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Alejo Valdearena: Historieta nacional

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Alejo Valdearena Historieta nacional

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En medio del incendio, ellos solo pueden pensar en cómics. René es un coleccionista obeso y obsesivo, especializado en Superman, que ha llegado a la madurez sin trabajar un solo día de su vida. Nico acaba de terminar la escuela secundaria, quiere ser dibujante profesional, de día trabaja en un McDonald's y de noche dibuja su primer fanzine. La crisis económica y social que arrasa su país, los empujará al frente de una batalla que no desean pelear, sin más armas disponibles que su amor por las historietas.

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Una vez desenterrado el escritorio, revisó los cajones. En el primero encontró un peine de bolsillo y un tarro de fijador a medio usar. En el segundo había gomas elásticas, una caja de ganchos de abrochadora y dos lapiceras de plástico con la tinta seca. En el tercer cajón había una carpeta color rosa pálido en cuya tapa alguien había escrito «Relación», en prolija manuscrita.

Estudió el contenido de la carpeta que resultó ser una descripción detallada de lo que había en el archivo, estante por estante. Pero la numeración de las páginas daba saltos y, de vez en cuando, aparecían misteriosos dibujos infantiles en los márgenes. Se acercó al comienzo de la primera estantería, la más cercana al escritorio, para ver si lo anotado coincidía con la realidad. Eligió al azar algunos ítems de la lista y los buscó. No encontró ninguno. Repitió la prueba tres veces y obtuvo el mismo resultado. Concluyó que la única forma seria de proceder era empezar de cero y construir su propio orden.

Esa noche cayó agotado en la cama después de cenar con Marta. Fue la primera, desde la muerte de la tía, en la que no se despertó de madrugada con la esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño; la durmió de punta a punta.

Cuando sonó el despertador se levantó dolorido. El esfuerzo físico que había hecho en el primer día de trabajo no tenía parangón en su historia; le escocían todas las coyunturas, apenas podía mover los brazos. Pero su mente estaba más despierta y ágil que nunca; empezó de inmediato a trabajar en el curso de acción del segundo día, que sería el primero del relevamiento total del material del archivo. Su plan era revisar documento por documento y darle a cada uno una nueva ubicación que respetara los ejes cronológico, temático y alfabético. Mientras se lavaba los dientes, calculó que tardaría un par de años en alcanzar esa meta, quizás hasta tres, pero no le importó; se tomaría el tiempo que hiciera falta.

Para su total asombro, las mujeres le habían conseguido un trabajo estimulante. El caos era su enemigo natural y jamás lo había visto tan bien representado como en el archivo municipal. Desayunó un café con leche que se preparó él mismo y tostadas hechas con pan que había comprado la tarde anterior. Después se vistió con la camisa y el pantalón que Marta le había dejado y llamó a la remisería para que le mandaran un coche. Llegó a la municipalidad cinco minutos antes de las ocho, su hora de entrada.

Una lo vio bañarse por voluntad propia; la otra se lo encontró friendo huevos. Del trabajo no hablaba mucho, pero ya iba para tres meses cumpliendo todos los días. Fina y Marta atribuyeron el milagro a la difunta y relajaron las guardias, que se volvieron visitas cada vez más esporádicas. René lo agradeció porque las mujeres lo ponían nervioso con su manía de querer conversar constantemente, de insistir en hacerle preguntas personales. Podía sobrevivir sin ellas. Había visto a la tía limpiar y cocinar durante toda su vida; sin darse cuenta, algo había aprendido. Sabía que la tía primero barría los suelos, después pasaba la aspiradora, después el trapo húmedo y después la cera. Sabía qué esponja y qué productos usaba para el baño porque mil veces le había dicho que eran tóxicos. Ya se animaba a ir al supermercado y había empezado a usar el recetario de la tía —hecho con recortes de la revista dominical del diario— para aprender a cocinar sus platos favoritos. El sueldo le alcanzaba bien para los víveres, el transporte y algún delivery nocturno, normalmente de helado.

