí y allá, como los sastres.

–¿Y ahora qué? ¿Vas a fundar el sindicato de los pacientes despreciados? Estás enfermo, ¿puedes remediarlo? No, por supuesto. Entonces guarda silencio cuando no te pidan opinión, escucha y atiende las recomendaciones del médico.

–Estaré callado, no te preocupes, pero no puedes negar que los sastres son más amables que los médicos.

–Mira, el consultorio está en ese edificio –Rosalía señaló con el dedo un elegante condominio de seis pisos.

De pronto me vi envuelto en un batón medio desteñido, sentado en una camilla de modo que mis pies desnudos no llegaban al suelo. Aún no sé por qué razón mis pies desnudos no tocaban el suelo si toda mi vida he sido considerado un hombre de apreciable estatura. No tengo idea, mas recuerdo que, no obstante mi esfuerzo, me resultaba imposible rozar siquiera el piso de esa habitación. He llegado a pensar que el médico elevaba la camilla para humillar aún más a sus pacientes. Hubo un momento en que tanto mi mujer como el doctor charlaron acerca de mí como si fuera yo incapaz de expresarme por mí mismo. Ella dominaba, no sin cierta gracia natural y nada impostada, el tema de mis constantes mareos y de mis abruptos cambios de presión, los cuales desembocaban en tediosas jornadas en cama. Era excitante escucharla disertar sobre mis dolores más íntimos. Lo hacía con tanta gracia, como si no le causara pesar.

El médico, atento como estaba a las palabras de mi mujer, ni siquiera reparaba en mí. La voz de Rosalía se tornaba más suave cuando abusaba de los diminutivos. No he conocido a una mujer capaz de pronunciar vasito o platito con tanta simpatía. El solo hecho de llamar a un dolor dolorcito fungía ya como un remedio para el enfermo. Y, sin embargo, los diminutivos no amainaban su mal humor, ni sus repentinos ataques de cólera. Cuando esto sucedía, no había esperanzas de volver a la calma. Es conocimiento común saber que las mujeres se enojan de verdad y que cuando lo hacen el mundo se estremece de miedo. Si un hombre entra en cólera puede que estrangule a un ser humano, pero si una mujer se enoja verdaderamente provoca que la creación parezca un acto estúpido. Es aterrador cuando sobreviene ese momento en que las mujeres pierden el control y comienzan a romper cosas o a lanzarlas contra la pared. Mi madre lanzaba platones de fideos en dirección a la cabeza de sus hijos, lo mismo que sus hermanas y sus tías y sus abuelas. Todas las mujeres que he conocido tienen un brazo de pitcher en potencia y no dudan en utilizarlo cuando las condiciones lo ameritan. Los fideos van por los aires ante a la aterrada y azorada mirada masculina. Cada objeto destruido por la furia femenina es símbolo de una paz que no logra mantenerse en pie: todo se cae a pedazos. Si te atacan con un arma, aun cuando no te lastimen físicamente, nadie te salvará de esa imagen tan desconcertante. ¡La vida deseando aniquilarte! La vida arrepentida de haber arrojado a un ser como tú en esta tierra.

Volviendo al asunto del consultorio, no hubo necesidad de establecer un diálogo porque el doctor Castellanos no se mostró interesado en saber si contaba yo con opiniones acerca de su diagnóstico. Le importaba un pepino. La verdad es que me sentía muy complacido de que tanto mi mujer como el médico se portaran como seres educados y conversadores y no me incomodó que ella olvidara mencionar los ligeros temblores que se apoderaban a veces de mí en la madrugada. Era hasta cierto punto necesario mencionar los temblores en cuanto nada como ellos me causaba tanto temor a la muerte, pero no deseaba interrumpir aquella animada charla entre Rosalía y Castellanos Mont.

