Kristen Simmons - Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Punto de quiebre (Artículo 5 #2): краткое содержание, описание и аннотация

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.

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Así, sin más, se deshizo el corrillo.

El entusiasmo por el francotirador y por el intento de asesinato del jefe de la Reforma Nacional me impresionó, pero la verdad es que quedé más impresionada con la forma como todo el mundo regresó a sus labores normales, como si alguien hubiera activado un botón. Quedé impresionada al ver cómo nadie estaba pensando, como yo, en reforzar la seguridad, en evitar la Plaza o cualquier lugar donde hubiese soldados.

Todo el mundo siguió con lo suyo. Tal vez esa era la manera como sobrellevaban esta vida.

Wallace anunció la cena y los demás se dispersaron y dejaron vacío el cuarto del radio. Los únicos que quedamos fuimos Chase y yo. Él se recostó contra la pared de afuera, con aire distraído, y cuando me hice a su lado, me di cuenta de que hacía algún tiempo que no estábamos solos. Por ser el recién llegado, a Chase le asignaban con frecuencia el turno de la noche para vigilar el perímetro. En teoría compartíamos un cuarto, pero eso no significaba que nos viéramos mucho.

Después de que los demás se marcharon, Chase bajó la guardia y se restregó los ojos con las palmas de las manos, mientras dejaba asomar el cansancio por haber hecho doble turno. Pero había algo más. Yo estaba segura de que algo más le preocupaba.

—¿Qué pasa? —le pregunté.

Chase se quedó mirando fijamente mi hombro por un momento y yo me di cuenta de que la camisa de hombre que llevaba puesta se había escurrido un poco y dejaba ver mi clavícula, de modo que me la subí lentamente y desvié la mirada.

—Probablemente no es nada, es solo que… —Chase encogió los hombros—. Cuando estaba peleando en la base de Chicago, había un médico… Un tipo ya mayor, de la edad de un oficial. Ellos me mandaron a verlo si me sentía demasiado aturdido y él siempre levantaba tres dedos y decía: “¿Cuántos dedos ves?”. Una vez le dije que eso no funcionaba si él siempre levantaba la misma cantidad de dedos y entonces él dijo: “Tres es el único número que tienes que recordar, sargento”. En ese momento solo pensé que estaba más loco que yo.

Chase solo me había hablado una vez de la época en que los oficiales los mandaron a pelear en la base, e incluso esa vez me contó la historia desde la perspectiva de alguien más. Yo sabía que su tiempo en la OFR era algo que Chase quería olvidar, en especial el tiempo que pasó en la base de Chicago, entonces nunca lo presioné. Siempre pensé que si quería contarme algo, algún día lo iba a hacer.

Pero ahora sentí curiosidad. ¿Era posible que la resis­tencia se hubiera infiltrado en la MM? Si ese era el caso, tendríamos acceso a los planes, las estrategias y los envíos de provisiones de la OFR… Pero eso parecía muy bueno para ser cierto.

—¿Qué pasó con ese médico? —pregunté.

—No lo sé. Suspendieron las peleas después de que yo… —Chase echó los hombros hacia atrás, como si sintiera que el pecho se le apretaba—, después de que accedí a dejar de escribirte. Después de eso ya no necesitaba al médico para nada.

Chase me miró de frente, y por un momento, nuestros ojos se encontraron. Eso me hizo recordar cosas que no quería recordar. Todas las cartas que escribí y que se quedaron sin respuesta. La presión de la cual él fue víctima por fraternizar con cualquier chica, y peor aún, con una cuya madre era una infractora. La forma en que ellos le ordenaron arrestar a mi madre.

El hecho de que Chase había sido testigo de su asesinato.

Yo le creí cuando me dijo que no pudo salvarla. Pero aunque era algo inútil, a veces me preguntaba si realmente él había hecho todo lo posible, todo lo que yo hubiera hecho. Los pensamientos como ese no me llevaban a ninguna parte, claro, y solo hacían que fuera más difícil estar a su lado. Chase era al mismo tiempo la causa de mi dolor y la cura.

—Bueno, ¿y tú cómo estás? —Chase se aclaró la garganta—. Me refiero a cómo estás de verdad —añadió.

