Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Salió del hospital y marchó a Múnich viajando por los caminos de una Alemania moralmente hundida. Tenía muy próximos los treinta años de edad, seguía llevando con orgullo su uniforme y esa ropa era su momentánea tabla de salvación, porque con ella encima recibía su paga de soldado y tenía el rancho asegurado. Pero sudores fríos lo invadían ante el cada vez más cercano día de su desmovilización, ya su sueño de ser arquitecto definitivamente evaporado. En diciembre de 1918, próximo a la frontera austriaca ofreció sus servicios de guardián en un campo de detención de prisioneros de guerra y fue admitido, pero esto duró poco. El mes siguiente los efectivos rusos e ingleses fueron repatriados y él tuvo que continuar su camino. Llegó a Múnich, meditó, y en los meses siguientes, por fin, empezó a ver la respuesta al interrogante que aún le atormentaba.

En la capital bávara la situación era de las peores del país. La dirección de la política cambiaba de manos de un día para el otro y el propio Hitler llegó a la conclusión de que la fatiga y la desmoralización eran mucho mayores en la capital bávara que en el Norte del país. Los cuarteles estaban en manos de concejos de soldados y sólo después de forcejear y discutir pudo encontrar refugio en ellos. En enero de 1919 la violencia era insoportable. Kurt Eisner (1867-1919), un periodista judío, radical de izquierda, que encabezó al pueblo en el arranque revolucionario bávaro de noviembre de 1918, derrocó la monarquía y formó un estado independiente de corte revolucionario; fue asesinado por la espalda poco más tarde, al caer bajo las balas de sus contrincantes en enero de 1919. En abril, los comunistas de Bela Kun (1886-1919) desplazaron a los socialdemócratas del poder e impusieron una República de neto corte soviético. Los soviets comunistas, como era de esperar, aparecieron como hongos y pidieron armas e instrucciones a Moscú. Pero esta situación trajo consigo una riada de disturbios, pleitos y muertes que dejaron en el ánimo de los bávaros una huella difícil de borrar. Comenzando mayo un cuerpo armado del maltrecho ejército regular, acompañado por voluntarios de los Freikorps, aplastó a los seguidores del aventurero húngaro que los encabezaba y que pereció cuando los vencedores optaron por la aniquilación de los insurgentes y pusieron en marcha una represalia sangrienta. Durante días los fusilamientos fueron el plato cotidiano y Hoffman, el hombre apartado del poder por los comunistas reapareció al mando al desaparecer éstos; pero ya la política en Baviera, tras los sucesos de mayo no quería más aventuras y se sumó decididamente al camino que la derecha le estaba marcando. Fue entonces cuando Hitler participó por primera vez en actividades contrarrevolucionarias. Trabajó para el ejército como informador, con la misma dedicación y entusiasmo que había mostrado en otras actividades en el pasado, y obedeciendo a su instinto sacó a lucir su gran facilidad para la arenga, habilidad que de antiguo había utilizado en las discusiones callejeras a pleno aire, en las que en Viena unas cuantas veces había participado.

“Cierto día tomé parte en la discusión, refutando a uno de los concurrentes que se creyó obligado a argumentar largamente a favor de los judíos. La gran mayoría de los miembros presentes del curso aprobó mi punto de vista. El resultado fue que días después se me destinó a un regimiento de la guarnición de Múnich con el carácter de “oficial instructor.” Mi lucha. Ibid. p.125

13.

Orgulloso de su ascenso le tocó vivir directamente los días sangrientos de abril y mayo de 1919, aunque no hay datos fehacientes que hablen de su participación en ellos. En Mein Kampf comenta un intento de arrestarlo que sufrió a mano de dos revolucionarios comunistas, situación que repelió echando mano de su fusil y poniéndolos en fuga. Aplastados los revoltosos por el ejército, fue interrogado por oficiales del regimiento de infantería que abrió la espita de las represalias que fusiló a gran número de ellos. Posteriormente trabajó en el departamento político de la comandancia militar del VII distrito, donde todo indica que, por primera vez, tuvo contacto con Ernst Roehm y continuó recibiendo cursos de instrucción política. En esa unidad refrendó su cargo de oficial instructor y prosiguió en su tarea de lavar los cerebros de sus hombres de toda veleidad política de izquierdas, bien fueran de grupos pacifistas, demócratas o socialistas. Esas actividades docentes estaban basadas siempre en el rechazo al Tratado de Versalles y a las draconianas limitaciones impuestas al ejército alemán, y fue en esa labor con aroma a lucha dialéctica donde Hitler vislumbró, quizá por primera vez, donde estaba su futuro. Y como si una mano misteriosa diseñara su porvenir, el cabo de lanceros perdido en sus dudas y esperanzas recibió la orden, ya avanzado el otoño, de investigar sobre las actividades políticas que unos cuantos individuos realizaban amparados en las siglas del DAP (Partido de Obreros Alemanes).

