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Kristen Simmons: Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Punto de quiebre (Artículo 5 #2): краткое содержание, описание и аннотация

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.

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—Ve —le dijo Wallace—, y ya iba siendo hora de que te consiguieras un cinturón.

Billy dio media vuelta para irse, rezongando, pero antes volvió a girar sobre sus talones y le lanzó una juguetona bofetada a Wallace. Un segundo después, ya iba corriendo por el corredor, muerto de la risa.

Yo quedé con la boca abierta.

—Maldito desgraciado —dijo Wallace con afecto, mientras se restregaba la mejilla sin afeitar. No creo que hubiese reaccionado de la misma manera si el de la bofetada juguetona hubiera sido Houston o Lincoln, o cualquier otro, a decir verdad.

Gypsy se subió a una caja de uniformes que estaba contra la ventana y se acostó hecha un ovillo, mientras nos vigilaba con sus ojos amarillos. En medio del silencio, me di cuenta de que hacía varias semanas que Wallace y yo no hablábamos a solas.

—Yo… creo que estamos bajitos de balas —dije—. Puse lo que tenemos en estas cajas…

—Ven y conversamos un rato, Miller.

Wallace dio media vuelta sin decir nada más y me hizo seguirlo hacia la puerta de la escalera. Hubo un momento en que pensé que me estaba poniendo a prueba y me iba a llevar afuera para ver si era capaz de ir, pero no. Empujó la puerta y subió, e hizo sonar los escalones metálicos con sus botas.

La preocupación me estaba carcomiendo. Traté de imaginar la razón de esta conversación. Yo no sabía nada más del francotirador, y no había sido la única en expresar mis dudas sobre el candidato a nuevo recluta de Sean.Riggins también se había opuesto. Con seguridad no estaba en problemas por eso.

Mis pensamientos se orientaron entonces a la base de la MM. No había manera de que yo supiera cómo volver a entrar ahí: sencillamente no teníamos hombres suficientes para tomarnos las entradas, y ningún soldado, ni siquiera los que estuvieran de incógnito, podría pasar por la salida que estaba junto al crematorio, por la que Chase y yo habíamos escapado. Wallace lo sabía. Él y yo le habíamos dado vueltas y vueltas al tema, hasta que no había nada más de qué hablar, y nos dejó a los dos frustrados.

¿Sería sobre eso que quería hablar conmigo ahora, sobre mi falta de contribución? ¿El hecho de que no había salvado a los demás en el centro de detención? Porque yo sabía que lo había decepcionado. A Wallace, a la resistencia, a los prisioneros que abandoné a su suerte. Era una idea que me perseguía y tal vez lo merecía. Había salvado a Chase y me había salvado yo, a sabiendas de que los que estaban en las celdas vecinas iban a morir. Traté de pasar saliva, pero tenía la garganta hecha un nudo.

Wallace empujó la pesada puerta metálica del décimo piso y el interior se llenó de luz.

No era un día muy soleado, pero en el cuarto piso manteníamos las cortinas cerradas y me tomó varios segundos adaptarme a la cantidad de luz. Cuando mis ojos se ajustaron, observé el patio de cemento que conocía tan bien y en el cual solo sobre­salía la entrada en forma de cueva hacia las escaleras, la banca de parque que había detrás de la entrada y el guardia de la resistencia que vigilaba las calles hacia el oeste.

El aire no era puro, pero al menos no era un aire rancio como el de adentro. Respirar alertó mi estado de conciencia y me hizo sentir expuesta. Estar aquí con Wallace no parecía tan seguro como cuando subía sola.

Wallace caminó al frente del edificio, hacia el borde elevado de ladrillo rojo que recordaba las almenas de un viejo castillo. Lo seguí hasta que nos sumergimos en las sombras, mientras levantaba la vista hacia el alto edificio de oficinas que se alzaba junto al Wayland Inn. Aunque las estructuras no se tocaban, estaban muy cerca, y me pregunté si Chase podría verme ahora, desde una de aquellas ventanas altas y oscuras.

—Mira, allá en la autopista —dijo Wallace y señaló el edificio que estaba al lado de los barrios pobres y que alguna vez fue una universidad, cerca de la autopista elevada que corría junto al río. Unos cuantos autos transitaban por la vía, pero la bruma impedía ver si eran patrullas de Policía.

