Simmons Kristen - Tres (Artículo 5 #3)

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Tres (Artículo 5 #3): краткое содержание, описание и аннотация

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Tercera entrega de la saga Artículo 5.Ember Miller y Chase Jennings están listos para dejar de correr. Luego de semanas de ocultarse como dos de los criminales más buscados de la Oficina Federal de Reformas, finalmente llegan a un refugio, donde esperan vivir una vida segura y tranquila, pero se encuentra el lugar completamente en ruinas. Devastados, Ember y Chase siguen lo único que les queda: las huellas que se alejan de los restos. Obligados a desplazarse a escondidas por entre las ruinas de ciudades abandonadas, finalmente encuentran a quienes escaparon del refugio, y juntos buscan un lugar para esconderse del que han oído hablar, donde se rumorea que se encuentra una organización llamada Tres, que ahora se convierte en su última esperanza.

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Conservamos uno de los costados de la calle principal, atentas a la menor señal de los otros, pero parecían haber marchado más rápido de lo que anticipamos. Con todo, Chase no podía estar muy lejos. Jamás desaparecería sin mí. De haber estado sola, hubiera corrido —el viento arreció cuando los atiborrados almacenes dieron paso a casas bien distanciadas unas de otras—, pero Rebecca tendría que arrastrar sus pies.

Algo se movió calle abajo, imposible discernir la figura precisa con la lluvia. Primero pensé que era uno de nuestros compañeros, inclinado sobre un bote de basura o un mueble desechado, pero, al acercarnos, la oscura forma se desintegró en pedazos y lentamente se aproximó a nosotros.

—¿Qué es eso? —preguntó Rebecca, haciendo visera con la mano para filtrar la lluvia.

Animales. No supe cuáles. Entrecerré los ojos en un esfuerzo por ver mejor solo para comprender que cada vez avanzaban más rápido, hasta que el instinto de huir me embargó por entero.

—Vámonos —dije, pero a pesar de mi esfuerzo por sonar calmada, la voz me salió cargada de urgencia.

Rebecca no podía correr, de manera que la tomé bajo un brazo y la llevé hasta el refugio más próximo: una pequeña casa de un piso empotrada al fondo de un lote largo. Se puso tensa, y dificultó mi ayuda, y cuando llegamos a la gravilla de la entrada, me resbalé y rodamos ambas por tierra. El radio, al hombro, resbaló y cayó, afortunadamente aún en la bolsa. Rebecca soltó un alarido. Las muletas golpearon con ruido metálico contra el sardinel de ladrillo de un garaje para un solo auto. A mi espalda oí gruñidos y luego crujir de dientes. Un zumbido de desesperación me atravesó la cabeza. No íbamos a alcanzar la puerta.

Un cruce entre grito y gemido salió de la garganta de Rebecca al tiempo que ella se arrastró hacia atrás. Hundió las manos en la gravilla en un esfuerzo de sus brazos por impulsarse adelante.

—¡Rebecca!

Intenté tomarla de la mano, pero no pude asirla.

Con el corazón a mil, me levanté como pude y corrí por las muletas. Tan pronto mis dedos las sintieron, se aferraron al metal, me di vuelta y blandí una muleta como una espada. Guardada la distancia, pude ver a nuestros atacantes: perros. Alguna vez domésticos, pero ahora salvajes, escuálidos y roñosos. El líder, un pastor alemán con una oreja rasgada, acechaba pelando los colmillos y gruñendo. Otro, con el pantalón de Rebecca entre sus fauces, sacudía la cabeza como si quisiera arrancarle la pierna. La tela se rasgó y Rebecca se protegió a mis pies.

Sin pensarlo dos veces, me incliné hacia atrás y arremetí con la muleta con tanta fuerza como pude. Acerté un golpe crujiente contra un lado de la cabeza del líder de la manada, que soltó un alarido de dolor y luego un gemido tan lastimero, que casi me dolió la quijada. Los gruñidos de los otros perros cesaron y en esa fracción de segundo algo tiró de mi camisa y me alejó de la contienda.

Sentí el pecho de Chase a mi espalda y sobre mi hombro su brazo que, extendido, apuntó con un arma en dirección a los animales. Con el otro brazo me tomó de la cintura, y antes de que pudiera encontrar mi propio equilibrio, me arrastraba escalones arriba al remanso del porche. Allí ya estaba Sean con Rebecca, y cuando volví la mirada a la entrada de vehículos, pude ver la otra muleta sumergida en un charco de lodo. Los perros habían desaparecido, como si nunca hubiesen estado allí.