“Cierto día recibí de mi superior la orden de investigar la realidad en el funcionamiento de una organización de apariencia política que, bajo el nombre ‘Partido Obrero Alemán’, tenía el propósito de celebrar una asamblea en los próximos días y en la cual hablaría también Gottfried Feder. Se me dijo que yo debía constituirme allí, para después dar un informe a cerca de aquella organización.” Mi lucha. Ibid. p. 127.

La Reichswehr lo había metido de cuerpo entero en la política y su demonio personal se ocupó, minuto a minuto, de que en ella continuara, creciera, triunfara y destruyera hasta el último día de su existencia.

Invitado a formar parte del grupo que por orden de sus superiores debía investigar, Hitler, después de pensárselo mucho, finalmente asistió:

“Después se algunos titubeos Hitler asistió. El comité se reunió en una cervecería oscura de la Alte Rosenbad, en la Herrnstrasse. Penetré en la estancia mal alumbrada, donde no había un solo parroquiano, y busqué la puerta de acceso a un local interior donde me encontré cara a cara con el Comité. Bajo la luz mortecina de una lámpara de gas llena de cochambre vi a cuatro personas sentadas en derredor de una mesa; una de aquellas era el autor del folleto.” Alan Bullock. Ibid. p.42.

“La energía y la ambición que hasta entonces no había tenido freno, encontraron un cauce de salida.” Alan Bullock. Ibid. p.42.

Lo comenta en Mein Kampf:

“Se me ofreció una oportunidad de hablar ante un público numeroso, y lo que había supuesto siempre por pura intuición, sin saberlo se corroboró entonces; era capaz de hablar.”

Y lo refrenda un compañero soldado que estuvo con él en Lechfeld en 1919.

“Hitler especialmente es, podría decir, un orador popular nato que gracias a su fanatismo y el estilo populista de sus discursos hace que su público atienda inevitablemente a lo que dice y comparta sus puntos de vista.” Alan Bullock. Ibid. p. 42.

Y Anton Drexler, impulsor y dirigente político del DAP, al oír hablar a Hitler por primera vez, en septiembre de 1919:

“Dios mío, tiene facilidad de palabra. Podría sernos útil.” Ian Kershaw. Ibid, p.127

Entre tanto los extraordinarios acontecimientos que sacudían a Alemania, estimulaban las ansias bávaras de una mayor autonomía. Existía de antiguo un rechazo larvado hacia los hombres que los gobernaban desde Berlín y también hacía los prusianos y la religión protestante. Hubo momentos en los que impulsados por esos sentimientos, los bávaros contemplaron la posibilidad de plantear la secesión, rompiendo definitivamente los lazos con la Alemania luterana del norte, para gestionar la unión territorial con Austria, la católica y vecina hermana del sur.

Todo siguió empeorando en Alemania, si es que todavía podía empeorar, y a mediados de marzo de 1920 hubo un fallido intento para derrocar el gobierno central en Berlín. Esos mismos días, simultáneamente con el intento de putsch en la capital del Reich, tomó el poder en Baviera el general de infantería Arnold Ritter von Möehl (1867-1944) con el apoyo de la derecha liderada por Gustav von Kahr. La revoltosa y díscola autonomía bávara, desde siempre enfrentada al poder central, abrió las puertas a todos los que soñaban con aplastar el régimen republicano, y toleró complacida los métodos que la extrema derecha usaba para lograrlo. Baviera estaba lista ya en aquellos años, sólo le faltaba decidirse. En el aire, desde mucho tiempo atrás estaban dadas las condiciones para que en ella se afincase y empezase a crecer el tiránico orden que Hitler iba a establecer un día en ella y en Alemania entera.

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