Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Muchos luchadores de esos tiempos, a los que Hitler ya en el poder demostró plena confianza, ejercieron tareas llamativas en las filas de la extrema izquierda de entonces. Seep Dietrich (1892-1966), general de las Waffen-SS y persona de su círculo cercano, fue presidente de un consejo de soldados en 1918. También Julius Schreek (1898-1936) al que Hitler tenía en gran estima y que ejerció como su chofer de confianza y primer jefe que tuvieron las SS, militó brevemente en la Räterepublik comunista en los turbulentos meses que siguieron al armisticio.

Es evidente que Hitler deseó desde muy joven la desaparición de los Habsburgo y, posiblemente, también de todas las monarquías europeas, empleando la revolución como mazo destructor si era necesario. Pero de allí a pensar que lo quisiera hacer en colaboración con un movimiento de izquierda hay un trecho muy difícil de salvar. Nadie sabrá nunca, tampoco, cuando nació su rabioso antisemitismo patológico; pero tampoco sabremos de él otras muchas cosas tan oscuras, como oscura fue la dimensión y alcance de su mente criminal. Los que vivieron en su entorno eran, salvo alguna rara excepción, hombres tan brutales como brutal era el demoniaco Führer que los guio. Sin embargo, en su vida, y documentada en su libro dejó una pincelada, un trazo azul de humanidad en el estéril océano de su existencia, y ese trazo azul fue su madre y el apasionado amor que sintió por ella. Pero aquello fue solo un flash, un pequeño destello luminoso en la triste oscuridad de su existencia. Ese instante de su vida, para mí, anula cualquier intención de calificarlo como monstruo; fue un ser humano como todos nosotros, pero encarnó, como muchos antes lo han hecho desde el comienzo de los tiempos, el mal en mayúsculas, el mal en su totalidad. Su impronta de “hombre colosal” lo llevó por los caminos que su demonio le marcó.

16.

La impresión que dejó, desde muy joven, indica que sentía un asco soberano por el trabajo tal como lo entiende la gente normal. Ese miedo permanente a ganarse el pan con su sudor pudo solucionarlo cuando fue admitido en el ejército, que le dio alimento, ropa y seguridad durante cuatro largos años. ¿Qué se jugó su vida durante ese tiempo? Desde luego, pero lo hizo con el entusiasmo, la fe y la determinación del que quiere triunfar cueste lo que cueste. Fue apreciado por sus superiores, pero su excentricidad y su poco apego a la camaradería con el resto de la tropa le restaron puntos. Se sentaba en un rincón del refugio con las manos sobre el rostro, sin hablar con nadie, y se ponía a meditar. Estaba totalmente convencido de que Alemania no podría triunfar. Los grandes cañones y el coraje de sus soldados nada harían contra los judíos y los marxistas, enemigos invisibles, traidores emboscados que, en el corazón de Alemania y lo muy lejos del frente, minaban traidoramente el esfuerzo de los ejércitos y pisoteaban sin pudor la sangre derramada. Nadie, nunca, lo vio recibir una carta o un paquete durante los cuatro años que estuvo en las trincheras.

“Renegábamos de él y no lo aguantábamos. Como un mirlo blanco entre nosotros, no unía su voz a la nuestra para maldecir la guerra.”Heiden: Der Fuehrer, p.74. Alan Bullock. Ibid. p. 30

Vivió la guerra como un asunto personal, fundiéndose con los éxitos y fracasos de la lucha. No era este, seguramente, el mejor camino para acercarse a unos hombres que continuamente despotricaban del frente, del barro, del rancho, de los mandos superiores y de todo lo que se podía despotricar; pero podemos extraer de este bosquejo a Hitler, un soldado sin tacha: era un valiente entre los más valientes y un hombre que tenía un sentido diáfano de lo que era su deber.

