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Alejo Valdearena: Historieta nacional

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Alejo Valdearena Historieta nacional

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En medio del incendio, ellos solo pueden pensar en cómics. René es un coleccionista obeso y obsesivo, especializado en Superman, que ha llegado a la madurez sin trabajar un solo día de su vida. Nico acaba de terminar la escuela secundaria, quiere ser dibujante profesional, de día trabaja en un McDonald's y de noche dibuja su primer fanzine. La crisis económica y social que arrasa su país, los empujará al frente de una batalla que no desean pelear, sin más armas disponibles que su amor por las historietas.

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Salió del baño envuelto en el toallón hasta el pecho, después de que Marta golpeara varias veces la puerta para decirle que iban a llegar tarde. Encontró la camisa y el pantalón sobre su cama. El pantalón le quedó corto y la camisa apretada. Marta no había conseguido mocasines de su número, así que en los pies pudo ponerse las zapatillas deportivas que usaba todos los días, pero eso no evitó que se sintiera disfrazado, ridículo, estúpido.

Viajaron en remís porque ya no tenían tiempo para esperar el colectivo.

La municipalidad era un edificio gris, de cinco pisos, ubicado frente a la plaza principal de General Green. A pedido de Marta, el remisero los dejó en la parte de atrás, frente a la entrada de vehículos oficiales. El portón estaba abierto y en el playón se veía a un grupo de hombres tomando mate y fumando. Uno de ellos se separó del grupo y se les acercó; besó a Marta en la mejilla y le ofreció una mano a René.

—Ochoa —se presentó—. Encantado.

René detestaba entrar en contacto físico con extraños pero no se atrevió a negarle la mano a ese hombre que tenía la nariz partida, pozos de viruela mal curada por toda la cara y un aliento a tabaco repugnante que podía olerse a un metro de distancia; parecía un cuatrero o un pirata.

—Vengan —dijo Ochoa.

Lo siguieron hasta un cuarto contiguo a la garita de vigilancia, donde se llevaba el registro de la entrada y salida de los vehículos; había un fuerte olor a química adentro, estaba lleno de potes a medio usar de productos de limpieza para coches. El mobiliario no podía ser más modesto: un escritorio de chapa y tres sillas de plástico. Antes de sentarse, René ya se había arrepentido de haber aceptado la entrevista. Estaba ofendido por la precariedad del cuarto. Se imaginó que iban a entrar a la municipalidad por la puerta principal y que la entrevista tendría lugar en uno de los despachos de los pisos altos, donde había alfombras y las sillas eran de madera, con asientos y respaldos forrados en paño verde. Había visto esos despachos en una visita escolar al edificio hecha en quinto grado de la escuela primaria. Si su vida laboral iba a empezar en un agujero inmundo del estacionamiento municipal, con un pirata por jefe, prefería no empezarla. Prefería morirse de hambre.

—Martita dice que sos muy ordenado —comentó Ochoa.

—Le conté cómo tenés la biblioteca —aclaró Marta.

En la biblioteca, una estantería de roble, que en el pasado había contenido atlas y libros de marinería, albergaba el material más antiguo del Campeón. El material contemporáneo —incluido el actual— estaba en una estantería de madera de pino, de dos cuerpos, que tapaba una pared; como era la estantería con mayor entrada, René se veía obligado a mantener cierto espacio disponible, por eso, en un rincón de la habitación había una pila de cajas a la que trasladaba revistas periódicamente. En una tercera estantería de chapa, que la tía había conseguido regalada en el remate de cierre de un taller mecánico, se apretaban los demás superhéroes. Y el resto del material —el de la infancia, lo europeo y las publicaciones autóctonas que formaban parte de la colección— ocupaba una cuarta estantería, también de pino como la segunda pero con menor capacidad. En las del Campeón el orden era estrictamente cronológico y las demás seguían un orden alfabético en el que primaba el nombre de la serie. Más de la mitad del material estaba concienzudamente envuelto en plástico y eso había causado una gran impresión en Marta.

—¿Sos ordenado, hermano? —insistió Ochoa porque el entrevistado no decía nada.

—Sí —contestó René.

Ochoa vio que hablando no llegarían a ninguna parte y decidió acelerar la entrevista. Se levantó de la silla, rodeó el escritorio y besó a Marta en la cabeza para despedirla.

