Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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“…El antisemitismo emotivo producía pogromos; el antisemitismo basado en la razón debía conducir, sin embargo, a la supresión sistemática de los derechos de los judíos.” “Su objetivo final —concluía—, debe ser invariablemente la eliminación completa de los judíos”. Ian Kershaw. Ibid. p. 143.

¡Y Karl Mayr la aprobó, sin sonrojarse ni poner reparos!

Fue estando todavía bajo la influencia de este instructor que Hitler recibió, el 12 de septiembre de 1919, la ya comentada orden de investigar a Anton Drexler (1884-1942) y a su grupo, e informar sobre una asamblea del Partido de los Trabajadores Alemanes (DAP), fundado por el mencionado Drexler con Gottfried Feder (1883-1941) y otras personas, convencidos como estaban de que era necesaria la existencia de un Partido Obrero Alemán, una organización política de tendencia nacionalista.

17.

Anton Drexler, de oficio cerrajero, ya había formado en marzo de 1918, junto con Gottfried Feder, Dietrich Eckart (1888-1963), Alfred Rosenberg, Germann Esser (1900-1981) y el periodista Karl Harrer (1890-1926), un Comité de Obreros Independientes (Freier Arbeiter Ausschuss). Su idea era crear un partido obrero de esa tendencia, pensando que un movimiento que atrajera la clase media, semejante al frente patriótico al cual pertenecían, no podría ser sospechoso de tener nexos con las masas, cada vez más influidas por la destructiva propaganda antimilitarista. Sin embargo, Drexler no tuvo suerte con su idea. A pesar de sus contactos con otros grupos solo consiguió reclutar cuarenta partidarios; poca sustancia para lo mucho que había que hacer. Pero no quiso arrojar la toalla. En enero de 1919 reorganizó su comité y lo fundió con otro ya existente que dirigía el periodista Karl Harrer. Fue éste último el primer presidente que tuvo el partido salido de la fusión. Contaba, además de los 40 miembros originales de Drexler, con unos cuantos afiliados más. Se conformaban con discutir alrededor de la mesa de la primera cervecería que les abría las puertas, sin que los cinco hombres que componían su directiva fueran capaces de dar a la luz nada que no fuesen sandeces llenas de buena intención. El primer mitin que dio Hitler, si es que podemos llamarlo mitin, reunió entre 20 y 25 individuos en los sótanos de la Sterneckerbräu, otra cervecería sin pretensiones. Pero se estaba aproximando para ese grupúsculo, aunque nadie lo supiera, un futuro prometedor. El siguiente orador fue un bávaro que pidió la secesión de la provincia y su anexión a Austria. A Hitler —en aquel momento sólo un observador por cuenta ajena— se lo llevaron los demonios de la furia. Habló en aquel momento, con tanta vehemencia, que al terminar Anton Drexler lo abrazó y le regaló un folleto con su biografía. Unos días más tarde, sin esperarlo, Hitler recibió una invitación para una nueva reunión del insignificante Partido Obrero Alemán. Al leerla sonrió, puso el papel a un lado y pensó no ir, pero finalmente rectificó:

“No había transcurrido una semana cuando con gran sorpresa mía recibí una tarjeta en que se me anunciaba haber sido admitido en el Partido Obrero Alemán y que para dar mi respuesta se me instaba a concurrir el miércoles próximo a una reunión del comité del partido.

“Ciertamente me sentí bastante asombrado y no supe si tal cosa debía causarme enfado o provocarme hilaridad. Jamás se me había ocurrido incorporarme a un partido ya formado, puesto que yo mismo anhelaba fundar uno propio.

“Estuve a punto de comunicarles por escrito mi negativa, pero triunfó en mí la curiosidad y así me decidí a presentarme el día indicado para exponer personalmente mis razones”. Mi lucha Ibid. p. 128.

“Y llegó aquel miércoles. El local donde debía realizarse la anunciada reunión era el paupérrimo restaurante “Das Alte Rosenbad” situado en la Herrnstrasse. Bajo la media luz que proyectaba una vieja lámpara de gas se hallaban sentados en torno a una mesa cuatro hombres jóvenes. Quedé sorprendido cuando se me informó que el “presidente del partido para todo el Reich” vendría enseguida y que por ese motivo me insinuaba retardar mi exposición. Al fin llego el esperado presidente; era el mismo que presidió la asamblea en ocasión de la conferencia de Feder.” Mi lucha. Ibid. p. 129.

