Alejo Valdearena - Historieta nacional

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En medio del incendio, ellos solo pueden pensar en cómics. René es un coleccionista obeso y obsesivo, especializado en Superman, que ha llegado a la madurez sin trabajar un solo día de su vida. Nico acaba de terminar la escuela secundaria, quiere ser dibujante profesional, de día trabaja en un McDonald's y de noche dibuja su primer fanzine. La crisis económica y social que arrasa su país, los empujará al frente de una batalla que no desean pelear, sin más armas disponibles que su amor por las historietas.

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—Voy a mirar —dijo René para establecer que no necesitaba asistencia.

Se puso a revisar caja por caja. Además de saldos españoles, encontró material producido en el país, décadas atrás; revistas con historietas de aventuras espaciales, de vaqueros, policiales, incluso románticas y deportivas. Eran publicaciones de kiosco, pobremente impresas en papel malo, para lectores que prefería no imaginarse. También encontró una cantidad ridícula de material infantil de formato apaisado y muchos números de una antología en blanco y negro cuyas tapas —siempre sucias de sexo y simbolismos herméticos— le parecían repugnantes. Moderando su opinión, siendo generoso, podía pensar que estaba en una casa de canje, pero jamás en una librería especializada.

—Las novedades las traigo a pedido —dijo el librero, como si le hubiera leído la mente.

—¿Y atrasados? —preguntó.

—Lo que quieras.

El librero, se agachó detrás del mostrador y resurgió con una revista gruesa.

René identificó de inmediato la publicación; era el mismo catálogo que le ofrecía su puestero del mercado de coleccionistas.

—Si reservás, las novedades tardan una semana en llegar —le informó el librero—. Los atrasados, depende de si están en stock.

Se acercó al mostrador y aceptó la revista. ¿Era posible que la llave del universo estuviera oculta en el fondo de una galería abandonada y hedionda de General Green? La tenía en las manos pero le seguía pareciendo mentira.

—Sentate —dijo el librero, ofreciéndole una silla que estaba junto al mostrador—. Ponete cómodo.

Se sentó y fue directo a las páginas que promocionaban los títulos del Campeón. Lo que vio arruinó la experiencia maravillosa que estaba viviendo; cuatro personajes de cartón pintado —un herrero, un adolescente, un robot y un alienígena— habían usurpado los colores del Campeón y sus cuatro series mensuales.

—¿Lo seguís? —preguntó el librero.

—Sí —respondió René—, pero dejé en la muerte.

—Claro —dijo el otro—. Te entiendo.

Sin que se lo pidiera, el librero lo puso al día y resultó que la situación superaba con creces sus pronósticos más negativos: tres de los personajes usurpadores afirmaban ser el Campeón regresado del más allá con nueva forma. Una herejía del tamaño de la codicia de sus perpetradores. Estaba claro que la idea era estirar el truco publicitario todo lo que fuera posible antes de usar otro truco, más barato incluso que el de la muerte: la resurrección. Morir y resucitar para llamar la atención era algo que hacían los personajes menores. Jamás iba a perdonarle a los sátrapas que rebajaran de esa manera al Campeón. Su opinión sobre el material, sin embargo, no le impidió encargar los números perdidos. Pidió incluso el repudiado número de la muerte porque lo que más deseaba en ese momento era ver su colección completa y en marcha.

Al día siguiente, compró un cuaderno de hojas cuadriculadas y empezó a llevar un control rígido de su economía para asegurarse de que el presupuesto destinado a comics fuera el máximo posible. Enseguida, dejó de usar deliveries y en unos pocos meses de práctica intensiva, aprendió a hacer su propio helado, su propia mayonesa, su propio dulce de leche y se convirtió en un experto en lasañas, canelones, ñoquis, pizzas y empanadas.

Al principio pasaba por Valhalla Comics una vez por semana, arrastrando por costumbre la periodicidad con que siempre había comprado en el mercado de coleccionistas. Pero fue aumentando la frecuencia de las visitas a medida que empezó a sentirse cómodo. Bili, el librero, era un anfitrión excelente: le invitaba sin falta un mínimo de dos vasos de gaseosa por vez y escuchaba con verdadera atención sus diatribas contra los sátrapas. No era un iniciado de su nivel pero sabía lo suficiente de comics para ganarse su respeto. No tardó demasiado en establecer la costumbre de pasar todos los días por la librería, aprovechando la hora muerta del almuerzo. Salía de la municipalidad a las doce en punto, llevando una vianda cocinada la noche anterior, y comía con Bili mientras charlaban sobre personajes, sagas y artistas del pasado.

