Simmons, Kristen
Tres (Artículo 5 #3) / Kristen Simmons ; ilustraciones Nekro; traducción Gabriela García de la Torre. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2019.
472 páginas ; 23 cm. -- (Narrativa Contemporánea)
ISBN 978-958-30-5911-7
1. Novela juvenil estadounidense 2. Muerte - Novela juvenil 3. Asesinos - Novela juvenil. I. Nekro, ilustrador. II. García de la Torre, Gabriela, traductora. III. Tít. IV. Serie.
813.5 cd 22 ed
A1635320
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición en Panamericana editorial Ltda.,
enero de 2020
Título original: Three
Copyright del texto © 2014 por Kristen Simmons - Publicado en acuerdo con Tom Doherty Associates, LLC en asociación con International Editors’ Co. Barcelona.
Todos los derechos reservados.
© 2017 Panamericana Editorial Ltda.,
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción del inglés
Gabriela García de la Torre
Ilustración de carátula y guardas
© Nekro
Diagramación
Martha Cadena
ISBN 978-958-30-5911-7 (impreso)
ISBN 978-958-30-6332-9 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
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Quien solo actúa como impresor
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PARA JOANNA
No existiría Tres sin Artículo 5, y no existiría Artículo 5 sin ti.
Capítulo 1
EL SUEÑO VENÍA CAMBIANDO. Incluso dormida podía sentirlo.
Antes solíamos ser mamá y yo. Íbamos tomadas del brazo por el medio de nuestra calle desierta, dirigidas hacia el mismo destino violento: hogar, soldados y sangre. Siempre sangre. Pero ahora había algo diferente, algo fuera de lugar que me inquietaba, como lo hace un acertijo que uno no logra resolver.
El asfalto seguía resquebrajado. Nuestro vecindario a la espera, mudo y sombrío. Cada una de las puertas delanteras de las casas en ruinas estaban selladas con un aviso que contenía los estatutos, como si fuesen una advertencia de la peste. En lo alto, un pálido cielo soso se extendía de berma a berma, y yo estaba sola.
Luego, a mi lado, donde debería estar mi madre, aparecía Chase.
No el Chase de ahora, sino el niño que conocí hace milenios: con el pelo negro desgreñado, los ojos audaces de una criatura de ocho años, y los calcetines blancos a la vista bajo los jeans que ya le quedaban cortos. Corría disparado calle abajo y yo corría tras él riendo como una tonta.
Chase era veloz. Eludía todos mis intentos por atraparlo con las puntas de mis dedos a centímetros de su camiseta que se ondulaba con el viento. Su risa me llenaba de algo cálido y a la vez lejano. Por un rato todo era regocijo.
En un instante el cielo se tornó violáceo, y el abandono con el que Chase pateaba la piedra calle abajo me preocupó. El chico era muy joven para entender lo que estaba ocurriendo. Con urgencia lo tomé de la mano. “Toque de queda”, le dije. “Debemos ir a casa”.
Pero se resistió.
Intenté arrastrarlo, en vano. Su pequeña mano se escapaba de las mías. La oscuridad creciente extremaba mi miedo.
Ellos ya venían. Podía sentir sus pasos dentro de mi pecho.
Oscureció, cayó la noche, y se hizo negra como el carbón e igualmente densa. Ya no se veían las casas, y lo único que quedaba era ese niño inocente a mi lado y la calle resquebrajada sobre la que caminábamos.
Se acercó un soldado con el uniforme impecablemente planchado, su porte delgado y resuelto, demasiado conocido, incluso a la distancia. Su pelo rubio radiante, como un halo en la noche sin luna.
Sabía lo que venía, pero de todos modos mi corazón latía tan fuerte que podía sentirlo hasta el fondo de mi estómago. Intenté echar atrás al niño para alejarlo del hombre que había matado a mi madre. “No le pondrás un dedo encima”, le dije a Tucker Morris, pero la verdad es que ninguna palabra salió de mis labios. Con todo, el alarido que hacía eco en mi cabeza pareció acelerar los pasos de Tucker, y de repente, ya estaba sobre nosotros, a un metro, apuntando su arma directo a mi frente.