—En esos autos hay gente que puede ir adonde quiera. Gente que no se está muriendo de hambre ni congelándose como las personas que están en la Plaza. Hombres que todavía tienen trabajo. Chicas que todavía van al colegio. —Wallace se inclinó para apoyar los codos contra el muro, y me miró.

Yo sentí un temblor súbito en el pecho, generado por el impacto de todas esas cosas que había estado tratando de olvidar. Mi casa. Beth, con su hermoso pelo rojo. Este año yo estaría terminando el colegio y me graduaría en junio.

—Algunas veces subo aquí y los observo. No sé, supongo que subo aquí para compadecerme de mi situación. —Wallace suspiró—. Nunca me di cuenta de todo lo bueno que tenía antes de todo esto. Lo fácil que era caminar por la calle sin preocuparte de que alguien te delatara.

—Sí. —Yo seguí mirando los autos.

—¿Sabes de qué me doy cuenta siempre? —me preguntó Wallace.

Negué con la cabeza.

—De que los compadezco más a ellos.

El sonido de una sirena cortó el aire y atrajo mi atención hacia la fortaleza de alabastro que se levantaba, rodeada de altas paredes de piedra, unos treinta kilómetros al este. La base de la OFR.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Mi casa puede no parecer gran cosa, pero mantiene a salvo a mi familia. Tengo qué comer y un techo sobre la cabeza. —Wallace levantó los brazos delante de él, como si estuviera sosteniendo algo muy valioso—. Pero lo más importante es que soy libre, Miller. Todos esos pobres diablos que siguen las reglas están atrapados en una prisión de miedo.

—Tú no eres libre —dije, con frustración—. Estás atrapado, tan atrapado como ellos. No es que me guste, pero es la verdad. La única manera de estar realmente a salvo es cumplir las reglas.

Pero de repente mis palabras sonaron vacías. ¿Cuántas horas habíamos pasado mi madre y yo solicitando los vales de alimentación, haciendo gestiones para lograr que nos congelaran la hipoteca y rompiéndonos el lomo porque todos los empleos de la ciudad discriminaban los antecedentes de mi madre? ¿Para qué nos sirvió todo eso? Ellos se la llevaron y la mataron.

—A salvo —repitió Wallace—. Eso es lo mismo que dijo Scarboro cuando se posesionó como presidente. —Cuando Wallace percibió mi cara de preocupación, sonrió—. No te preocupes, más de la mitad del país le creyó. Es lo que la gente hace después de que ha pasado por una guerra.

En ese momento se filtró en mi cabeza un recuerdo de otra época. Mi madre, alegando ante el televisor, mientras el hombre que se veía en la pantalla prometía seguridad a través de la unidad. Libertad por medio de la conformidad. Que los valores familiares tradicionales y una fe simplificada restaurarían la grandeza de nuestro país.

Me froté la frente con la palma de las manos, sintiéndome como me había sentido muchas veces en el último mes: demasiado llena de algo, pero demasiado vacía para darle un nombre. La pequeñísima parte de mí que creía que todavía pertenecía al mismo mundo en que había crecido —el mundo de Beth, y el colegio y mi casa— se había separado para siempre de mí. Ya nunca podría regresar.

—Entonces, ¿qué hago ahora? —pregunté con voz débil, mientras retorcía alrededor de mi dedo la falsa argolla de matrimonio que Chase robó para dármela. No necesitaba usarla si nunca salía, pero de todas maneras la usaba.

Wallace suspiró.

—Descubre qué es lo importante, y haz algo al respecto.

Capítulo 2

EL EQUIPO QUE ESTABA PATRULLANDO las calles regresó al Wayland Inn al final de la tarde. Desde la ventana de las escaleras de atrás observé cómo tres hombres que habían partido temprano ayer, vestidos con ropa común en mal estado, salían de la cabina de un camión de distribución de la marca Horizontes. Estaban vestidos con sendos overoles de color gris parduzco, marcados con un logo de aquella marca que se extendía a todo lo ancho de su espalda, y con eficiencia descargaban múltiples cajas del camión. El motor nunca dejó de ronronear, y tan pronto terminaron la tarea de descargue, el camión se alejó.

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