Como seguía más series que nunca, pronto la colección desbordó la biblioteca y lo obligó a llevar a cabo una gestión doméstica de alta complejidad, que iba mucho más allá de hacer las compras, cocinar o pagar impuestos vencidos. Tomó medidas en la sala del piano, dibujó un croquis de la estantería que necesitaba, para no dar lugar a malentendidos, y fue a la carpintería del barrio a encargarla. Siempre era un problema comunicarse con los comerciantes o prestadores de servicios, que en general no recibían con entusiasmo sus consideraciones. Milagrosamente, el carpintero aceptó ceñirse al croquis sin discutir, y un par de semanas más tarde, la estantería, tal cual la había imaginado, perfumaba la sala del piano con olor a madera recién cortada. Ese aroma maravilloso, que subrayaba el éxito absoluto de la gestión, hizo que se sintiera dueño de su destino, como jamás se había sentido.

Decidió celebrar la inauguración de la nueva estantería regalándose unas costillitas de cerdo con puré de manzana, el único plato del recetario de la tía que todavía no se había atrevido a preparar.

CINCO AÑOS

MÁS TARDE...

4

Las remiserías empezaron a extenderse por el territorio de General Green como si fueran hongos y abrió una en la Galería Primavera. Los remiseros se pasaban el día tomando mate y fumando delante del local. René odiaba tener que atravesar su nube de humo asqueroso todos los mediodías; la peste del tabaco lo hacía extrañar el olor a orina del pasado. Para colmo, uno de los remiseros empezó a frecuentar Valhalla Comics. Primero se lo encontraba charlando en la puerta con Bili y cuando quiso acordar estaba adentro, participando del almuerzo. Si el librero lo había invitado, no se había tomado el trabajo de consultar antes con él. El remisero se llamaba Horacio y el coche que manejaba estaba en un estado de conservación peligrosísimo, probablemente ilegal. Lo descubrió el día que tuvo que dejarse llevar a su casa en esa navaja con ruedas, por una razón de fuerza mayor: no había más coches y necesitaba llegar con urgencia a su baño.

No soportaba a Horacio; sus chistes, sus risotadas, su costumbre de comer parado, caminando dentro de la comiquería; todo lo que hacía lo ponía nervioso. Era un castigo escucharlo hablar de su personaje favorito, un exagente de inteligencia que usaba armas de fuego y tenía por símbolo una calavera. Se mordía la lengua para no decirle que solo un imbécil podía elegir a un triste pistolero como ese teniendo a su disposición a todo un Olimpo de semidioses. El uso de la pólvora, a su entender, dibujaba una clara línea roja que separaba a los superhéroes de los matones. Lo peor era que el remisero, a pesar de no haber leído casi nada, no se quedaba callado cuando hablaban de otros comics. Opinaba hasta del Campeón, con un desparpajo que lo sacaba de sus casillas.

—Es que no da para más el personaje —dijo un mediodía.

René había cometido un error estúpido: le había dado pie; no había podido aguantarse las ganas de quejarse de la nueva fechoría de los sátrapas, que volvían a las andadas. Sí, no les había bastado con matarlo y resucitarlo con pelo largo, traje y poderes diferentes. Tampoco se habían quedado tranquilos después de casarlo con la periodista, rompiendo una dinámica de pareja que había funcionado a la perfección durante más de medio siglo. Otra vez buscaban el golpe de efecto, el titular del millón de ejemplares. El pelado había ganado las elecciones; era el nuevo líder del Mundo Libre. Salían otra vez a buscar el dinero fácil de los legos y traicionaban al fan verdadero, que prefería las buenas historias a los trucos baratos. Esta vez, al menos, la peor parte le había tocado al archienemigo, degradado de supervillano a político. Solo un atajo de imbéciles podía pensar que la política era un terreno fértil para los comics de superhéroes. ¿Dónde veían las posibilidades para la acción y la épica?

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