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Kristen Simmons: Punto de quiebre (Artículo 5 #2)

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Punto de quiebre (Artículo 5 #2): краткое содержание, описание и аннотация

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Segunda entrega de la saga Artículo 5.Tras fingir sus muertes para escapar de la prisión, Ember Miller y Chase Jennings solo tienen un objetivo: mantener un perfil bajo hasta que la Oficina Federal de Reformas olvide que existieron. No obstante, ahora que son casi unas celebridades, a raíz de sus desencuentros con el Gobierno, Ember y Chase son reconocidos y aceptados por la Resistencia, donde todos los ojos están puestos en el francotirador, un asesino anónimo que derrota a los soldados de la OFR uno por uno, al menos hasta que el Gobierno publica su lista de los más buscados, donde el sospechoso número uno es la propia Ember, y las órdenes son disparar a matar.

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Cara, que había viajado escondida en la parte posterior del camión entre las cajas, fue la primera en llegar al cuarto piso. No llevaba nada en las manos y pasó de largo con una sonrisa de satisfacción, soltándose la melena de pelo teñido de negro. Yo sabía que cuando iba a la ciudad se recogía el pelo en trenzas para tratar de verse más conservadora, pero dudo de que funcionara: ni siquiera vestida de jeans y una camiseta de hombre se podía decir que Cara se viera como una persona corriente. No hacía falta escuchar los comentarios de treinta hombres para notar eso.

Cara no me regresó el saludo, aunque fue evidente que vio mi gesto. Había notado mi presencia, pues levantó una ceja antes de entrar a un cuarto, y me dejó allí, de pie en el pasillo y con la mano todavía a medio levantar.

Para entonces, ya habían salido otros de los chicos y se dirigían a las escaleras a ayudar a descargar. Me acerqué al cuarto de vigilancia, donde me detuve un momento a observar la montaña de radios de mano y pilas que yacían sobre la mesa de centro. Contra la pared del fondo estaba el computador que había reconstruido Billy y un tablero receptor negro que encontraron en el montón de desechos del incinerador que se encontraba fuera de la base. Cara y Wallace estaban ahí, y conversaban en voz baja.

Cuando su desafiante mirada se cruzó con la mía, no pude evitar recordar nuestros primeros instantes en los cuarteles de la resistencia, en el momento en que ella nos saludó por el nombre a Chase y a mí. Yo sabía que eso se debía a que Cara escuchaba religiosamente las comunicaciones de la MM que tenían intervenidas —a esas alturas la MM ya llevaba varios días siguiéndonos—, pero no pude quitarme la sensación de que ella, y tal vez también Wallace, de alguna manera nos habían estado esperando.

Me apresuré a seguir hacia el cuarto de suministros, para hacer el inventario de lo que acababa de llegar.

DIECISÉIS CAJAS DE COMIDA ENLATADA. Dos cajas de jabón líquido. Paños para lavarse la cara. Toallas. Pacas de agua embotellada. Fósforos. En resumen, todo un tesoro. Desde luego, Wallace revisaría lo que yo había inventariado y determinaría qué cosas trasladar a la comunidad, pero por ahora el ambiente era festivo.

Yo estaba trabajando sola, entretenida por las voces de los que jugaban póker en el pasillo. Eso me distraía del hecho de que Chase y Sean todavía no regresaban.

—¿Viste el regalo que te traje? —Cara entró de repente al cuarto, vestida con un suéter inmenso y descolorido que le colgaba casualmente de un hombro. De alguna manera, se veía todavía más bella así.

—No, a menos que te refieras al jabón —dije con una sonrisa, con la esperanza de no sonar tan recelosa como me sentía. Llevaba semanas tratando de ser amable, en un intento por aliarme con la única otra chica que había aquí, pero los cambios de ánimo de Cara no habían facilitado el intento. Cara entornó los ojos y ladeó una pila de cajas pequeñas, cuyo contenido se regó por el suelo.

—¡Cuidado! —grité y me apresuré a enderezarlas.

Bajo las cajas que Cara empujó había otra caja que me faltaba organizar. Ella levantó la tapa y sacó una falda plisada azul marino.

Mi mente se llenó de recuerdos: el reformatorio, la última vez que había visto a la Srta. Brock, la directora, preparándose para castigarme después de haberles ordenado a los soldados que golpearan a Rebecca. El sonido del bastón contra la espalda de mi compañera de cuarto, mientras ella exigía saber qué había pasado con Sean.

Levanté las cajas caídas alineando perfectamente las esquinas.

