Simmons Kristen - Tres (Artículo 5 #3)

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Tres (Artículo 5 #3): краткое содержание, описание и аннотация

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Tercera entrega de la saga Artículo 5.Ember Miller y Chase Jennings están listos para dejar de correr. Luego de semanas de ocultarse como dos de los criminales más buscados de la Oficina Federal de Reformas, finalmente llegan a un refugio, donde esperan vivir una vida segura y tranquila, pero se encuentra el lugar completamente en ruinas. Devastados, Ember y Chase siguen lo único que les queda: las huellas que se alejan de los restos. Obligados a desplazarse a escondidas por entre las ruinas de ciudades abandonadas, finalmente encuentran a quienes escaparon del refugio, y juntos buscan un lugar para esconderse del que han oído hablar, donde se rumorea que se encuentra una organización llamada Tres, que ahora se convierte en su última esperanza.

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—No.

Me aseguré de que el disco estuviera en la frecuencia que habíamos acordado y oprimí el botón donde se leía “recepción-transmisión”, rezando por que no fuera demasiado tarde.

—¿Hola? —intenté—. ¿Hola? ¿Me escucha?

—¿Qué ocurre? —preguntó Rebecca.

—Vamos —le dije, y oprimí de nuevo el botón para aceptar la llamada. De nuevo—. Por favor, alguien, conteste.

—Tranquila, tómate tu tiempo —escuché la voz asordinada del asesino de mi madre.

Me senté a gusto sobre el pavimento húmedo y solté un gran suspiro. Rebecca frunció su profundo ceño.

—Bueno, pues usted sí se tomó el suyo para llamar —dije con la garganta apretada, como siempre que hablaba con Tucker Morris—. ¿Todo bien?

—Sí —dijo, pero luego titubeó—. Hasta ahora, todo bien. Siento no haber podido llamar antes. No fue fácil la conexión.

Había un dejo pesado en su tono, de manera que sospeché que algo malo había ocurrido. Pero no podíamos discutirlo por radio de banda abierta. A pesar de que se trataba de una vieja frecuencia que la MM ya no usaba, no era seguro. Siempre cabía la posibilidad de que estuvieran escuchando.

—¿Cómo van las cosas por allá?

Me temía que no muchas cosas hubieran podido cambiar en los pocos días que llevábamos por fuera de las ciudades, pero si algo grande hubiera ocurrido, igual, no nos hubiéramos enterado. Nuestra radio BC no tenía potencia suficiente para escuchar ninguna de las frecuencias de la OFR y no había ninguna emisora de noticias lo suficientemente cerca como para recibir su señal. Era fácil sentirse desconectados en la zona roja.

—Bueno, tú sabes —dijo—, nadie quisiera morir de hambre en paz y silencio. Todos van a quejarse y gemir por ello.

—Quizá entonces debieran unirse a usted —le dije. Unirse a la resistencia. Dejar de quejarse y hacer algo al respecto.

—Ja —dijo fríamente—. Entonces, ¿de qué van a quejarse?

La verdad era que pocas personas luchaban contra la MM porque tenían miedo. Se necesitaba algo grande —algo como pasar por un reformatorio y perder a tu madre— para pasar del temor a la ira. Entonces era posible contraatacar.

—Ayer cruzamos por un lugar… un asunto distinto —continuó Tucker—. Mira, había un aviso al entrar a la calle en el que se leía, escucha bien, que aquello era un “barrio obediente”. ¿Qué tal, enorgullecerse por eso? En fin, el lugar pintaba bien… Por lo menos lo que vimos. Bonitas casas y un grupito de niños en uniformes escolares.

¿Un barrio obediente? Sentí ganas de trasbocar. Me pregunté si se trataría de fanáticos intolerantes o simples mentirosos. ¿Cómo podía cualquier comunidad acogerse a los estatutos? Desconcertante. La cosa me reventaba. Si todo el mundo supiera que la MM ejecutaba gente por violar sus preceptos morales, no estarían tan dispuestos a mostrar su orgullo. A menos que tuvieran miedo, claro.

Cambié de tema:

—¿Cómo siguen los otros? ¿Cansado de conducir?

A los transportadores se les llamaba por sus alias, pero yo ni siquiera me atrevía a usar un alias en voz alta.

—Bien, están… están visitando a viejas amistades. Mañana pasaremos por la casa de la abuela. Ya cruzamos el río. —Dejó salir un bufido—. Solo falta cruzar el bosque.

“Por el río y por el bosque, a casa de la abuela voy”.

Me dio risa el nombre en clave que escogió para su primer correo y me recosté contra la pared. Habían cruzado el límite de la zona roja. Por lo menos hasta ahí, las cosas iban bien. Rebecca, que ahora observaba la calle, me miró por encima de su hombro.

