Juan José Domenchina - Artículos selectos
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EL Sol o
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JUAN JOSÉ DOMENCHINA
(MÉXICO, AÑOS CUARENTA)
JUAN JOSÉ DOMENCHINA
ARTÍCULOS SELECTOS
Prólogo y compilación de
Amelia de Paz
COLECCIÓN OBRA FUNDAMENTAL
© Fundación Banco Santander, 2010
© Del prólogo, Amelia de Paz
© Herederos de Juan José Domenchina
Reservados todos los derechos. De conformidad con lo dispuesto en el artículo 534-bis del Código Penal vigente, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes reprodujeren o plagiaren, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica fijada en cualquier tipo de soporte sin la preceptiva autorización.
ISBN: 978-84-16950-31-7
AMELIA DE PAZ
EPITAFIO DE DOMENCHINA
EN UNA DE SUS AÑORANTES fabulaciones, Max Aub imaginó desde el hervidero de la Ciudad de México, a la altura de 1956, su ingreso en una nada real Academia Española por donde no había pasado la guerra civil: preside don Américo; la flor y nata se reparte el distinguido abecedario; Juan José Domenchina ocupa desde once años atrás el sillón «R». Todo está en orden; los astros cubren su curso inmutable sobre el cielo madrileño. Quienes tenían el poder en 1931 lo mantienen a la vuelta de un cuarto de siglo. No pasa nada; el mundo está bien hecho. A la misma hora, no muy lejos, en la colonia Juárez, un soledoso y trasteado Domenchina sueña que deambula por su barrio del Marqués de Salamanca, y que Ortega, Unamuno, Mesa, Valle-Inclán, Pérez de Ayala salen a su encuentro. Muertos y vivos departen en el limbo atemporal de la memoria, azul, para Domenchina, como el aire de Madrid. Al exiliado se le ha parado el reloj.
Verano de 1931. Un hombre-globo a la deriva —que sólo Juan Ramón supo entrever por aquellos días sobre las acacias de la calle de Serrano—, «alto, lleno, apeponado, lento», con un libro gordo bajo el brazo como lastre, asoma por la redacción del diario El Sol. Tiene treinta y tres años, buenas aldabas y algunas lecturas. Disfruta el triste privilegio de haber pertenecido al jurado que en febrero acaba de otorgarle el Premio Nacional de Literatura a Mauricio Bacarisse justo el día de su muerte. Es apuesto, tiene porte, mide metro ochenta y dos. Fue un estudiante flojo y marrullero. Odia los grupos, pero las tardes las pasa en la peña del Regina. Vive con su madre y con su hermana, viudas las dos, y con sus sobrinillos gemelos, «en el mejor de los mundos», dice. Se pierde por las mujeres, los niños y el diccionario. Sobrealimentado de lengua materna y nutrientes, tres horas después de cenar, zahora. De muy crío perdió a su padre, aquel hombre «indulgente, ocurrente, melancólico y dulce» que fue ingeniero de Caminos. Una novela, La túnica de Neso , entre decadentista y freudiana, y una descarga lírico-expresionista, La corporeidad de lo abstracto , le han dado fama de indigesto en prosa y verso; su Dédalo , aún más rompedor, ya está en marcha. Pero él presume de bailón in utroque , doctorado en chotis y habaneras con «el Tacones» —organillero, bastonero y chulo de postín— y sus apetitosas discípulas «la Opulenta», «la Pechugona» y «la Tonelada», así como en los raposunos trotes del fox y en el one-step , vulgo pasodoble de extranjis, por mor de las señoritas que concurren a merendar al Ritz y al Palace. No ha hecho en la vida más cosa que leer y escribir, así que se jacta de otra, como es de rigor. La carne es alegre. De sus efusiones tardosimbolistas de adolescente precoz, Del poema eterno (1917) y Las interrogaciones del silencio (1918), ya no se acuerda o no quiere acordarse. Tan lejos quedan como aquel primer poema escrito a los nueve años, con cuarenta grados de fiebre, en pleno sarampión, o como el primer libro de versos, compuesto y sañudamente destruido a los dieciséis, y como sus arrebatados encuentros en el piso de Montesquinza a los dieciocho con la bellísima Soledad, la esposa treintañera del capitán de Regulares con destino en África, a la que recordará en su madurez con la nostalgia desfondada del primer amor.
En julio de 1931, al amparo de la favorable coyuntura, el crítico en potencia que hay en todo poeta asoma en Domenchina. Colabora fugazmente en La Gaceta Literaria y en el susodicho El Sol , con un estilo de señorito empingorotado que huele fuerte a colonia. Desde octubre tiene menos tiempo para florituras, porque pasa a ser secretario particular de Manuel Azaña, presidente del Gobierno provisional. Es probablemente su primer empleo remunerado, y a él —a servir a la República— se ha visto abocado por un decreto republicano que de golpe y porrazo disminuye su patrimonio. A Azaña lo trata, como a Cipriano Rivas Cherif, desde los tiempos de La Pluma y luego en la revista España ; en 1925 lo ayuda a fundar Acción Republicana. La suya es una amistad de sobremesa, sedimentada a base de café, copa, puro y comidilla literaria y mundana en los feudos de don Ramón del Valle-Inclán, como quien no quiere la cosa. Acabará determinando trágicamente la vida de Domenchina, arrastrado, como otros, en el torbellino que levanta el encumbramiento político del oscuro escritor sin lectores. En abril de 1932 asume Domenchina también la secretaría política —esta vez sin retribución— del que ya es presidente del Consejo, y el año se le va en despachar montañas de correspondencia, clientelas y chivatos. Las queridas despechadas de los mílites desleales le abren sus corazones. El trabajo es abrumador. Se convierte en depositario de secretos, quejas, plantos, amenazas, propósitos, despropósitos, monsergas, soplonerías; destapa conspiraciones, abemola escándalos. Menos mal que también es el año en que se entrevista con Paul Valéry, Manuel Machado le presenta a su hermano Antonio, y conoce en la taberna La Rambambaya a un García Lorca que, aunque tiene su misma edad, fantasea con haberse desgañitado en su infancia chillando en el frontón de su casa de Fuentevaqueros el rechinante apellido de Domenchina al sacudirle a la pelota. «No lo dejan a uno ni soñar», se duele Lorca cuando le advierten el anacronismo. Sanjurjadas y Casas Viejas, tanto como la gestación de Margen , su mejor poemario de preguerra, explican acaso el silencio de Domenchina en la prensa hasta febrero de 1933, en que vuelve a hacer oír su voz, constante hasta julio, en las columnas de El Sol. «En nuestra caótica vida literaria todo está por discernir y por cerner», escribe por entonces, en clave programática. Con tenacidad a prueba de desfallecimientos, escrúpulos o sobornos, como si de un designio divino se tratara, acomete la misión de ser él el cedazo que separe la harina del salvado. Ha vuelto al periódico a petición del mexicano Martín Luis Guzmán, gerente de la empresa editora, que le encarga además la dirección de su sección poética. En ella da cabida a mexicanos y españoles de todos los colores, noveles y consagrados: Alberti, Aleixandre, Altolaguirre, Cernuda, Díez-Canedo, Gerardo Diego —que acaba de excluirlo de su antología Poesía española —, Foxá, González Martínez, Guillén, Gutiérrez Hermosillo, Moreno Villa, Ortiz de Montellano, Quiroga Pla, Salinas, él mismo, y ante todo Juan Ramón Jiménez. La colaboración se interrumpe sin embargo de modo repentino, por razones no del todo claras, en las que se adivina la sombra de este último —otra de las tres o cuatro figuras capitales de su existencia.
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