Como en todas partes, las Hermanas de la Salvación se habían infiltrado gradualmente en los programas de beneficencia de la ciudad. Ellas eran lo que otra infractora del artículo había llamado una vez la respuesta de la MM a la liberación femenina, y aquí dirigían los comedores comunitarios, los orfanatos e incluso el sistema educativo.

Un inesperado temblor de entusiasmo bajó por mi columna vertebral. Cara podía usar esta ropa y mezclarse con la comunidad cuando cumplía alguna misión. Yo también podría hacerlo. Las Hermanas podían ir a lugares a los que no tenían permitido entrar los civiles, al igual que lo hacían los chicos de la resistencia que usaban uniformes robados a los soldados y a la marca Horizontes. Fue la primera vez que pensé seriamente en salir del Wayland Inn y eso fue liberador. Empoderador.

Pero básicamente imposible. Yo no podía hacer la clase de misiones que hacía Cara. A mí ya me habían capturado. La próxima vez no tendría derecho al lujo de una aguja llena de estricnina, como los soldados condenados en las celdas de detención de la base. A mí me encajarían una bala en la cabeza.

—¿Sí ves? Ahora puedes jugar a los disfraces con tu noviecito —dijo Cara con una sonrisa plástica.

Sus palabras me produjeron un súbito sentimiento de humillación. Estaba a punto de decir algo de lo que probablemente me arrepentiría después, cuando me detuvieron los gritos de Billy desde el cuarto del radio.

—¡El francotirador! ¡El francotirador!

Al segundo siguiente, las dos ya estábamos en el pasillo, dos puertas más allá de donde estaban los jugadores de cartas. Todo el mundo se empujaba a codazos, tratando de acercarse al conmutador confiscado que Wallace estaba operando.

—¡Silencio! —rugió Wallace.

Cuando las voces se desvanecieron, la voz adusta de Janice Barlow, la periodista local de una estación de noticias dirigida por la MM, llenó la habitación:

—… indica que cuatro soldados fueron asesinados varias horas después del toque de queda, desde una distancia de por lo menos noventa metros. Las fuentes de la OFR revelaron temprano esta mañana que están muy cerca de encontrar al francotirador de Virginia, al cual consideran responsable de la muerte de un total de siete soldados.

—¡Sí, genial! —gritó uno de los chicos que regresaron con Cara hacía unas horas, pero los dos hermanos que habían repartido las raciones del desayuno lo callaron enseguida.

—… es el segundo tiroteo en el estado de Tennessee, después del ocurrido a sesenta kilómetros al sur, en Nashville. En respuesta a esta crisis, la Oficina Federal de Reformas ha extendido el toque de queda local a las cinco de la tarde, hasta que el culpable sea capturado. Se les recuerda a los ciudadanos que deben obedecer las horas del toque de queda e informar a la línea de crisis o al oficial de la OFR más próximo sobre cualquier violación de los estatutos.

Cuando la periodista hizo una pausa, el pasillo estalló en voces de celebración. Un chico inquieto no mucho más alto que yo agarró a Cara y le hizo dar un improvisado giro de baile. “Cuatro”, decían todos. Cuatro, cuando el francotirador solo había asesinado a uno en la otra ocasión. Yo traté de sonreír, pero sentía una gran tensión por dentro.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Hay más! —gritó Billy, y se inclinó hacia delante, mientras Wallace ajustaba el volumen del radio.

—… determinó que la bomba, fabricada con electrodomésticos caseros, fue un ataque directo contra la vida del jefe de la Reforma Nacional. El estado del canciller Reinhardt es estable y actualmente se encuentra en recu­peración en un lugar secreto. A propósito del ataque, el presidente hizo la siguiente declaración al final de la tarde de ayer.

Hubo otra pausa, pero esta vez nadie dijo nada. Nadie se atrevía a respirar. El atentado contra la mano dere­cha del presidente hizo que el trabajo del francotirador pareciera súbitamente insignificante.

La recepción se deterioró cuando una voz masculina invadió el aire:

—… El trabajo de los radicales no representa, y nunca representará, la opinión de las mayorías. Lo que le ocurrió ayer al canciller Reinhardt es una prueba. Una prueba de nuestra fe. De nuestra moral, y de nuestra libertad. Es una oportunidad para que demostremos nuestra unidad y nos blindemos como país. Para deshacernos por fin del hedonismo que llevó a nuestra caída, para disipar el caos que nos asoló durante la guerra y para extirpar a todos los terroristas que se interponen entre nosotros y un futuro pacífico y seguro. Nadie dijo que las reformas serían fáciles, pero tengan fe cuando digo que sí es posible y que es lo correcto.

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