—Andá —dijo—. Después hablamos.

La mujer miró a René y le agarró una mano.

—Portate bien —rogó.

Salió rápido del cuarto para no dar derecho a réplica.

René se quedó tieso en la silla, con la vista fija en un paquete de cigarrillos que había sobre el escritorio.

Ochoa agarró los cigarrillos.

—Vení, hermano —dijo—. Seguime.

Cruzaron el playón y recorrieron una galería cubierta por la que se accedía al patio central del edificio. René caminaba un par de metros detrás de su entrevistador, cuidándose mucho de mantener estable esa distancia. Del patio pasaron al interior de la planta baja y anduvieron por un pasillo largo, flanqueado por despachos idénticos, que desembocaba en la parte posterior del hall de entrada. La actividad ya era intensa a esa hora de la mañana; la gente entraba y salía, se amontonaba frente a los ascensores y hacía cola delante del mostrador de información. El entrevistador fue directo hacia las escaleras. René pensó que ahora sí iba a llevarlo a uno de los despachos de los pisos altos, pero el hombre en vez de subir, bajó.

En el primer subsuelo estaba la dependencia de Tráfico, desbordada de contribuyentes que esperaban turno para ser atendidos. Ochoa se abrió camino pidiendo permiso y siguió bajando. René lo perdió de vista y por apurar el paso pisó a una señora mayor, calzada con sandalias, que aulló de dolor y lo insultó. El siguiente tramo de escalera estaba oscuro y lo bajó aferrándose con fuerza a la baranda.

En el segundo subsuelo, Ochoa lo esperaba pitando un cigarrillo.

—Vení —le dijo.

El chofer se acercó a una puerta metálica y la empujó. Los goznes chirriaron como si llevaran un siglo sin moverse y René pensó que estaba entrando al Infierno. Del otro lado, la oscuridad era casi total. Se quedó en el umbral mientras Ochoa se acercaba a una caja eléctrica para encender las luces.

Enseguida comenzaron a titilar los tubos fluorescentes instalados en el techo y bajo esa luz como de tormenta René descubrió la dimensión abrumadora del lugar. Tenía delante un escritorio enterrado bajo una montaña de papeles, con estribaciones que se extendían por el suelo. Detrás del escritorio se levantaba una línea de estanterías monumentales; eran muros de pulpa altos hasta el techo, que parecían a punto de derrumbarse. Incluso de lejos y con poca luz se veía que los papeles estaban embutidos de cualquier manera.

—Hay que ordenar esto, hermano —dijo Ochoa—. Empezás mañana y la semana que viene sale el nombramiento.

3

El director anterior del Archivo General se había jubilado hacía más de un año, pero como no se había notificado oficialmente que la dependencia quedaba vacía, los municipales seguían bajando papeles. Cuando no veían al viejito de siempre pensaban que había ido al baño o que ese día estaba enfermo y abandonaban la carga; necesitaban sacar esos documentos de sus oficinas para hacerle lugar a los nuevos, que no paraban de llegar. Así, según le comentó a René la chica de información, la única persona del edificio que se enteró de su nombramiento, se había formado la montaña bajo la que estaba su escritorio. Empezó por desenterrarlo, con un pañuelo sobre la nariz y armado con el plumero que usaba para combatir el polvo en la biblioteca.

Había papeles sueltos, biblioratos, carpetas, cuadernos y fardos amarillentos atados con hilo sisal. Fue apilando contra la pared el material que retiraba, después de sacarle el polvo, siguiendo un mero orden formal: los biblioratos con los biblioratos, las carpetas con las carpetas, los fardos con los fardos y las pilas de papeles sueltos con las pilas de papeles sueltos, escalonadas para que no se mezclasen. Esa tarea ocupó toda su primera mañana de trabajo, y después de comerse unos fideos que Fina le había preparado, dedicó la tarde a ir un poco más allá de la forma. Revisó las inscripciones que había en las tapas y pudo identificar ciertos temas que se repetían: «catastro», «memoria», «licitación», «ordenanza». Trabajó con esas palabras, pero había mucho contenedor sin rotular, así que tuvo que bucear más profundo. Abrió las carpetas y los biblioratos; buscó fechas, sellos, más palabras clave: «demanda», «disposición», «habilitación», «sesión», «transporte». Fue formando pilas cada vez más específicas.

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