Me deshice del abrazo de Chase y caí de rodillas al lado de Rebecca. La casa nos protegía del viento, la marquesina del cielo, y a medida que fui dejando de tiritar, comprendí que estaba convertida en una esponja saturada de agua, agua que escurría de los flecos del pelo a las pesta­ñas ensopadas, agua que escurría de mis codos, de la punta de los dedos y de los jeans que estaban completamente adhe­ridos a mis piernas.

Chase me examinó con detenimiento, pero sus ojos se fueron abriendo más y más a medida que bajaban, hasta que, en un punto, los retiró resueltamente. Despegué con rapidez mi camisa de la piel, camisa donde pude ver dibujado, con toda claridad, el contorno de mi sostén, como estampado en la tela.

—El radio —dije con una mueca de dolor—. Lo dejé caer.

Esperaba que no se hubiera estropeado. Chase asintió con la cabeza y se dirigió a recogerlo antes de que reaccio­naran, y se movieran en la misma dirección, mis todavía temblorosas piernas.

—¿Te mordió? —preguntó Sean, al tiempo que tanteaba las piernas de Rebecca, pero ella le retiró la mano con una palmada al aproximarse al tobillo. Allí donde la tela del jean se había rasgado, quedaron expuestos los pesados soportes plásticos que Rebecca ocultaba bajo los pantalones.

—La piel no sangró —dijo Rebecca, con la cara lívida como la muerte y los ojos todavía escudriñando el patio delantero en busca de la manada de perros.

Chase se inclinó para recoger la muleta, ahora doblada como una palmera por el viento. Sentí una culpa horrible. Caminar era suficientemente difícil para mi compañera de dormitorio cuando las dos muletas se encontraban en perfecto estado.

Chase lanzó una rápida mirada tentativa a Sean, quien a su vez pareció perder toda esperanza al ver la retorcida pieza metálica. Rebecca, de su parte, lejos de preo­cuparse, se cubrió la boca con ambas manos y empezó a reírse como histérica.

Quise poner cara de palo, pero tras un breve instante, la misma risa loca me empezó a brotar de las entrañas.

—Perdón —me excusé, e intenté contener mi aliento: no sabía qué me parecía tan chistoso.

Tras mostrarse confundidos el uno y el otro, Chase fue en busca del radio y de la otra muleta.

—Si querías un cachorrito, no era sino que me lo dijeras —farfulló Sean, al tiempo que intentaba enderezar la muleta que yo había doblado.

Chase regresó del porche con el ceño fruncido. Le devolvió a Rebecca la abrazadera metálica y sacó el radio de la bolsa. La caja metálica tenía una abolladura en la parte de encima, pero, por lo demás, la lucecita roja seguía titilando y la cuerda del micrófono seguía conectada. Suspiré, aliviada.

—Fue mi culpa, me adelanté demasiado. De ahora en adelante seguiremos juntos —dijo Chase, metiendo el radio de nuevo en la bolsa.

Con esfuerzo destorcí la boca, y dije:

—Lo protegí todo el tiempo.

—Sí, seguro… —dijo Chase con sonrisita suficiente—, seguro que lo hiciste.

Rebecca aclaró a garganta y dijo:

—Nos retrasamos porque el otro equipo llamó.

Chase me miró, con las cejas levantadas. Mientras les conté lo que Tucker y yo hablamos, Chase parecía leer con mayor atención mis reacciones que las palabras que pronunciaba. No dije nada sobre haber traído mi madre a cuento; no tenía que hacerlo. Él sabía sobre mi conflicto recurrente con Tucker.

—Pues, les cuento que todo eso me suena raro —dijo Sean.

—Gracias —dije.

Sean soltó una risita y puso su brazo sobre mi hombro, hasta que casi en el acto, vio la expresión herida de Rebecca y entonces se alejó. Quise recordar la última vez que vi a Sean tocar a Rebecca con naturalidad, y no pude.

Cuando por fin se me estabilizó el pulso y Rebecca estuvo de nuevo de pie —si bien a regañadientes—, entré siguiendo a los demás. Fue la primera casa por la que pasamos, cuya puerta ya estaba abierta.

Aún bajo la lluvia, el hedor que provenía de adentro era insoportable. Me tapé la nariz con el cuello de la camisa, contuve las ganas de vomitar e intenté no pensar en el derrame de petróleo en la playa.

La sala de estar al frente se conservaba en su estado original, tanto que un arrebato de nostalgia me oprimió el pecho. Quizá el sofá estuviera cubierto por una fina capa de polvo, pero los cojines estaban ubicados en ángulos perfectos, y sobre la mesa de centro, reposaban tres revistas de antes de la guerra, con las páginas arrugadas y descoloridas, pero aún legibles.

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