Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Karl Mayr fue el primero que vio en Hitler cualidades políticas fuera de lo común. Mayr actuó activamente desde el principio, primero a las órdenes de Wolgang Kapp (1858-1922) y del general Walther von Luttwitz (1859-1942) en el abortado putsch de Berlín del 13 de marzo de 1920 y posteriormente, sin titubeos, con la temida extrema derecha contrarrevolucionaria, con la que logró un importante nexo de unión y desarrolló valiosas actividades. Cambió sorpresivamente de bando, sin justificarse, y se convirtió en despiadado crítico de Hitler y en el artífice de la organización paramilitar de la izquierda socialdemócrata. Se fue a Francia en 1933 por precaución, pero los nazis no olvidaron nunca su “cambio de chaqueta” y finalmente lograron cazarlo. Murió encerrado en el temible campo de exterminio de Buchenwald, en 1945, poco antes de que la guerra finalizara.

Pero en 1919 las cosas, para él, andaban de otra manera y su influencia dentro de la Reichswehr estaba muy por encima de su grado militar. Organizó, dotado de importantes recursos monetarios, una red de testaferros o informantes cuya tarea era organizar cursos para la formación de unidades de oficiales y soldados seleccionados para lo que consideraba entonces el “pensamiento político correcto”. También se le dotó de los medios necesarios para confeccionar publicaciones y organizar grupos dentro de la línea conservadora que el ejército perseguía. Es posible que en el desarrollo de esas actividades conociera a Hitler en 1919, cuando éste realizaba indagaciones sobre la participación subversiva de su batallón durante la Räterepublik. Lo cierto es que Mayr detectó en Hitler el potencial necesario para servir a sus objetivos, aunque, como escribió años después, la primera impresión que tuvo de él fue la de “un perro apaleado buscando amo.” Karl Mayr lo llevó a las reuniones en el club de oficiales nacionalistas radicales fundado por Ernst Roehm. Ya este hombre, buscando siempre integrar a los novatos en el movimiento nacionalista, había estado en el primer mitin de masas del DAP en el que Hitler había hablado en octubre de 1919, poco antes de su ingreso en esa organización. Fue ese año el que fechó el nacimiento de una relación entre Ernst Roehm y Hitler, relación que llegó a ser íntima y fructífera durante años, hasta que el 2 de julio de 1934, brutalmente, dos SS, obedeciendo órdenes de Hitler acabaron con la vida del militar que durante años había sido el alma de las S.A.

Hitler también fue destinado a los cursos de instrucción antibolchevique que se dieron en la universidad de Múnich entre el 5 y el 22 de junio de 1919. Eran clases de formación política directa y para él fueron una importante fuente de conocimientos. Uno de los ponentes, Gottfried Feder, muy tenido en cuenta como economista entre los pangermanistas, iba a tener su papel durante la primera etapa de los nazis. Lo corrobora Hitler en Mein Kampf:

“Al principio no había podido yo distinguir con la claridad deseada la diferencia existente entre el capital propiamente dicho, resultado del trabajo productivo, y aquel capital cuya existencia y naturaleza descansan exclusivamente en la especulación. Me hacía falta, pues, una sugestión especial que aún no había llegado hasta mí. “Esta sugestión la recibí al fin, y muy amplia gracias a uno de los varios conferenciantes que actuaron en ese ya mencionado curso del Regimiento de Infantería: Gottfried Feder. Mi lucha. Ibib. P.123

Fue en esa época cuando Hitler empezó a dar sus pasos más concretos en su camino hacia el poder absoluto que un día alcanzaría. Discutiendo acaloradamente con un grupo de alumnos sobre el tema judío, en un descanso entre clases, Karl Alexander von Müller, profesor de historia que pasaba muy cerca de ellos, se fijó atentamente en el que hablaba y le impresionó su gesticulación, su apasionamiento y el tono gutural de su voz. Más tarde se lo comentó a Mayr, diciéndole que tenía en ese grupo de alumnos a un potencial orador, y se lo señaló. El militar identificó a Hitler y no olvidó lo que le había dicho el profesor.

“Cierto día tomé parte en una discusión, refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente a favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros del curso presentes en el aprobó mi punto de vista. El resultado fue que unos días después se me destinó a un regimiento de la guarnición de Múnich con el carácter de ·oficial instructor” Mi lucha. Ibid. p. 125.

