“Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed” (Juan 4:13). Esta verdad de vida no necesita discusión.
“Pero el que beba del agua que yo le daré, no volverá a tener sed jamás” (Juan 4:14). ¿Era Él un mago que podía producir agua que satisficiera a una persona para siempre? Su curiosidad fue alimentada y ella quiso conocer más sobre Él.
“Dentro de él esa agua se convertirá en un manantial del que brotará vida eterna” (Juan 4:14). ¡Esa era la noticia que ella necesitaba escuchar desde hacía mucho!
Con su interés en aumento, ella a duras penas pudo contenerse y le pidió a Jesús que le diera a beber de esa agua viva. Los roles se habían reversado, porque ahora quien pedía el agua no era Jesús, sino ella. Incluso, la mujer no tenía conocimiento alguno del mensaje espiritual de Jesús.
Ella desnudó su espíritu revelándole a Jesús su diaria vergüenza de tener que ir sola al pozo. Diariamente ella debía ir a través de las puertas de la ciudad, donde los ancianos estaban sentados. Ella se daba cuenta de las miradas de desdén y algunas veces escuchaba sus susurros. Si era para liberarla de este camino diario hacia el pozo, ella podría aceptar el ofrecimiento de esa agua que podía calmar su sed para siempre. Si hubo alguna vez un momento de pedir ayuda era ahora.
Jesús se Descubre a Sí Mismo
Esta era la apertura que Jesús necesitaba para llegar a su alma. Hablar acerca de su vida inmoral y refrescar su espíritu con una fuente de agua que podía permanentemente estar dentro de ella. Jesús cambió las tácticas y le dijo que regresara con su esposo; sus palabras debieron tocar su alma, pues ella le contestó: “No tengo esposo” (Juan 4:17). Y Jesús, probablemente sonriendo amablemente, replicó: “Bien has dicho que no tienes esposo” (Juan 4:17). Es decir, ella no estaba legalmente casada.
Jesús continuó, “Bien has dicho que no tienes esposo. Es cierto que has tenido cinco, y el que ahora tienes no es tu esposo. En esto has dicho la verdad” (Juan 4:18). Jesús no llamó a la mujer al arrepentimiento, pero al exponer su pecado, Él la forzó a llegar a términos con su propia vida y a reconocer sus pecados.
Observando y escuchando, Jesús leyó muy bien el estatus de la mujer. Revelando su sentido sobrenatural, Jesús hizo que la mujer replicara: “Señor, me doy cuenta de que tú eres profeta” (v.19). Observe la progresión de la mujer en la evaluación de Jesús. Ella primero, sentida, clasificó a Jesús como un judío; después, cuando ella lo escuchó pronunciar palabras religiosas, educadamente se dirigió a Él como Señor; y ahora, después de que Jesús reveló los detalles de su vida, ella preguntó si Él era un profeta.
Ella se dio cuenta que este profeta era capaz de mirar a través de ella y conocer todos los secretos de su vida. No se enojó ni se sintió resentida, como se habría sentido cuando la gente de su ciudad la había llamado inmoral. Este judío no la había regañado o reprendido, Él sólo mencionó su estatus marital, o en vez de eso, la falta de él. En una palabra, Él había removido su cubierta externa y ahora ella se sentía apenada. Pero ¿podría este profeta ayudarla espiritualmente a cambiar su vida para bien?
Ella probablemente tuvo la idea de que Jesús era más que un Rabí o un profeta y quizás Él fuese el Mesías prometido. Conociendo las diferencias religiosas entre samaritanos y judíos, la mujer empezó a hablar en términos religiosos: “Nuestros antepasados adoraron en este monte, pero ustedes los judíos dicen que el lugar donde debemos adorar está en Jerusalén” (Juan 4:20). La respuesta de Jesús a la mujer samaritana mantuvo lejos todos los sentimientos de desacuerdo y resentimiento. Él dijo que había llegado el tiempo en que samaritanos y judíos no tendrían necesidad de ir a lugares diferentes de adoración, sino que podrían adorar a Dios Padre en cualquier lugar. Él le dijo a ella que sus palabras eran creíbles y verdaderas. Ciertamente, para hacer énfasis, Él repitió que el tiempo para que los verdaderos adoradores adoraran al Padre en Espíritu y en verdad era ahora y aquí.