Sentí cómo mi piel se tensaba al oír esas palabras, como si toda la rabia y el temor se extendieran por ella e hicieran presión sobre mis pulmones, y se me dificul­tara la respiración. Chase debe haberse dado cuenta, porque enseguida se retiró de la pared y se quedó mirando un agujero que tenía en las botas.

—Tengo hambre —dije—. ¿Qué crees que haya de comer esta noche?

Hubo un silencio que duró un rato, y luego otro.

—Pizza —dijo finalmente, y yo respiré aliviada por el cambio de tema—. Tal vez espaguetis, y helado de postre. —Chase torció la boca ligeramente en un intento de sonrisa.

—¡Suena delicioso! —dije. Lo más probable es que la cena fuera jamón enlatado y fríjoles, pero a veces era más fácil fingir.

—¿QUIÉN QUIERE SUNDAE?

Yo me tapé la cabeza con la almohada. ¿De verdad ella estaba empeñada en fingir que teníamos helado, cuando ni siquiera contábamos con un congelador?

—Lástima. Supongo que tendré que comérmelo yo sola.

Solté un gruñido. El bloc de hojas en blanco reposaba al lado mío, intacto. ¿Cuántas cartas le había escrito a Chase en los últi­mos seis meses? ¿Veinte? ¿Treinta?, y ni una respuesta. Ni para decir que había llegado a Chicago y había comenzado el entrenamiento. Ni para decir que me extrañaba.

Él me había prometido que iba a escribir, y yo le había creído.

No debí haberlo hecho.

Hice caso omiso de los gruñidos de mi estómago todo lo que más pude, pero era inevitable enfrentarme con ella en algún momento. Entonces me levanté de la cama y fui hasta la cocina arrastrando los pies.

Ella estaba sentada en la mesa de la cocina, con las manos entrelazadas detrás de un platado de puré de papa instantáneo, de ese que viene en polvo en una caja azul. Al lado había dos cucharas, una directamente frente a ella y la otra frente a mi asiento. Se había fabricado una especie de sombrero de marinero con una bolsa de papel y lo llevaba majestuosamente sobre la cabeza.

—Tiene que ser una broma —dije.

—Ah, ¿al fin sí quieres un poco de helado? No estoy segura de que haya suficiente para compartir —dijo con tono burlón.

Solo para seguirle la corriente, me senté. Pero no podía mirarla a los ojos: el sombrero me parecía demasiado ridículo.

Levantó su cuchara, la llenó de puré de papa y se la metió a la boca, haciendo toda clase de ruidos de satisfacción.

Yo sonreí.

Después de un momento, tomé mi cuchara, y le di una probada.

—Dime si no es el mejor helado que te has comido en la vida —dijo ella.

—No es el mejor helado que me he comido en la vida —dije, tratando de tragar el bocado sin reírme.

Ella me miró con incredulidad. Luego agarró una cucharada del puré y me la lanzó por encima de la mesa. Me salpicó de puré toda la camisa.

—HOLA.

Di un brinco en la silla cuando Sean chasqueó sus dedos frente a mi cara. Todavía me dolía el pecho por el recuerdo. Si yo hubiese sabido que mi madre estaría muerta tres meses después de eso, nunca habría peleado con ella por una estupidez ni le habría gritado cuando recibió una notificación. Habría empacado nuestras cosas y habríamos huido, y ahora las dos estaríamos a salvo en un refugio.

Traté de aferrarme al sonido de su risa, pero esta se mezcló con las de los que estaban en el corredor. La voz soprano de Cara se imponía sobre todas las demás. Probablemente estaban jugando póker otra vez, compitiendo por algo que alguien había recogido en la ciudad. Un dulce, tal vez, o cigarrillos. Me fruncí. Con todo el ruido que estaban haciendo iban a terminar por atraer a toda la base.

Billy se alejó del computador, mientras se echaba el pelo hacia atrás con gesto distraído. Yo me había elevado mientras estábamos revisando el servidor central en busca de información sobre reformatorios para chicas en Chicago. Yo no tenía mucho que hacer mientras Billy pirateaba el servidor y Sean revisaba las listas.

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