—Mamá cantaba esa canción —le dije. Le hubieran encantado las festividades. Por un instante, casi alcancé a oler el penetrante aroma a pino de los acondicionadores que echaba por Navidades para que la casa oliera a eso, a festividades.

No sé en qué estaba pensando ahora que la recordé… Si no fuera por él, mamá aún estaría aquí.

—La mía también —dijo él.

Distraída, enrollé el cable del micrófono en un dedo e imaginé ser una mujer que le canta a un niño. Era difícil imaginar que alguien hubiera amado a Tucker como mamá me amó a mí. Me pregunté si todavía la tendría viva. Si ella estaría orgullosa de él. Si podría perdonarle todo simple y llanamente por ser su hijo. Observé el radio y deseé haber perdido la llamada, pero al mismo tiempo también me sentí incapaz de terminarla.

—¿Tú qué? —preguntó Tucker—. ¿Encontraste lo que buscabas?

La preocupación en su tono me tomó por sorpresa.

—Todavía no —dije, y ahogué la súbita urgencia que sentí de contarle que empezaba a pensar que estábamos perdiendo el tiempo—. Vamos a seguir buscando.

Guardó un largo silencio.

—Llamaré esta noche, cerca a la hora del toque de queda. Para entonces, ya deberíamos estar donde la abuela.

El toque de queda se iniciaba al caer el sol. Aunque ellos estaban más al occidente que nosotros, la hora del ocaso casi debía coincidir.

—Aquí estaremos —dije y oprimí el botón una vez más—: Tengan cuidado.

—Ustedes también.

La lucecita pasó de verde a rojo.

PARA CUANDO ALCANZAMOS A LOS OTROS, ya habían despejado la avenida principal del siguiente pueblo pequeño y empezaban la búsqueda en los alrededores. Llegamos a la calle, por la parte posterior de una estación de servicio que había sido cerrada durante la guerra, con dos surtidores. Luego nos protegimos de la lluvia en un pequeño comedero completamente desmantelado que ahora hacía las veces de hogar a una familia de mapaches. Ya el radio me pesaba a la espalda como un bulto de cincuenta kilos y estaba más que dispuesta a que me relevaran.

En los espacios que alguna vez fueron reservados ya no había prácticamente nada, y las pocas cosas que quedaban eran a prueba de disturbios: los restos chamuscados de las paredes y del piso de vinilo, vidrios rotos y arrumes de leña. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había ido a un restaurante. Fue durante la guerra, antes de que mamá perdiera su empleo. No recordaba qué comida pedimos, pero, fuera lo que fuese, sí recordé que habían traído demasiada y terminamos devolviendo la mitad. ¡Qué desperdicio!

Mis ojos se posaron en tres marcas en el mostrador de madera que, de inmediato, me remitieron a Tres, la cabeza de la resistencia, que supervisaba otras ramificaciones más pequeñas, como el grupo que se suponía que debía ayudar a organizarnos contra la MM. Sean nos había hablado del grupo en el Wayland Inn, en Knoxville. Los rumores de­cían que Tres operaba desde el refugio. De ser así, pues se habían marchado, como todo y todos los demás, y con toda esperanza de cambio, inclusive.

Volví a mirar las marcas, y me pregunté cuándo las habrían hecho y si serían meros rayones, o algo más.

La frágil puerta que conducía a la cocina colgaba de un gozne, y cuando la empujé para abrirla, me encontré con un desastre de mesas patas arriba y cables oxidados. Una larga alacena con todas las puertas abiertas que, a todas luces, había sido saqueada mucho tiempo atrás. Si en efecto había sobrevivientes del refugio, aquí no habrían encontrado nada que pudiera servirles.

—¿Por qué no descansas? —le dije a Rebecca, al tiempo que me sentaba en un taburete redondo pegado al suelo, frente al bar—. Vengo por ti antes de ponernos en marcha de nuevo.

—Estoy bien —dijo en el mismo tono pedante con el que Billy se había dirigido a mí esa misma mañana. Luego, con mirada decidida, se puso de pie, y se encaminó a la salida.

Resolví que dejaría de ofrecer ayuda.

La lluvia empezó a caer sesgada, e inclinó las palmeras ya de por sí pesadas con grandes hojas secas desgarradas y sin cortar. Pisoteé el suelo. Con el descanso, el frío me calaba los huesos. Algo me inquietaba en este lugar: el salitre en el aire, la arena blanca en el pavimento; la mezcla embriagadora de moho y agrestes plantas tropicales. Nada parecido al lugar donde nací y me crie.

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