Jesús mostró que la diferencia entre judíos y samaritanos tenía que ver con la extensión de la revelación de Dios. Él dijo: “ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos” (Juan 4:22). Tanto judíos como samaritanos adoraban a Dios, pero en la práctica de la adoración, ellos eran diferentes.
Jesús no expresó ningún chauvinismo nacionalista cuando dijo, “nosotros adoramos lo que conocemos.” Él se refirió cándidamente a la extensión del Antiguo Testamento samaritano, el cual consistía simplemente de los cinco libros de Moisés. Sin ninguna duda, los samaritanos eran deficientes en su conocimiento de la salvación, y en comparación con los judíos, ignorantes de la revelación de Dios. Jesús le enseñó a la mujer que la salvación viene de los judíos, lo cual significa que el Mesías aparecería en la persona de un judío. Él vino para los judíos, pero también para la gente de todo el mundo, incluyendo los samaritanos.
Jesús el Mesías Habla con los Samaritanos
Jesús le dijo a la mujer: “ha llegado ya, en que los verdaderos adoradores rendirán culto al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren” (Juan 4:23). Él le enseñó a ella que la verdadera adoración debe ser tanto espiritual como verdadera, lo cual quiere decir, que Espíritu y verdad van unidos en un solo acto. Él le mostró a la mujer que adoración quiere decir estar en la presencia de Dios. Y Dios premia a esos adoradores que diligentemente lo buscan a Él.
La mujer samaritana debía entender las dimensiones de la vida espiritual en general y adorar en una forma particular. Ella, con todos los verdaderos adoradores, debería conocer la verdad de que Dios es Espíritu y que en esencia es espiritual. Sus características son amor y luz, aún así, Él es también conocido como Espíritu. Esto quiere decir que Él no puede ser limitado a un lugar específico, porque inclusive los cielos más altos no lo pueden contener a Él. Fuera de esto, Dios es un Dios de verdad, lo cual Él expresa a través de su forma de servir e integridad. Entonces, para adorarlo a Él, uno debe venir a Él en Espíritu y en verdad. A pesar de eso, la mujer recibió sólo instrucciones elementales de Jesús y se dio cuenta de que estaba en la santa presencia del Hijo de Dios, que totalmente representaba la verdad de Dios.
De una forma educada e indirecta, ella presionó a Jesús para que se identificase a sí mismo como el Mesías, diciéndole: “Sé que viene el Mesías, al que llaman el Cristo. Cuando él venga nos explicará todas las cosas” (Juan 4:25). Indudablemente ella había escuchado acerca del “que va a venir,” y ahora ella deseaba saber si había sido tan privilegiada de conocerlo a Él.
Modestamente y aún así directamente, Jesús le contestó a ella: “Ése soy yo, el que habla contigo” (Juan 4:26). Su respuesta, “Yo Soy”, hace referencia a su parte como Dios, pues en otra ocasión, Jesús les dijo a los líderes judíos: “Antes de que Abraham naciera, ¡Yo soy!” (Juan 8:58). Él, el Hijo de Dios, reveló su divinidad a esta mujer samaritana, para que, en retorno, ella pudiese hablarle a su gente acerca del Mesías.
Inicialmente la mujer había llamado a Jesús, “judío,” después “Señor,” después “profeta,” y ahora, ella sabía que Él era el “Mesías.” Ella corrió felizmente hacia su gente en la ciudad para contarles acerca de su encuentro. En su entusiasmo, ella incluso olvidó su cántaro de agua.
La mujer le dijo a toda la gente que había encontrado al Mesías y los invitó a venir con ella y verlo. Ella no tenía vergüenza de decirle a todos que Jesús había descubierto su vida privada: “Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (Juan 4:29). La mujer les pedía a sus conciudadanos que confirmasen que Él en verdad era el Mesías. Sus intensos comentarios crearon una gran curiosidad que produjo resultados instantáneos. Los samaritanos la siguieron hasta el pozo para conocer al hombre que había descubierto su pasado y lo escucharon a Él.
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