Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Este enésimo y alevoso ataque ellos, que surgió en los cruentos días de diciembre y enero de 1941-42, cuando la Unión Soviética flaqueaba ante el masivo aempujón de la Wehrmacht; ese asalto contra una etnia que ya estaba siendo exterminada en cámaras de gas improvisadas en camiones y en fusilamientos en masa al borde de enormes fosas colectivas, hábilmente justificado con falsedades que no resisten el análisis, y muy bien dirigido por los expertos criminales de las SS, fue el más completo intento de los nazis para poner definitivamente en marcha la exterminación total de los judíos europeos tal como lo exigía el diabólico proyecto que Reinhard Heydrich formuló para Hitler en la histórica conferencia de Wannsee, en enero de 1942. Esa atroz minuta (la copia 16 ) que los fiscales americanos descubrieron casualmente en marzo de 1947 perdida en un montón heterogéneo de papeles, refrendada con el sello Geheime Retchssache (asunto secreto del Reich) preservada en una carpeta con el membrete del ministerio de Relaciones Exteriores; papeles calificados por sus descubridores como “Acaso el documento más vergonzoso de la historia”, dado su execrable contenido, que no era otro que el plan definitivo para el que Heydrich había convocado a los hombres que sabía más idóneos, bajo su dirección, con el fin de dar forma definitiva a la eliminación física de todos los judíos que aún sobrevivientes en territorio europeo conquistado y por conquistar. Funcionarios de la administración civil, altos dirigentes del NSDAP y oficiales cuidadosamente seleccionados de las SS acudieron el 20 de enero de 1942 a una lujosa mansión berlinesa situada en las afueras de la ciudad y muy cerca del lago que prestó su nombre a la reunión criminal más famosa de la historia reciente de la humanidad.

La preocupación central de Hitler aquellas últimas semanas de 1941, con Wannsee y sus decisiones a las puertas y sus ejércitos avanzando victoriosos hacia el corazón de Rusia, era la martingala más idónea para que el pueblo alemán no preguntara por los miles de judíos alemanes que todavía vivían en condiciones infrahumanas en los campos de exterminio y que inevitablemente iban a perecer en la gran matanza que se estaba poniendo en marcha. Su equivocada declaración de guerra a los Estados Unidos le vino también, dado su fenomenal impacto en Alemania y en el mundo, como anillo al dedo para echar esas estorbosas iniquietudes al cajón de los desperdicios: trasladados en masa a los territorios arrebatados a Polonia y Rusia en esos fragorosos meses de ofensiva, por unidades especiales de los SS (Einsatzgruppen) fueron exterminados sumariamente en su totalidad. El Holocausto dio así su primer gran paso, pero ya no se detendría su marcha mientras el líder nazi respiró.

En cualquier caso, en marzo de 1942, a escasas ocho semanas de Wannsee y su famoso Protocolo, entre el 75 y el 80% de los judíos europeos todavía vivían aunque en situación terriblemente incierta, esparcidos en las pequeñas aldeas, los pueblos medianos y las numerosas ciudades existentes en la extensa región del Oder en la Alemania oriental y en la parte de Polonia que le tocó ocupar tras el inicuo pacto firmado con su fraternal Stalin. Once meses más tarde, sin embargo, los porcentajes que menciono habían sufrido un vuelco estremecedor; y los pocos sobrevivientes de la virulencia criminal de los Ensatzgruppen esperaban su terrorífico destino hacinados en guetos inmundos y en los temidos KZ, los campos de concentración. Este exterminio de cientos de millares des eres humanos, sin discriminación de sexo ni edad y en una zona tan poblada, no fue un plan para desarrollar en los meses siguientes; fue una auténtica blitzkrieg, una carnicería relámpago que obligó a movilizar las más veteranas tropas de asalto de los SS, duchas en el asesinato, para el buen fin de la operación. Y el enorme exterminio culminó en un instante en que en el sur de Rusia los ejércitos de la Wehrmacht vivían el momento crítico del asalto a Crimea y la marcha del c coronel Fiedrich Wilhelm Paulus y el Sexto Ejérciro hacia el Cáucaso, que marcha que terminó en Stalingrado con la destrucción total de los trescientos mil hombres de ese ejército alemán.

