Adolfo Meinhardt - Adolfo Hitler

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En 2008, leyendo «The castle in the forest», uno de los buenos libros escritos por Norman Mailer, subrayé muy al comienzo de la obra la frase que inspiró el ensayo que ofrezco al público lector. Esta frase, traducida libremente del inglés viene a decir que en el momento de la concepción de Hitler el demonio sobrevolaba el lecho conyugal. Admito que nadie va corroborar este aserto; pero el hecho cierto es que hombres del calibre intelectual de Gregor Strasser, asesinado la noche de los cuchillos largos; Franz Pfeffer von Salomón, brillante militar al que Hitler dio el mando de la Sturmabteilung (SA) cuando Ernst Roehm se marchó a Bolivia durante dos años como instructor militar; Hans Frank, abogado de nota y ex gobernador de la Polonia ocupada, ahorcado en Nurenberg en 1946; y el 26 de enero de 1928 Frankfurter Zeitung, diario icono del liberalismo alemán de esos años afirmaron que Hitler llevaba dentro de sí un demonio que lo dominaba. Y hubo más, otros nazis de buen nivel intelectual, tanto civiles como militares en el régimen confirmaron en algún momento que su magnetismo tenía un halo que iba mucho más allá de lo natural.

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Los Freikorps volvieron a las andadas, se sintieron cómodos, pues se sabían arropados por el ejército regular y olvidaron una vez más que no habían sido creadoa para planificar golpes de Estado ni cometer crímenes políticos, sino para vigilar las fronteras del Este contra los abusos de polacos y bolcheviques. El capitán Hermann Ehrhardt (1881-1971) y su tropa, expulsados de Berlín tras el abortado intento de subvertir el orden, encontraron las puertas abiertas en Baviera y, como era natural, ni cortos ni perezosos planificaron los asesinatos de Matthias Erzberger (1875-1921), ministro de Finanzas que fuera firme opositor al último Kaiser y de su desbocado belicismo, y que había puesto su firma en el armisticio de 1918 y Walther Rathenau (1867-1922) ministro judío de Relaciones Exteriores del gobierno central del Reich, también señalado culpable, a los ojos de sus enemigos, por haber abierto camino al cumplimiento estricto del infame tratado de paz. Los Freikorps, un enemigo siempre feroz y temible, tanto para la izquierda como para los llamados “traidores de noviembre”, siguieron su camino de sangre y fueron refugio y escuela de nobeles terroristas y fanáticos nacionalistas aficionados a practicar la delincuencia política para favorecer sus planes. Su presencia activa deformó la vida de los alemanes hasta muy avanzado 1924 y reapareció fugazmente, de nuevo, en 1929.

En Múnich era evidente que había, cada vez más, valiosos oficiales en activo o que habían pertenecido al ejército regular. Sabían que con la derecha al mando esa ciudad era un cómodo refugio para ellos. Estaban, por nombrar algunos, individuos de prestigio, el general Franz Ritter von Epp (1868-1946) y su ambicioso asistente, mayor Ernst Roehm (1887-1934), un soldado de cuerpo entero dispuesto, con su superior, a infringir la ley cada vez que fuera necesario, si al hacerlo abría camino para incumplir todas y cada una de las limitaciones que en Versalles habían impuesto los vencedores al poderío bélico alemán. Hombres inteligentes la mayoría, entendieron desde el primer momento que sólo unidos y disciplinados, conseguirían reconstruir un día la fuerza que los había convertido en una gran nación. Eran, además de patriotas, individuos que veían a distancia e intuían que sí el núcleo perduraba, un día llegaría la revancha, como en efecto a punto estuvo de suceder.

En los ministerios bávaros ocupaban puestos bien escogidos muchos nacionalistas que durante la conflagración habían servido en la reserva y eran abiertos a hablar con quién les pidiese orientación. Ernst Poehner (1870-1925), el primero en el escalafón de la Policía de Múnich, se hizo famoso cuando respondió a alguien que le preguntó si estaba al tanto del alto número de delincuentes políticos que vivían en Baviera: “Si, pero no hay bastantes”, respondió. Franz Gürtner (1881-1941), futuro ministro de Justicia con Hitler trabajaba en el ministerio de Justicia bávaro y Wilhelm Frick (marzo 1877-octubre 1946) que era ayudante de Poehner en la policía, también llegaría a ministro de Interior del régimen nazi.

En la mente de todos esos hombres el sueño del resurgimiento ocupó gran parte de sus vidas: aplastar a la República, borrar de los papeles la pesadilla de 1918 y reponer a Alemania en su puesto de máxima potencia continental, devolviendo a su ejército la prerrogativa de ocupar el máximo escalafón que siempre había ocupado entre los ejércitos del Continente. Tal fue el prometedor proscenio que Adolfo Hitler pensó dar a los milites cuando puso en marcha su meteórica carrera hacia el desastre.