Además, nadie iba a cambiar, tampoco, su idea de que la suya era la raza superior, la estirpe nacida para mandar. Una vez finalizada la guerra, el trabajo en sentido lato, su fantasma personal, reapareció. Esquivó el licenciamiento con quien sabe qué argumentos, porque no iba a luchar por el pan de cada día como lo hacemos los demás. Buscó fórmulas para lograrlo, y una de ellas pudo ser ese extemporáneo y discreto ingreso en los revolucionarios concejos de soldados, organizaciones marxistas contrarias a su acendrado nacionalismo y a sus todavía inmaduras ideas sobre el camino que tenía que tomar… pero disponían de vituallas. Es posible que también viera en la socialdemocracia, aquellos confusos días, un mal, sin duda soportable cercanos al dictador ante la constante amenaza judeo-bolchevique que le asqueó durante toda su vida. Como político esa fue para él una preocupación fundamental hasta que la guerra estalló. No me canso de recordar que el movimiento nazi estuvo cribado de hombres que coquetearon con la extrema izquierda hasta que el putsch de Múnich, y su fracaso, les fijó otros derroteros. En 1919 Múnich estaba patas arriba y todavía las tropas del ejército regular y las de los Freikorps se lo pensaban para dar el golpe de gracia a los comunistas de Bela Kun. Uno de esos nazis futuros que anduvo flirteando descaradamente con la extrema izquierda, atraído por las ideas del “nacional bolchevismo” hasta que conoció a Hitler y cayó bajo su hechizo, fue Joseph Goebbels (1897-1945), para mí el modelo más depurado de esa tendencia extremista, un hombre, sin duda singular, que posteriormente sería indiscutible as del temible quinteto de ases y que más a mano tuvo siempre el dictador a la hora de cometer sus desafueros. También sabemos que hubo una permanente hostilidad hacia Hitler en la Räterepublik, justificada sin duda ninguna por su manifiesta ambigüedad en aquellos complicados tiempos en los que el temor a equivocarse estaba siempre presente en los muchos actores envueltos en el drama. Esto que escribo parece confirmarlo una historia que corrió como la pólvora y que involucraba a Hitler; una historia compatible con el caos, la suspicacia y el miedo, sobre todo en las filas rojas, aunque admitiendo que nunca nadie la pudo certificar: subido a un parapeto, un Hitler novato, queriendo definirse animó a su batallón para que se abstuviese de participar en el combate que se avecinaba entre el Freikorps y los comunistas: “nosotros no somos una guardia revolucionaria de los judíos que han venido aquí”.

Todas estas afirmaciones sobre sus actividades, especialmente las tareas que cumplió para el ejército aquellas primeras semanas de 1919, evitó durante algún tiempo todavía su licenciamiento; pero finalmente éste hubo de llegar. El Cabo de lanceros abandonó su estatus militar e en mayo de 1919 junto con el resto de la guarnición, que era lo que él quería evitar, y con ello apareció nuevamente el desempleo y la posibilidad de repetir en Múnich la Viena de sus más negros sueños. Pese a sus circunstancias, y a su carácter indolente, consiguió un trabajo en la oficina de prensa del departamento político de la comandancia militar del VII distrito, donde también estaba Ernst Roehm, hombre de confianza del general Franz Ritter von Epp, un héroe de guerra condecorado con la medalla Pour le mérite, la más codiciada de las condecoraciones militares y fundador de los Freikorps que aplastaron en Baviera a las fuerzas comunistas y a sus infaltables compañeros de viaje. Ritter von Epp se destacó posteriormente, de nuevo al lado de Hitler, en sus comienzos políticos y militarmente fue un factor importante en el camino de los nazis hacia el Poder. Está claro que también Ritter von Epp influyó para que Hitler fuera empleado como oficial de instrucción y con eso Hitler ya tuvo en sus manos un instrumento idóneo para proyectar su imagen e inyectar en la mente de sus hombres sus ideas sobre cómo evitar el contagio de toda esa ralea de judíos emboscados, socialistas ambiciosos, pacifistas sin beneficio y demócratas del montón. Fue allí donde Hitler hizo gala por primera vez de su olfato político. Fue siendo oficial de instrucción, como ya antes comenté, que se le ordenó investigar al DAP (Partido de Obreros Alemanes) al que el ejército vigilaba. En escena apareció entonces el que sería —según afirma alguno de sus biógrafos— la “partera” de la carrera política del futuro canciller. Parece que ese hombre tuvo la máxima responsabilidad en su arranque inicial. Se llamaba Karl Mayr (1883-1945) y el ejército había dejado en sus manos la organización de unos cursos antibolcheviques, tarea que había culminado con inusitada brillantez.

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