Obedeciendo órdenes de Rudolf Beyschlag (1891-1961), comandante de la unidad instructora Hitler partió a cumplir ese trabajo, con una veintena más de compañeros, en el campamento que la Reichswehr utilizaba en Lechfeld, muy cerca de Augsburgo. Los potenciales destinatarios de la instrucción escasamente podían ofrecer confianza, dada su refractaria actitud política y el hecho cierto de que muchos entre ellos habían sido liberados de los campos para prisioneros de guerra poco tiempo atrás. Los instructores iban a bregar mucho para lograr meter en aquellas rebeldes seseras espartaquistas los rudimentos fundamentales de los principios nacionalistas antibolcheviques. Lo que los alumnos no sabían era que esos instructores habían sufrido en sus carnes, anteriormente, el mismo lavado cerebral que ahora ellos iban a imponer.

Rudolf Beyschlag escogió a Hitler para asumir con él la parte del león en la tarea. Y no se equivocó, pues el escogido se entregó con total pasión a su labor y descubrió, no sin sorprenderse, que con su verbo apasionado lograba que vibrara la fibra de aquellos hombres toscos y descreídos, en su mayoría resentidos y sin instrucción. Se dio cuenta entonces, definitivamente, que tenía la facilidad de palabra y la forma de expresarse capaces de sacar a aquellos bestias de su indiferencia y su cinismo. Ahora estaba, definitivamente, seguro de su talento y de cómo utilizarlo. Lleno de euforia comprobó que era “capaz de hablar”.

“Empecé con el mayor entusiasmo y amor. Porque de pronto se me presentaba la oportunidad de hablar ante un público mayor; y lo que siempre había supuesto por pura intuición, sin saberlo seguro, quedó ratificado entonces, era capaz de “hablar… Y podía ufanarme de cierto éxito: en el curso de mis lecciones conduje a muchos centenares de camaradas, a miles en realidad, a su pueblo y a su patria. “Nacionalicé a la tropa… ”Ian Kershaw. Ibid. P.142

Los informes posteriores corroboran lo que él dice: Hitler fue, sin duda, la estrella de aquellas jornadas. Hans Knoden, artillero en el frente, afirmó, en su momento, que captó en Hitler su habilidad oratoria, excelente y apasionada, capaz de hipnotizar a la totalidad de su auditorio.

Pero la sustancia base de su discurso y donde mejor explayaba toda su demagogia y su odio era cuando hablaba de los judíos. Esa terrible obsesión lo llevaba al paroxismo y eso se detecta fácilmente en casi todos sus discursos. Los improperios, las injurias soeces y los escupitajos verbales lanzados contra ellos eran descomunales, atroces. Para él, todo nacionalsocialista que presumiera de tal tenía que ser rabiosamente antisemita. Proponía ahorcarlos, antes de que fuera tarde, para evitar la contaminación del hombre ario, dado el peligro que se cernía sobre éste. Y, visto con realismo, tampoco lo tenía muy difícil. El antisemitismo era general en Múnich y casi total en Alemania entera. Cualquier comentario contrario a ellos, hecho en la calle aquellos días y todos los días, hasta que Hitler expiró, generalmente contaba con la aprobación de los oyentes. La gente de a pie hablaba de los futuros pogromos como quien habla de cambiarse la camisa y, estaba totalmente convencida de que los males de Alemania desaparecerían cuando se hubiera echado del país a todos los semitas.

Adolf Gemlich, un antiguo participante en uno de aquellos cursos a los que asistía Hitler escribió a Mayr, en septiembre de 1919, solicitándole su opinión sobre la cuestión judía. Mayr pidió a Hitler, a quien consideraba experto en el tema, que contestara la misiva. Su primera observación, contundente, advierte que el antisemitismo no debe basarse en emociones sino en hechos, el primero de los cuales, advierte, es que el judaísmo es una raza, no una religión, como muchos creen. El valioso papel con la respuesta a Gemlich se conserva, y es el primer escrito conocido de Hitler, sobre el problema. Sólo reproduzco los dos párrafos finales de ese papel, que tomo de una de mis fuentes de consulta:

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