Le grité al niño para que corriera, pero antes de que yo pudiera hacer lo mismo, mi mirada se topó con la del hombre.
No era Tucker. Tenía ante mí a otro soldado, con la piel pálida y los ojos muertos largo tiempo atrás, y con un hueco en el pecho por el que brotaba sangre: el soldado que habíamos matado para escapar del hospital en Chicago. Harper.
Solté un grito ahogado, trastabillé y caí de espaldas. El niño a mi lado quedó expuesto al arma.
Harper disparó. Escuché un ruido seco que estremeció el mundo y partió en dos la calle. Cuando se hizo el silencio, el pequeño yacía inmóvil, con un hueco del tamaño de un puño en las costillas.
Desperté de un sobresalto, preparada para la lucha. La imagen del soldado —Harper—, contra quien Chase había disparado cuando rescatábamos a Rebecca del hospital de rehabilitación en Chicago, se desvaneció, pero dejó un pegajoso residuo que me hizo imposible conciliar de nuevo el sueño.
Mi respiración fue regresando a la normalidad. Cuando se estabilizó, registré los sonidos del sueño: respiración profunda y el ocasional ronquido. El suelo duro sobre el que descansaba mi espalda me recordó que, para variar, nos habíamos refugiado en una casa abandonada tras dormir tres noches seguidas en la playa. La luna pesada, casi llena, entraba por la ventana sin cristal y facilitó ajustar mis ojos en la oscuridad. El espacio que ocupaba Chase a mi lado estaba vacío.
Me deshice de la toalla playera que cubría mis piernas. Había seis cuerpos durmientes desperdigados por el suelo. Gente que, como yo, había venido a la costa en busca del único refugio conocido para quienes huían de la opresión de la OFR, solo para encontrarla derruida. Por algún milagro, ciertas huellas que se alejaban de los escombros indicaban un camino a seguir y un pequeño grupo de nosotros las siguió al sur, y dejó atrás a quienes habían sido heridos durante el ataque a Chicago. Nos esperaban en un minimercado en la periferia de la explosión, vulnerables, con apenas unos pocos combatientes para defenderse, escasa comida y menos pertrechos.
Me tomó un buen par de minutos sacudirme del todo el sueño y recordé que Tucker no estaba con nosotros, que tres días atrás se había ido con los transportadores para hacerles saber a los otros grupos de la resistencia lo que había ocurrido con el refugio. Se suponía que se pondrían en contacto tan pronto alcanzaran el primer bastión. Aún no teníamos noticias suyas.
Yo quería que se largara, pero el tipo seguía allí. No podía respirar tranquila cuando él andaba por allí, y eso a pesar de la ayuda que nos había brindado durante las últimas semanas. Al menos cuando lo tenía cerca podía vigilar sus acciones. Ahora era igual que haber dejado caer un cuchillo afilado con los ojos cerrados y esperar que la hoja no cayera encima del pie.
Alguien estaba mascullando algo. Quizá Jack, uno de los sobrevivientes de la resistencia de Chicago. El tipo no venía bien desde que la Milicia Moral bombardeó los túneles y que por poco nos entierra vivos a todos. Su cuerpo delgado yacía cuan largo era justo a la entrada, y un tipo de Chicago, al que llamaban Rat, tan bajito como era alto Jack, dormía recostado de lado tras el primero. Sean se había dormido recostado contra un sofá desvencijado, con la cabeza caída y las palmas de las manos abiertas sobre el regazo como si estuviera meditando. Tras él, Rebecca, enroscada sobre los cojines, con las muletas metálicas en sus brazos ocupando el lugar del muchacho que a todas luces querría estar allí.
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