Hubo un domingo en que estuvo a punto de volver al mercado de coleccionistas; llegó a salir por la puerta, con la mochila colgada, pero se arrepintió en la esquina. No podía ir a comprar comics si a la vuelta no iba a encontrar a la tía; el corazón se le iba a quemar de angustia si al volver no la veía poniendo la mesa mientras la carne se hacía en la plancha. Todavía no estaba preparado para intentar ni siquiera un lejano, patético remedo de aquellos domingos perfectos.

Siguió con el plan de relectura total, pero empezó a sufrir demasiado el hecho de que la colección estuviera detenida. No sabía nada del Campeón. ¿Qué habrían hecho con él los sátrapas después de matarlo? Sospechaba que era mejor no saber, pero aun así ansiaba tener el material nuevo entre las manos, aunque fuera para aborrecerlo.

En el frente del caserón, junto a la puerta del cerco, oculto entre las hojas de la ligustrina, había un buzón para la correspondencia; pasaba todos los días por al lado sin mirarlo, hasta que una tarde notó que por la boca asomaban varios sobres. Cuando lo abrió, del interior cayó una catarata de facturas de servicios sin pagar y volantes con menús y ofertas de casas de comida.

Juntó los papeles del suelo y los llevó a la mesa de la cocina para estudiarlos. Había varios avisos de corte entre las facturas, con letras grandes y rojas. No tenía ni idea de qué debía hacer al respecto y eso lo angustió. Pero la angustia duró poco porque revisando las ofertas de delivery hizo un hallazgo asombroso: encontró un volante ilustrado con una imagen del dios nórdico del trueno sobre la que decía «Valhalla Comics», en letras de aire gótico.

Había escuchado hablar de la existencia de algunas librerías especializadas; les decían «comiquerías», una palabra que le hacía doler los oídos. Nunca le habían interesado porque no había nada que su puestero no pudiera conseguirle; lo servía a demanda, poniendo en sus manos un catálogo con las novedades mensuales de la industria norteamericana, que también incluía reediciones, compilaciones y un listado de precios de números atrasados. Aunque no las hubiera visitado, sabía que las comiquerías estaban en la ciudad, donde vivía la gente que leía comics. Siempre había tenido que viajar para conseguir material; que de pronto alguien lo vendiera en el suburbio salvaje en el que le había tocado nacer y vivir era simplemente inverosímil. Pero al pie del dios del trueno decía «Galería Primavera (Local 9). General Green».

Conocía esa galería, estaba a unas pocas cuadras de su casa, sobre una de las dos calles comerciales de la localidad; durante su infancia había albergado una mercería de la que la tía era clienta. Acababa de volver del trabajo, tenía hambre y estaba cansado, pero necesitaba saber cuanto antes si Valhalla Comics era real. Caminó hasta el centro con una ansiedad que no sentía desde que era un niño y esperaba que la tía volviera de los mandados con alguna revista.

La Galería Primavera, que había tenido su momento de esplendor veinte años atrás, era un túnel oscuro con olor a orina; todos los locales tenían las vidrieras veladas con papel de diario y carteles de alquiler, menos uno del fondo en el que había luz.

Recorrió el túnel haciendo apneas para respirar el mínimo posible de ese aire apestoso y se plantó delante del local iluminado. En la vidriera estaba pintado el nombre de la comiquería en las mismas letras góticas del folleto. Lo que vio expuesto lo decepcionó: eran saldos del mercado español y algunas revistas infantiles, como si existiera la posibilidad de que un niño llegase hasta el fondo de ese túnel del terror. Entró para amortizar el viaje, sin esperanzas de encontrar material decente.

El local era un cuadrado. El mostrador estaba en un rincón y contra las paredes había tablas apoyadas en caballetes, sobre las que reposaban las cajas con el material. La decoración era escasa: algunos pósteres y un par de estantes con muñecos que se veían diminutos y aislados.

Detrás del mostrador había un hombre joven, con el pelo largo atado en una cola de caballo, leyendo un comic book en edición original.

—Hola —saludó el librero—. Si te puedo ayudar, avisame.

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