Simmons, Kristen.
Punto de quiebre (Artículo 5#2) / Kristen Simmons ; ilustraciones Nekro; traducción Gabriela García de la Torre. --
Bogotá : Panamericana Editorial, 2019.
444 páginas ; 23 cm. -- (Narrativa contemporánea)
ISBN 978-958-30-5912-4
1. Novela juvenil estadounidense 2. Muerte - Novela juvenil. 3. Asesinos - Novela juvenil. I. Nekro, ilustrador. II. García de la Torre, Gabriela, traductora. III. Tít. IV. Serie.
813.5 cd 22 ed.
A1635771
CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango
Primera edición, en Panamericana Editorial Ltda., enero de 2020
Título original: Breaking Point
Copyright del texto © 2013 por Kristen Simmons - Publicado en acuerdo con Tom Doherty Associates,
LLC en asociación con International Editors' Co. Barcelona.
Todos los derechos reservados.
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción del inglés
Gabriela García de la Torre
Ilustración de carátula y guardas
© Nekro
Diagramación
Martha Cadena
ISBN 978-958-30-5912-4 (impreso)
ISBN 978-958-30-6366-4 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
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Para mis padres, Ann y Dan
quienes me enseñaron a amar las historias
incluso antes de enseñarme a amar los libros.
Capítulo 1
EL MOTEL WAYLAND INN estaba más allá de los barrios pobres, en el extremo occidental de Knoxville. Era un lugar que había caído en desgracia desde la guerra, infestado de moscas que se reproducían en las cañerías tapadas e invadido por el hedor del agua del río que llegaba con la brisa de la tarde. Un lugar que atraía a aquellos que medraban en las sombras. Gente que había que buscar si querías encontrarla.
La fachada de ladrillo del motel, cubierta en parte por las ramas marchitas de una enredadera seca y llena de manchas de moho negro, se camuflaba perfectamente entre los otros edificios de oficinas abandonados en la misma calle, cuyas puertas y ventanas estaban tapadas con tablas. El agua salía helada, cuando había agua. Los zócalos estaban llenos de agujeros de ratones, y solo había un baño en cada piso. A veces alguno funcionaba.
Era el lugar perfecto para la resistencia: escondido a plena vista, en una calle tan desastrosa que hasta los soldados preferían permanecer dentro de sus patrullas.
Nos reunimos frente a la puerta del cuarto de suministros antes del amanecer, cuando se reanudaba el servicio de energía, para recibir las órdenes de Wallace. Las patrullas nocturnas todavía se encontraban vigilando el perímetro, y los que tenían puestos fijos —la puerta de la escalera, el techo y el que se ocupaba de la vigilancia de radio— esperaban la llegada de sus relevos para el turno de día. Pronto terminaría el toque de queda y todos tenían hambre.
Yo me quedé atrás, contra la pared, y dejé que los que llevaban más tiempo aquí ocuparan la primera fila. El resto del corredor se llenó rápidamente. Si llegabas tarde, Wallace te asignaba tareas adicionales, de esas que nadie quería. El cuarto de suministros estaba abierto, y aunque no alcanzaba a ver a nuestro tozudo líder desde donde yo estaba, la luz de la vela proyectaba una delgada y distorsionada sombra suya contra la pared interna.
Wallace estaba hablando con alguien por radio. Un chisporroteo suave llenaba el espacio mientras esperaba una respuesta. Pensé que debía tratarse del equipo al que le había asignado una misión especial dos días atrás: Cara, la única chica además de mí en el Wayland Inn, y tres chicos grandotes que habían sido expulsados de la Oficina Federal de Reformas, o Milicia Moral, como llamábamos a los soldados que habían tomado el control después de la guerra. La curiosidad me instó a inclinarme hacia el sonido, pero no me acerqué demasiado. Cuanto más sabías, más te podían sacar los de la MM.
—Ten cuidado. —Reconocí la voz de Wallace, pero no la preocupación que transmitía. Nunca antes había oído que Wallace se ablandara en presencia de nadie.
Sean Banks, mi antiguo guardia en el Reformatorio y Centro de Rehabilitación de Niñas, salió tambaleándose de su cuarto, halándose la camisa para que le tapara las costillas. “Demasiado delgado”, pensé, pero al menos había dormido un poco. Sus profundos ojos azules parecían más descansados que antes, no tan extenuados. Sean encontró un lugar en la pared al lado mío, mientras se restregaba la cara para borrar las marcas de la almohada.
—Siempre, bombón —respondió Cara amortiguando la voz baja, y en ese momento la radio dejó de funcionar.
—¿Bombón? —murmuró un desertor de nombre Houston. Su pelo rojo, que estaba dejando crecer, aleteaba en la espalda como las plumas de la cola de un pollito—. ¿Bombón? —volvió a decir. El volumen de la charla había aumentado. Varios de los chicos reían divertidos.
—¿Me llamaron? —Lincoln, cuyas pecas siempre daban la impresión de que alguien había salpicado pintura negra sobre sus mejillas hundidas, apareció junto a Houston. Los dos se habían unido a la resistencia el año anterior, y en el tiempo que yo llevaba aquí nunca los había visto separados.
La charla se desvaneció cuando Wallace apareció en el corredor. Necesitaba una ducha. El pelo veteado de canas, que le llegaba hasta los hombros, se veía grasiento y apelmazado, y la piel del rostro se le veía tensa por el cansancio, pero incluso bajo la luz mortecina de las linternas era evidente que se le habían ruborizado las orejas. Le dirigió una mirada fulminante a Houston, y enseguida este se ocultó detrás de Lincoln.
Fruncí las cejas. Wallace parecía demasiado mayor para Cara. Ella tenía veintidós años, mientras que él podía tener el doble de esa edad. Además, él estaba casado con la causa. Todo lo demás y todos los demás siempre quedarían en segundo lugar.
“Pero no es asunto mío”, me recordé.
El angosto corredor se había llenado con los once chicos que esperaban instrucciones. No todos habían prestado servicio militar; algunos, como yo, solo éramos infractores de los estatutos. Todos teníamos nuestras propias razones para estar ahí.
El corazón me dio un vuelco cuando Houston se movió hacia un lado y apareció Chase Jennings, recostado contra la pared del frente, a solo tres metros de mí. Tenía las manos bien metidas entre los bolsillos de sus jeans y a través de los agujeros de su raído suéter gris se alcanzaba a ver una camiseta interior blanca. Solo le quedaban unos pocos rastros del tiempo que pasó encarcelado en la base de la MM: un moretón en forma de medialuna bajo un ojo y una pequeña cicatriz alargada sobre el puente de la nariz. Acababa de salir del turno de la noche de vigilancia del perímetro del edificio. No lo había visto entrar.
Mientras me observaba, una de las comisuras de sus labios se levantó muy levemente.
Bajé la cabeza cuando me di cuenta de que mis labios habían hecho el mismo gesto.
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