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Simon Scarrow: Las Garras Del Águila

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Simon Scarrow Las Garras Del Águila

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Tras la sangrienta conquista de Camuloduno, durante el crudo invierno del año 44 d.C. el ejérctio romano se prepara para extender la invasión de Britania con un contingente de 20.000 legionarios armados hasta los dientes. El general Aulo Plautio confía en que la llegada de la primavera facilite la campaña, pero, inesperadamente, su familia es raptada por los druidas de la Luna Oscura.

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Simon Scarrow Las Garras Del Águila Libro III de Quinto Licinio Cato - фото 1

Simon Scarrow

Las Garras Del Águila

Libro III de Quinto Licinio Cato

Traducción de Montse Batista

Título original: When the Eagle Hunts

Para Joseph y Nicholas:

Gracias por la inspiradora demostración del manejo de la espada.

ORGANIZACIÓN DE UNA LEGIÓN ROMANA

La segunda legión, al igual que todas las legiones Romanas, constaba de unos cinco mil quinientos hombres. La unidad básica era la centuria de ochenta hombres dirigida por un centurión, auxiliado por un optio, segundo al mando. La centuria se dividía en secciones de ocho hombres que compartían un cuarto en los barracones, o una tienda si estaban en campaña. Seis centurias componían una cohorte, y diez cohortes, una legión; la primera cohorte era doble. A cada legión la acompañaba una unidad de caballería de ciento veinte hombres, repartida en cuatro escuadrones, que hacían las funciones de exploradores o mensajeros. En orden descendente, éstos eran los rangos principales:

El legado era un hombre de ascendencia aristocrática. Solía tener unos treinta años y dirigía la legión durante un máximo de cinco años. Su propósito era hacerse un buen nombre a fin de mejorar su posterior carrera política.

El prefecto` del campamento era un veterano de edad avanzada que había sido centurión jefe de la legión y se encontraba en la cúspide de la carrera militar. Era una persona experta e íntegra y a él pasaba el mando de la legión cuando el legado se ausentaba o quedaba fuera de combate.

Seis tribunos ejercían de oficiales de Estado Mayor. Eran hombres jóvenes de unos veinte años que servían por primera vez en el ejército para adquirir experiencia en el ámbito administrativo, antes de asumir el cargo de oficial subalterno en la administración civil. El tribuno superior, en cambio, estaba destinado a altos cargos políticos y al posible mando de una legión.

Sesenta centuriones se encargaban de la disciplina e instrucción de la legión. Eran celosamente escogidos por su capacidad de mando y por su buena disposición para luchar hasta la muerte. No es de extrañar, así, que el índice de bajas entre éstos superara con mucho el de otros puestos. El centurión de mayor categoría dirigía la primera centuria de la primera cohorte, y solía ser una persona respetada y laureada.

Los cuatro decuriones de la legión tenían bajo su mando a los escuadrones de caballería y aspiraban a ascender a comandantes de las unidades auxiliares de caballería.

A cada centurión le ayudaba un optio, que desempeñaba la función de ordenanza con servicios de mando menores.

Los optios aspiraban a ocupar una vacante en el cargo de centurión.

Por debajo de los optios estaban los legionarios, hombres que se habían alistado para un período de veinticinco años. En principio, sólo se reclutaban ciudadanos Romanos, pero, cada vez más, se aceptaba a hombres de otras poblaciones, a los que se les otorgaba la ciudadanía Romana al unirse a las legiones.

Los integrantes de las cohortes auxiliares eran de una categoría inferior a la de los legionarios. Procedían de otras provincias Romanas y aportaban al Imperio la caballería, la infantería ligera y otras técnicas especializadas. Se les concedía la ciudadanía Romana una vez cumplidos veinticinco años de servicio.

