Guillermo Fadanelli - Malacara

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Lo primero que podría decir acerca de Orlando Malacara – el personaje que da orden y caos a esta novela— es que su pasatiempo favorito es ocultarse. Ni siquiera podría afirmar que es un pasatiempo, sino algo más importante o trascendente: una necesidad. En el hecho de esconderse y espiar encuentra placer, y cuando aparece a la luz pública lo hace con el único fin de simular ser una persona normal y no despertar sospechas. Lleva su pudor a grados enfermizos y su afición principal es merodear desde la ventana de su casa, ubicada en los linderos del barrio de Tacubaya: curiosa forma de observar el movimiento del mundo."Cuando escribí
Malacara temí que el personaje central fuera solo un espejo de mis obsesiones y de mi caótica historia individual. Si bien mis novelas han sido el reflejo deformado y simbólico de mis sentimientos, pasiones o experiencias, ello no significa que estas obras me sean totalmente ajenas y que, en ocasiones, parezcan haber sido escritas por una mano impulsiva que desconozco y que no me corresponde. Entre un escritor y su obra no hay unidad; más bien reina el caos, el azar y una multitud de voces desconocidas y sorprendentes que nos empujan a adentrarnos en un espacio de locura y delirio compartidos.
Malacara es muestra o ejemplo vivo de esta aventura literaria." Guillermo Fadanelli"Durante muchos años, la abyección ha sido su tema más socorrido, la provocación su principal motor y el underground su ambiente privilegiado. No me refiero únicamente a sus relatos y novelas, sino también a esa personalidad que lo ha convertido en una figura emblemática de la Ciudad de México contemporánea." Guadalupe Nettel «Una endiablada habilidad para cincelar un universo corrosivo y lacerante.» Ricardo Baixeras

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–¿Has tomado el encendedor que tiene forma de granada? –me cuestionaba, sus ojos encima de mí.

–No, ¿cuál encendedor?

–El encendedor en forma de granada que estaba sobre el escritorio de tu padre. No ha habido nunca en esta casa, ni creo que jamás lo habrá, un encendedor en forma de granada, así que sabes bien a lo que me refiero.

–Yo no sé cómo usar una granada.

–No es una granada, es un maldito encendedor. ¿Que hiciste con él?

Imaginando una explosión sideral lo había yo estrellado contra la pared, como lo habría hecho cualquier niño que, de pronto, se viera con una granada real en las manos, ¿pero tenía que confesar tamaña estupidez? Los restos del artefacto aquel se hallaban ocultos, enterrados bajo unas baldosas de barro donde mi madre jamás los encontraría. No sé si habría comprendido el hecho de que yo sabía perfectamente que la granada era artificial, pero que aún así no podía haber dejado de lanzarla por los aires.

–Sé bien lo que hiciste, la tomaste para jugar con ella y la rompiste.

–No, mamá. Estás equivocada.

En cualquier caso, y haciendo a un lado los hechos, las raíces de los deseos que me acosan tendría que buscarlas en una entidad que no pueda ser juzgada, sino que en sí misma sea o parezca incuestionable. Una infinidad de argumentos absurdos se evitarían solo con decir: “Un Dios omnipotente me dio permiso de matar a este desgraciado”; podrían evitarse, sí, pero el resultado no sería benevolente porque estos argumentos absurdos representan nada menos que la paz. ¿Y la locura? No, de ningún modo, los locos no son dioses. Los locos están en otro lado, pero no son dioses ni tampoco guardan parecido entre ellos: no podrían hacer un sindicato de locos que parecen dioses o de locos que se asemejan entre sí. Me defiendo: uno puede ser responsable de asesinar a un hombre, pero nadie lo es de querer matar a una persona. ¿Qué clase de tontería es esta? Que yo no soy culpable de lanzar la maldita granada, la granada estaba allí, broncínea, cuadriculada, impúdica sobre el escritorio de mi padre.

Ninguno de mis deseos me pertenece por entero; del mismo modo que no encuentro una explicación venturosa para la mayoría de mis erecciones, tampoco creo que exista una razón decorosa para justificar el resto de otras reacciones corporales. Estoy delirando, mas es inevitable. Si mis erecciones no siempre culminan en el coito ¿por qué mis deseos de matar habrían de terminar en un crimen? ¿Para qué carajos tiene uno que llegar al exceso del crimen? Si solo basta con darle vueltas al asunto para caer exhausto, incapaz de levantar la mano en contra de una persona. Puesto en palabras distintas: he sido poseído por una voluntad extraña y muy superior a mis fuerzas, como si el semblante místico de una monja se hubiera apoderado de mí para postrarme a los pies de su señor: “El señor te necesita”, me dice a los oídos una voz dulcemente asesina.

“Y hágase bien el mal”, me recuerda con voz sigilosa Fernández de Moratín.