“Entretanto mi curiosidad había vuelto a subir de punto y esperaba impaciente el desenvolvimiento de la reunión. Previamente se me hizo conocer los nombres de los concurrentes; el presidente de la organización del “Reich” era un señor Harrer, el de la organización local de Múnich, Anton Drexler. Luego se procedió a la lectura del protocolo de la última sesión y se le ratificó la confianza al secretario. Después se pasó a discutir la aceptación de nuevos miembros, es decir que debía deliberarse sobre el caso de la “pesca” de mi persona. Comencé por orientarme sobre los detalles de la organización del partido, pero fuera de la enumeración de algunos postulados no había nada: ningún programa, ni un volante de propaganda, en fin, nada impreso; carecía de tarjetas de identificación para los miembros del partido y por último hasta de un pobre sello. En realidad sólo se contaba con fe y buena voluntad. Desde aquel momento desapareció para mí todo motivo de hilaridad y tomé la cosa en serio.

“Lo que aquellos hombres sentían lo sentía también yo: era el ansia hacia un nuevo movimiento que fuese algo más de lo que hasta entonces era un partido en el sentido corriente de la palabra. Me hallaba seguramente frente a la más grave cuestión de mi vida: declarar mi adhesión o resolverme por la negativa”. Mi lucha. Ibid. P. 129

“Después de dos días de cavilar y engolfarme en meditaciones llegué al fin a la persuasión de que debía resolverme positivamente. Esa fue sin duda la resolución más decisiva de mi vida. Retroceder no era ya posible, ni podía hacerlo.

“Me hice pues miembro del Partido Obrero Alemán y obtuve un carnet provisional marcado con el número siete.” Mi lucha. Ibid. p. 130

Firmaron el acta, se aprobó y se informó sobre la escasa correspondencia: tres cartas que se habían recibido. Se leyeron y se aprobó la contestación. Pero Hitler ya había tomado su decisión. Le atrajo la modestia del ambiente, vio que era el sitio adecuado para empezar desde abajo e imponer sus ideas sin oposición ninguna; su instinto le decía de no abandonar: si persistía podía crear algo importante. En otro de los partidos ya existentes, que pululaban como las moscas, intuía que no tendría esa posibilidad. Pidió dos días para reflexionar y se unió al grupo de Drexler como séptimo afiliado, según él mismo siempre afirmó, aunque lo de séptimo, según se comprobó más tarde, resultó que no era verdad. Antón Drexler en 1940, con Adolf Hitler en el pináculo de su gloria, lo dejó claro en una esquela que nunca se atrevió a enviar:

“Nadie sabe mejor que tú mismo, mi Führer, que nunca fuiste el séptimo miembro del partido, sino como máximo el séptimo miembro del comité al que yo te pedí que te incorporaras como jefe de reclutamiento. Y hace unos cuantos años tuve que quejarme a una oficina del partido de que tu primer carnet de miembro válido del DAP, con la firma de Schüssler y la mía, estaba falsificado, que se había borrado el número 555 y se había puesto el número siete.” Ian Kershaw. Ibid. p.145.

Digamos, para terminar, que en la cervecería aquel lejano día, y sin perderle pista a lo que decía su pupilo, Satanás, sentado en un oscuro rincón sonreía, al tiempo que hacía encaje de bolillo.

También tuvo que ver Karl Mayr, y mucho, en el ritmo que siguieron aquellos acontecimientos. Una carta de él al golpista exiliado Wolfgang Kapp, así lo asevera:

“El partido nacional de los trabajadores debe proporcionar la base para la vigorosa fuerza de asalto que estamos esperando… Tenemos jóvenes muy capaces. Un tal Herr Hitler, por ejemplo, se ha convertido en una fuerza motivadora, un orador popular de primera fila. En la sección de Múnich tenemos dos mil miembros, frente a los menos de cien que teníamos en el verano de 1919”. Ian Kershaw. Ibid. p. 147.

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