Uno de los más distinguidos biógrafos de Hitler sostiene que:

“La guerra y el impacto que la guerra dejó en las vidas de millones de alemanes fueron elementos esenciales para el auge de Hitler y del partido nazi”. Alan Bullock. Ibid. p. 31

Y esa aseveración aplicada a Hitler y a sus seguidores, visto lo visto no admite discusión.

Los pueblos modernos —admitidos los inevitables matices— se debilitan indudablemente con las guerras, especialmente cuando estas son sangrientas y prolongadas. La onerosa pérdida de vidas jóvenes, especialmente, y la desaparición —a veces casi total— de infraestructuras fundamentales los puede llegar a poner a los implicados al borde de la bancarrota. En la contienda que estamos comentando el pueblo alemán, que conservó libre de destrucción la totalidad de su extenso país, tuvo que devolver forzosamente a Francia la Alsacia y la Lorena y fue despojado, además, de ubérrimos territorios, especialmente en su frontera con Polonia. A esto hubo que agregar la humillante y descomunal factura, en metálico y bienes, que le obligaron a pagar los vencedores. El malhadado Tratado de Versalles fue impuesto a rajatabla por los franceses, pese a la tibia oposición del presidente Wilson y al pueblo alemán, ya sublevado en su ánimo por la inesperada noticia de una derrota tan contundente, forzó los cambios que tenían que venir, y vinieron, especialmente en Europa central y oriental, donde todos los alemanes bajo el amparo de Prusia habían jugado durante siglos un papel estabilizador sin parangón. Ya hemos visto que el Imperio de los Habsburgo y de los Hohenzollern habían seguido los pasos del Otomano y a los tres nombrados sé agregó el de los Romanov, desaparecido en 1917, un año antes que los otros A los cuatro les guardó la historia un rincón en sus páginas, pero cualquier otro vestigio de ellos es tema reservado para especialistas. El hombre común los borró de su memoria y nunca más resucitarán. Y la consecuencia desde el lado Este del Rin hasta las riberas del Oder, la inseguridad, el miedo y la incertidumbre se extendieron como una furiosa e inmensa manada de lobos fuera de control, por todos los rincones en que habían gobernado la Alemania imperial y la caduca dinastía austriaca. En lo que a Alemania toca, aplastada por el peso de la revancha francesa, que no se movió nunca del Palacio de Versalles, donde el curso de las deliberaciones lo marcó siempre ella, acabó por contaminar al grupo de países que componían la Gran Entente. Así se llegó a lo que pasaría a la historia como uno de los errores o tropelía capitales del farragoso y sangriento siglo xx. Esta costosa equivocación, al impedir en su momento toda reflexión ponderada, impuso alevosamente las condiciones de paz más atroces, onerosas y humillantes que se le hayan aplicado a un país en la edad moderna. Y tal disparate, aceptado por todos a pesar —como antes dije— de la tibia oposición del l presidente Wilson, obligó a Alemania, hundida en el desconcierto, a aceptar el precio desmesurado de unas cifras que forzaron a un pueblo ya extenuado a un enorme esfuerzo que implicaba nuevos sacrificios. Ese error de los vencedores gravó con fuego y por muchos años, en setenta millones de seres humanos, la idea de venganza que llevó a Hitler al poder. Este estado de cosas, además, se iba a hacer eterno para cada uno de los súbditos del fenecido Imperio, porque además de inicuo duró demasiado para ellos. Fue entonces cuando el Cabo de Lanceros, el político en ciernes que nunca antes había sido, protagonizó su primera aparición en un gran escenario, aliado a un general de alto rango, héroe de guerra y con un prestigio singular.

El régimen republicano nacido de la derrota tuvo que hacer frente a una amenazante izquierda radical, que se veía dueña de la situación y quería aplicar en el país el mismo totalitarismo tiránico comunista que ya tenía bajo su yugo el inmenso territorio que había sido de los zares. Pero no menos intolerante fue la derecha extrema, para la que la débil República de Weimar debía desaparecer. Muchos la acusaron a esa joven república sin ningún derecho, pero con mucho desparpajo, de ser la causante de la derrota y la rendición por la labor de sabotaje puesta en práctica por sus componentes socialistas durante el conflicto. Finalmente, izquierda extrema y derecha extrema, casi sin distingos, se soliviantaron definitivamente cuando el gobierno dirigido por los socialdemócratas firmó, en 1919, un tratado de paz repleto de condiciones inaceptables. Este acto fue visto por Alemania entera como una bellaquería contra el pueblo en su conjunto. Desde ese mismo día se consideró a los republicanos del gobierno como cínicos, desvergonzados y aliados de la Entente que había conseguido la victoria.

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