En Polonia los matarifes, ya expertos en estas lides lograron también todos sus objetivos y para nada sirvió la enorme dispersión de las víctimas en esas aldeas, pueblos y ciudades donde todavía respiraban. Los guetos fueron machacados, incluidas las concentraciones judías en Varsovia y Lódz y las innumerables aldeas y pueblos de esas regiones fueron peinados a conciencia. Los historiadores que años más tarde escudriñaron toda la región en busca de datos y documentación para sus libros, se asombraron de la perfección logística que alcanzaron los monstruos desalmados que llevaron a cabo tan gigantesco genosidio.

Me imagino que Hitler, en su desmesurado afan por liquidar a todos los judíos a su alcance se nutrió seguramente, en sus lecturas, de hombres como Heinrich Class (1868-1953) fundador e instigador de la Liga Pangermánica (Alldeutscher Verband), un poderoso grupo de presión a favor de la guerra y la pureza racial, que impulsó la publicación y distribución de panfletos antisemitas, y que en 1917 proclamaba que ya el antisemitismo alcanzaba, gracias al celo y al trabajo de zapa de su Liga, proporciones nunca vistas antes en Europa. La revolución rusa de 1917 y su desarrollo también disparó hasta límites increíbles el odio al judío, añadiendo un componente justificativo decisivo: los judíos dirigían internacionalmente, a través de sus numerosas organizaciones secretas y otros grupos, la revolución rusa para cambiar el orden mundial. Heinrich Class llegó a utilizar en esos días, sin ningún pudor, las vergonzosas palabras del dramaturgo romántico Alemán Heinrich Wilhelm von Kleist dirigidas en 1813 a los anti semitas franceses: “¡Matadlos, el tribunal del mundo no os pide razones!”

15.

Hitler no se movió de Múnich porque presintió que era allí, y no en Berlín, donde estaba en juego el futuro de Alemania. No hay prueba alguna de que participara activamente en los desórdenes y luchas callejeras de abril y mayo de 1919, pero sí parece, según una orden de desmovilización de abril de 1919, que trabajaba como el representante de un grupo que colaboraba activamente con la revolución. Y es muy probable que ya ejerciese el cargo desde mediados de febrero y que entre las obligaciones a cumplir estuviera la cooperación estrecha con el partido socialista, repartiendo entre sus miembros material político de naturaleza educativa.

Existen pues, pruebas que confirman la presencia de nuestro hombre realizando por primera vez tareas políticas en trabajos ordenados por el régimen revolucionario de Béla Kun, el comunista húngaro cuyos efectivos fueron aplastados por el ejército regular y los Freikorps, unidades de combate que ya habían actuado en los siglos xvii y xviii y que en 1919 reaparecieron a raíz del armisticio. Nutridos por militares ultranacionalistas desmovilizados, jugaron un papel clave en el aplastamiento de los numerosos movimientos promovidos por los bolcheviques alemanes para hacerse con el poder. Jugaron esos cuerpos francos, inevitablemente, su papel en el enrevesado entramado de conspiraciones y luchas intestinas que llevaron a Hitler a declarar ante un Comité formado por oficiales del 2º regimiento de infantería, el mismo que juzgó y condenó a muerte a casi todos los revoltosos de izquierda que eran denunciados o capturados. Hitler tendría que haber declarado, también, sobre un asunto aún más embarazoso: su presencia permanente en las calles durante la dictadura comunista en la ciudad. En las elecciones que el concejo de soldados realizó, Hitler fue elegido segundo representante de su batallón. Eso demuestra, aunque él lo ocultara, que no dio un sólo paso para acabar con la insurrección comunista mientras ésta se mantuvo. Ya en el transcurso de los años 20, y también en la década de los 30, corrieron rumores de que Hitler, en los días que relato, simpatizaba con los rojos. Pero el asunto lo movieron periodistas de extrema izquierda que lo odiaban y le querían desprestigiar. Pero para esa época Hitler tenía cimentado un cierto prestigio y los cargos fueron archivados sin más. En un rabioso cambio de palabras, cuando defendía a un amigo en 1921, Hitler comentó: “aquellos días todo el mundo fue socialdemócrata en algún momento…”

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