Juan José Domenchina - Artículos selectos
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EL Sol o
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Cuando en diciembre de 1938, con el enemigo en puertas, se compilan en Barcelona las Nuevas crónicas de «Gerardo Rivera» , ninguno de tales artículos intempestivos pasa a formar parte del volumen. Era de esperar. Y acaso mejor así. En esas anacrónicas Nuevas crónicas que el nuevo Domenchina ofrece como «testimonio de vocación y consecuencia», todos son trabajos anteriores a la guerra, es decir, de otra galaxia; el autor no ha podido esta vez escoger y delega en los tipógrafos la disposición, como quien escurre el bulto. Estos hacen lo que pueden; no deben de haber tenido a mano siquiera las Crónicas de 1935, cuando repiten un par de escritos. El libro es hoy una rareza bibliográfica, que apenas tuvo difusión tampoco en los agitados días que lo vieron nacer. Ni Domenchina mismo conservó ejemplares, o si lo hizo, los perdería en la diáspora: en cualquier cuneta de la carretera de Francia pudieron quedársele cuando fue arrojando enseres por el camino para hacer sitio en su automóvil al prójimo. (Entre quienes sí llegaron a conocer a la sazón las Nuevas crónicas se halla Benjamín Jarnés, que las reseñó desde París en la prensa bonaerense en julio de 1939). Que Domenchina tomara distancias en su prólogo de urgencia no es sólo falta de medios: ¿suscribiría a finales de 1938 sus palabras de principios de 1935 acerca de León Felipe, por ejemplo? ¿Cuántas de sus antiguas opiniones literarias sobreviven al abismo de la guerra? El sustrato se ha esfumado; la piedra de los lares ha sido enajenada. El 1 de febrero de 1939, Domenchina abandona el país. Que se despida enarbolando en La Vanguardia una defensa cerrada de Manuel Azaña es algo más que una temeridad: es un símbolo. Tanto, como que su primer escrito nada más pisar suelo francés sea el obituario de Antonio Machado.
Un espectro de sí mismo es el Domenchina demacrado y pese a todo agradecido que en mayo de 1939 arriba a las costas de Veracruz en el Flandre , el viejo trasatlántico que un submarino alemán mandaría al fondo del mar meses después. Debe a los fundadores de La Casa de España en México, y en particular a Alfonso Reyes, la salvación. Lo acompañan todos los suyos: esposa, madre, hermana, sobrinos —avunculado y matriarcado continúan siendo la pauta familiar tras el matrimonio—. Hay que ganarse la vida. A Domenchina le quedan por delante veinte años para aprender a digerir el pan del exilio. En La Casa de España —pronto Colegio de México— no termina de encajar la disposición antiacadémica de quien nunca ha profesado —a pesar de poseer el título de Maestro Nacional— ni quiere hacerlo. Aun así, sus benefactores se las arreglan para encargarle cometidos editoriales, más acordes con sus inquietudes, que justifiquen su sueldo. La eventualidad de un traslado a Nueva York tampoco llega a fraguar. Lenguas no domina más que la propia, y unas onzas de francés: aun así, se pone a traducir, con la ayuda de Ernestina, que como todas las jóvenes de su posición ha estudiado piano, francés y algo de inglés, y es quien de hecho se entrega a esa tarea. La relación de títulos que esta vierte para el Fondo de Cultura Económica causa estupor; a cargo de Domenchina salen tempranamente (1942) la Historia de Europa, desde las invasiones al siglo XVI de Henri Pirenne y El hombre y lo sagrado de Roger Caillois; póstumo (1960), su De Baudelaire al Surrealismo , de Marcel Raymond; todos en circulación todavía hoy. En 1944 traduce además a Kalidasa ( La ronda de las estaciones , Editorial Centauro) y a Pierre Louÿs ( Las canciones de Bilitis , Editorial Leyenda); al año siguiente, asimismo para Centauro, Las elegías de Duino de Rainer M. Rilke, con el auxilio de Manuel Pedroso y ediciones francesas, inglesas e italianas. José Bolea, el exiliado alcireño fundador de Leyenda y Centauro, se ha erigido en su valedor. Como versión domenchiniana imprime la propia Centauro, también en 1945, El diván de Abz-ul-Agrib , que no es sino una superchería orientalizante, como lo son sus Jardines de Hafsa , inéditos hasta 1986. Junto con su mujer, firma traducciones de Jules Romains (1942) y Emily Dickinson (1946), y prologa las que aquella lleva a cabo entre 1944 y 1945 — Las gacelas de Hafiz, La flauta de jade, El destierro de Rama, La guirnalda de Afrodita —, volúmenes delicados, de gusto juanramoniano, ilustrados con primor por Almita Tapia, la hermana de Daniel.