Presiento que mis deseos son consecuencia del estúpido comportamiento de un ser que no me interesa conocer a conciencia, un dios cuya única virtud es equivocarse siempre. Mi familia fue católica de sobrenombre, pese a que mi abuela nos leía en las tardes el catecismo del padre Ripalda; si de algo sirve, deseo agregar, en defensa del catolicismo superficial de mi familia, que casi todos fueron samaritanos, buenas personas y que el único mal que llegaron a hacer se lo hicieron a sí mismos. De niño acompañé a mi abuela a misa y puse atención en las palabras del sacerdote, o curita Santiago como le decían las integrantes de La Vela Perpetua entre las que se encontraba mi abuela; también jugué futbol en el atrio después de la hora de catecismo que los viernes era indispensable tomar. Y luego de toda esa bochornosa tomadura de pelo, no me interesa recibir noticias acerca del ser que da vida a mis propios actos, porque ver la cara de un poderoso solo puede causarme dolor estomacal: el poderoso es sinónimo de la más burda escoria, lo es, sí señor, y nuestra vida debería tener como más noble propósito ocultar nuestros poderes, sean estos de la índole que sean: ¿ha existido alguna vez el pudor? No lo creo, pero si existiera sería un bien de valor inestimable, al menos sería un valor más alto que exhibirse y hacerse el baladrón. Así las cosas, desde mi posición de falso católico, cínico espurio y asesino timorato procuro no insistir demasiado en indagar la verdad o mirar hacia las nubes en busca de respuestas. Como si decidiera vestir el atuendo de un bufón anacrónico, permito que mis impulsos se expresen sin preguntarme acerca de su valor y, en caso de remordimientos por los actos cometidos, me tranquilizo pensando que un día estaré bien muerto.

CANICAS NEGRAS

Es cierto, carecí de hermanas, solo una que no salió del vientre, ¿pero creerle esa historia a mi madre? Acaso por eso deseo dos mujeres dentro de mi recámara, dos hermanas, su ropa interior cerca de mí, sus pies friolentos, tibios como los de Rosalía, un poco más fríos los de Adriana. Y luego dedicarme a ahuyentar a los lobos, observar sus mandíbulas babeantes empañar la ventana, disparar, clausurar la puerta, los postigos, pelear incluso contra ellas, mis hermanas, es decir, todas las mujeres que insisten en amar a otros hombres. ¿Y si solo matando a otros se ganara el cielo? No existen pruebas de lo contrario. Los ejércitos de cruzados que atraviesan el océano o las cordilleras escarpadas para hacer el bien no son más que unos brutos obcecados. No van a ganar el cielo ni la tranquilidad espiritual, acaso tres comidas al día y un techo mientras llega el día en que los maten. En los recuerdos de mi infancia aparece la figura de un niño que exhibe sus orejas pequeñas y demasiado libres, un niño que culpaba a sus compañeros de clase por realizar actos que nacían solo en su propia imaginación. No concebía ninguna idea si al mismo tiempo no se revelaba en mi mente, dibujada por una refinada maestría, la cara de un responsable. Estas maquinaciones infantiles, concebidas o preparadas con la minucia propia del haragán, me ganaron respeto por parte de mis compañeros que, medrosos y precavidos, procuraban mantener buenas relaciones conmigo, pese a no serles yo un ser simpático. No soy simpático, lo sé, pero si existiera un dios al que agradecer esta ausencia de simpatía lo haría todos los días armado de una puntualidad religiosa; el simpático atrae más moscas que la boñiga, es un huevo de gallina que se bambolea frente a la mirada del tejón, un chocolate dulzón, carajo, en resumidas cuentas los simpáticos deberían ser todos conducidos a la horca.

Me puedo recordar cubierto de ese pelo lacio, tan negro como el zapote, hurgando y desafiando por medio de la mirada el bovino semblante de mis compañeros de clase. Sí, es mi apreciación, pero ¿quien puede rebatir la sensación de que me hallaba en medio de un rebaño? Ellos, los bovinos, aprendían de la afinada maestra, pero yo, en cambio, aprendía de ellos porque mis compañeros de clase, quietos, modosos, escandalosos a ratos, eran nada menos que la vida. Tiempos de escuela primaria cuando los niños son arrojados a la corriente del río sin saber nadar. Mi escuela llevaba por nombre Pedro María Anaya en homenaje a un general que había enfrentado sin éxito a los catorce mil norteamericanos que, a mitad del siglo diecinueve, entraron a la Ciudad de México, comandados por el general Scott. El edificio escolar se encontraba frente a un parque de árboles escasos, altos, tristones donde vagué y deshilvané las horas durante casi todas las tardes de mi niñez. Nuestro gobierno había ordenado construir decenas de escuelas similares a lo largo de toda la ciudad: inmensos solares de cemento fisurado, rodeados de amplios salones que habrían de recibir a los hijos del pueblo. Estos cabrones hijos del pueblo, Gonzalo, Rafael Bobadilla, Édgar Celiz, los hermanos Alfaro, Linares, mis compañeros todos, no acertaban a descubrir en qué consistía exactamente mi talento, pero tratándose de animales intuitivos presentían que debían andarse con cuidado, ya que sin desearlo podían verse involucrados en sucesos bastante bochornosos e inconvenientes para ellos. Como aquella mañana de lunes patrio cuando la con serje encontró el cuaderno de mi compañero de banca encima de un retrete destinado a las niñas: un cuaderno tatuado por el nombre de Rutilo Carlón en la portada. El hecho habría pasado más o menos inadvertido si no se hubiera corrido el rumor de que las niñas eran espiadas cuando se encontraban en posiciones íntimas dentro del baño. Espionaje de tan grandes dimensiones se habría evitado si las autoridades del colegio hubieran tomado conciencia y permitido a las niñas orinar al descampado y a la vista de todos, pues a todas luces es un despropósito confinar a las niñas a un galerón cuando los varones no cesaban de imaginarlas desnudas y en toda clase de posiciones. Ya una de ellas había descrito el color de las pupilas de un mirón aludiendo a unas canicas negras que centelleaban maliciosas y voraces. Debido a la imaginación de esta niña, sus compañeras veían ojos como canicas negras cada vez que se sentaban en el retrete, y en algunos casos acompañaban sus evacuaciones de alaridos espantosos que se escuchaban en todos los rincones de la escuela.

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