CAPÍTULO I

El convulso tumulto del barco quedó paralizado un instante por un difuso relampagueo. A su alrededor, el espumoso embate del mar se apaciguó mientras las bien delineadas sombras de los marineros y de las jarcias surcaban la brillantemente iluminada cubierta del trirreme. Luego la luz se desgajó y la oscuridad se apoderó una vez más de la embarcación. Unas bajas nubes negras flotaban en el cielo y, provenientes del norte, se deslizaban sobre el gris oleaje. Todavía no había caído la noche, aunque los aterrorizados miembros de la tripulación y del pasaje tenían la sensación de que ya hacía mucho que el sol había abandonado el mundo. Sólo la débil mancha en un tono más claro de gris a lo lejos, al oeste, señalaba su paso. El convoy se había dispersado completamente y el prefecto al mando de la escuadra de trirremes, recién puesta en el servicio activo, soltó una maldición, enojado. Con una mano firmemente agarrada a un estay, el prefecto utilizó la otra mano para protegerse los ojos de las heladas salpicaduras mientras escudriñaba las efervescentes crestas de las olas que los rodeaban.

únicamente eran visibles dos barcos de su escuadra, unas oscuras siluetas que se alzaban ante la vista mientras que su buque insignia se elevaba en lo alto de una enorme ola. Las dos embarcaciones se encontraban a una gran distancia hacia el este y tras ellas iría el resto del convoy, diseminado en el océano embravecido. Aún podrían llegar a la entrada del canal que conducía tierra adentro hasta Rutupiae. Pero para el buque insignia no había esperanzas de alcanzar la gran base de abastecimiento que equipaba y alimentaba al ejército Romano. Más al interior las legiones se hallaban emplazadas sin peligro en sus cuarteles de invierno de Camuloduno, a la espera de la renovación de la campaña de conquista de Britania. A pesar de los enormes esfuerzos de los hombres que estaban a los remos, la embarcación era arrastrada lejos de Rutupiae.

Al mirar por encima del oleaje hacia la oscura línea de la costa britana, el prefecto admitió con amargura que la tormenta lo había vencido y pasó la orden de que se subieran los remos. Mientras él consideraba sus opciones la tripulación se apresuró a izar una pequeña vela triangular en la proa para ayudar a estabilizar el barco. Desde que se había emprendido la invasión el verano anterior, el prefecto había atravesado aquel tramo de mar montones de veces, pero nunca en tan terribles condiciones. A decir verdad, nunca había visto cambiar el tiempo con tanta rapidez. Aquella mañana, que tan lejana parecía entonces, el cielo estaba despejado y un fresco viento del sur prometía una pronta travesía desde Gesoriaco. Normalmente ningún barco se hacía a la mar en invierno, pero el ejército del general Plautio andaba escaso de provisiones. La estrategia del jefe Britano, Carataco, de arrasar todo lo que podía serle útil al enemigo significaba que las legiones dependían de un constante suministro de grano del continente que les permitiera pasar el invierno sin reducir las reservas necesarias para continuar la campaña en primavera. Así pues, los convoyes habían seguido cruzando el canal siempre que el tiempo lo permitía. Aquella mañana la pérfida naturaleza había engañado al prefecto y le había hecho dar la orden a sus embarcaciones cargadas de provisiones de zarpar rumbo a Noviomago sin imaginarse que la tormenta iba a sorprenderlos.

Cuando había empezado a divisarse la costa de Britania por encima de la picada superficie del mar, una oscura franja de nubes se había concentrado a lo largo del horizonte septentrional. Rápidamente la brisa se hizo más fuerte y cambió de dirección de forma brusca, y los hombres de la escuadra observaron con creciente horror cómo los negros nubarrones se abalanzaban sobre ellos como voraces bestias espumosas. La borrasca atacó de forma repentina y atroz al trirreme del prefecto, que iba a la cabeza del convoy. El viento ululante azotó la manga de la embarcación y la inclinó tanto que los miembros de la tripulación se habían visto obligados a abandonar sus funciones y a asirse allí donde pudieron para evitar ser arrojados por la borda. Mientras el trirreme se enderezaba pesadamente el prefecto echó un vistazo al resto del convoy. Algunos de los transportes de fondo plano habían volcado por completo y cerca de los oscuros bultos de sus cascos unas diminutas figuras cabeceaban en el espumoso océano. Algunas de ellas agitaban los brazos de forma patética, como si en realidad creyeran que las demás embarcaciones aún eran capaces de ir a rescatarlos. La formación del convoy había quedado ya totalmente deshecha y cada uno de los barcos luchaba por sobrevivir, sin tener en cuenta la difícil situación de todos los demás.

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