Fuera de algún oficio burocrático al que también se verá forzado más adelante, la colaboración periodística es el otro recurso para reparar su menguada economía. No es fácil saber en cuántas publicaciones participaría durante esos años, algunas acaso insospechadas: la prevención que muestra a difundir en revistas sus versos no alcanza a la prosa. De milagro conocemos la evocación de su Madrid natal que en agosto de 1946 brindó a Los Cuatro Gatos , la agrupación madrileñista creada por Antoniorrobles, o su retrato de Luis Álvarez Santullano en Humanismo (1952); otros escritos dispersos yacerán, tal vez para siempre, en las hemerotecas mexicanas. Recién llegado, prueba mano en Hispanoamérica ; en Hoy obsequia a Alfonso Reyes y airea, en pleno aluvión de refugachos, sus memorias de covachuela «Pasión y muerte de la República Española», para hacer amigos, como suele. Por las mismas fechas, Martín Luis Guzmán, ya afincado de nuevo en su país, se lo lleva a Romance. Corre el otoño de 1940 y Domenchina se convierte en el principal redactor de la revista. Los anteriores responsables —el Komintern de la colonia española— han sido despedidos de modo fulminante y culpan a los nuevos. Se enzarzan en una polémica brutal que termina a fustazos. Se reviste de discordia literaria lo que en el fondo no lo es, sino inveterada rencilla política, herida purulenta de perdedor de guerra. De toda la marejada hoy sobreviven unas liras perturbadoras —la Primera elegía jubilar de Domenchina—, y el remedo satírico que les asestó Lorenzo Varela. No tan sencillo es determinar la exacta dimensión del paso de aquel por Romance , más allá del puñado de trabajos que imprimió a su nombre —entre ellos la necrología de Azaña, fallecido en noviembre en la lontana Montauban, o sus estudios sobre Enrique González Martínez, Paul Valéry o James Joyce. Huellas anónimas de su peculiar estilo se perciben por doquier en las páginas de la revista desde el 22 de octubre de 1940 al 31 de mayo siguiente, para aventura y fruición de eruditos. Pero no es oro todo lo que reluce: no parece probable que haya escrito los editoriales a partir de su incorporación en el número 17, como se ha dicho, y sí lo es, en cambio, aunque no se haya advertido, que le pertenezca la sección «En acecho», antes resposabilidad —asimismo anónima— de Antonio Sánchez Barbudo. En total son cuarenta y cuatro los textos que pensamos que le corresponden; de ellos, sólo once declarados.
El Domenchina que tal actividad despliega está padeciendo un calvario: no consigue sobreponerse al destierro. Si adelgazó durante la guerra, en 1943 se queda en los sesenta y cuatro kilos, con un pie en la sepultura. La depresión lo atenaza. Muchos son los episodios —y no todos controversia o jeremiada— que se podrían contar de su etapa mexicana. Si lo hiciéramos, traicionaríamos lo esencial: que su ser no es otro que un no ser desde el instante en que cruza los Pirineos camino del exilio. Que Domenchina es un «muerto en guerra». Su vivir, un haberse abstenido de vivir; negación continua. Noluntad unamuniana consciente, de « individuo, roto por la adversidad en dos medios seres frustrados que vegetan: uno, oculto, preso y al abrigo de un ayer imprescriptible, en los despojos de su patria enajenada; y otro, precedido, que es sombra, remedo, parodia o doble de su existir maquinal, y que se inhibe —esperando su sazón española— en un destierro absoluto, de hombre desistido, porque se propone no vivir —porque no se pliega a vivir interinamente— hasta que pueda recobrar su vida íntegra de español en España». No se puede expresar con mayor clarividencia, aunque estas líneas de su prólogo a las Tres elegías jubilares (1946) sean sólo una entre las mil formulaciones de su caso. La suspensión es la sustancia vital de Domenchina; su poesía, indagación constante en esa renuncia voluntaria. Vida mínima, sostenida tan sólo de reminiscencias. Todo son variaciones sobre ese tema recurrente. Como poeta, llega entonces a su fuero más interno. La producción que genera en los demás órdenes —sus antologías de la poesía española contemporánea, sus ediciones de fray Luis de León o Unamuno, hasta esos Cuentos de la Vieja España — no es sólo, ni fundamentalmente, pane lucrando : son máscaras del tantálico Domenchina, volcado en una única obsesión: aferrarse a lo perdido, un tiempo y un espacio lejanos, recrearlo de mil suertes en la fantasía. Apagado el incentivo del entorno inmediato que movía a Gerardo Rivera, Domenchina escribe sub specie aeternitatis , con la ventaja de quien conjura a un pasado ya no sujeto a contingencia. Sublimado por la distancia, su juicio adquiere categoría de imperecedero.
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