Comúnmente los temblores a los que aludo se apoderan de mí ya un tanto entrada la noche, cuando las televisoras, además de sus infomerciales obtusos, comienzan a transmitir películas de vaqueros o de policías rurales mexicanos. En cuanto aparecía en la pantalla el rostro de Mario Almada sabía que me encontraba en medio de una noche tormentosa y que ni el más astuto alguacil podría remediar con sus proezas la incertidumbre de mi estado físico. Cuando los estertores se tornaban más intensos comenzaban mis preocupaciones. ¿En qué condiciones encontraría el cadáver mi mujer la mañana siguiente? Las personas no se detienen a pensar demasiado en estas cosas, no le encuentran sentido: finalmente el cuerpo sin vida será problema de los vivos que deberán hacer serios esfuerzos a la hora de abandonar el fiambre en un lugar adecuado. Si Rosalía me encontrara sobre mi cama en posición fetal, seguramente pensaría que había pasado frío en la madrugada. Ni siquiera su corazón de ardilla podría advertir que ese hombre enconchado en su propio cuerpo la había palmado en algún momento de la noche. Rosalía tendría que soportar, además de un cuerpo tieso, un olor que en vida me cuidé mucho de expeler. Cómo me incomodaba pensar que justo en el momento de la muerte mi rostro adquiriría un rictus funesto cuya imagen mi mujer tendría que conservar en su mente para siempre: nunca sus sentidos se habrían visto tan estimulados como cuando su hombre se convirtiera en una cosa sin vida.

–Rosalía, he estado pensando que una mujer de tu carácter no debe tener ningún inconveniente en vestir a un cadáver.

Ella se encontraba sentada en la mesa del comedor haciendo sumas en una libreta. A juzgar por su rostro la suma parecía favorable.

–¿Qué? ¿Un cadáver, dices? No entiendo.

–¿Te preocupa la edad?

–Me atemoriza llegar a vieja, pero en treinta años seré una anciana; no deseo enfermarme, pero me enfermaré, no me importa, ¿por casualidad tienes una sumadora?

A las mujeres bellas debería permitírseles todo, incluso matar. Rosalía me dio largas temporadas de sosiego sin saber qué recibiría ella a cambio. Es inquietante pensar que han existido personas cuya muerte las sorprende sin saber si recibieron algo a cambio de sus esfuerzos, pero me consuela reconocer que tal diatriba sucede con casi todos. ¿Qué recibió mi padre a cambio de su esmerado trabajo, sino un hijo estúpido que incluso le escatimó la admiración que debe mostrar todo vástago ante la figura de un padre laborioso? Creo, a expensas de sentirme culpable, que Rosalía todavía no está segura si ha recibido de mí algo valioso para presumir en los años venideros.

He escuchado a casi todas las madres afirmar que, durante su juventud, gozaron de partidos interesantes los cuales despreciaron debido a su inexperiencia. Así también presumía mi madre; llevaba consigo un rosario de pretendientes cuyos atributos recitaba a la menor provocación: todos estos supuestos candidatos a su amor habían sido más guapos e interesantes que mi padre, todos ellos más varoniles, sensibles, cultos y trabajadores. Como nadie puede desmentir a las madres entonces ellas romantizan exageradamente al respecto e inventan incluso lo que fue cierto. Las mujeres tienen cientos de pretendientes en su juventud, pero se casan con el único que les estropea la vida. ¿No es esta una paradoja de lo más idiota? Siempre es así, sin embargo ¿qué podría rescatar Rosalía de mi persona cuando me describiera frente a una hipotética hija veinte años más tarde? Probablemente mi fingida serenidad o mi cortesía, pero es imposible saberlo porque lo más probable es que dentro de veinte años Rosalía recuerde de mí solo detalles anodinos y poco dramáticos. Le contará a su hija que su antiguo amante se engullía los gajos de mandarina sin escupir las semillas. ¿Cómo era posible que se tragara enteros los huesos de naranja? Su sorpresa estará bien justificada porque mi estómago ha debido soportar a lo largo de su vida cantidades inmensas de semillas de mandarina.

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