Phodidas Ndamyumugabe - Predicando desde la tumba
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Karekezi, un alumno ruandés más chico a quien no conocía, había escuchado sobre mi dilema por otra fuente. Una mañana, luego del desayuno, me dijo que tenía 100 dólares para darme. Según él, su patrocinador le había enviado el dinero para pagar su habitación y comida en el internado. Él dijo que encontraría un lugar decente donde vivir con una familia en el poblado, así podía asistir al colegio como un alumno externo.
Poco después, la mamá de mi compañero de pieza, Greg, vino a visitarlo. Al enterarse de mi situación financiera me dio 50 dólares, que era lo que me faltaba para pagar la tarifa. Unos días después, una alumna más joven se me acercó y me dio un montoncito de dinero envuelto en un pañuelo; eran cerca de 50 dólares. Ella sugirió que le guardara el dinero. Luego de unas dos semanas, le pregunté si necesitaba que le devolviera su dinero. Me dijo que había escuchado sobre mi necesidad y que me estaba dando ese dinero, aunque su intención había sido usarlo para pagar lo que le faltaba de sus clases. Traté de rechazar su ofrecimiento, pero dijo que era su decisión y que no tenía problema de volver a su casa y esperar que le devolviera el dinero cuando terminara mis estudios.
Lo que esta joven hizo fue maravilloso. No tenía un vínculo especial con ella como para que estuviera dispuesta a darme el dinero. Me conmovió ver cómo Dios podía intervenir con tanta rapidez, trayendo a personas en las que nunca había pensado para que me ayudaran a suplir mi necesidad. Ahora solo tenía que decidir quién necesitaba que le devolviera el dinero antes, para poder darle los 50 dólares a esa persona; porque ya tenía más que suficiente para pagar la tarifa para el examen.
Me preparé para rendir mis exámenes finales. Sin embargo, tres días antes de la fecha, me enfermé mucho. Me sangraba muchísimo la nariz, y vomitaba a cada rato. Me di cuenta de que, a menos que Dios realizara otro milagro, no podría rendir los exámenes.
El lunes de mañana me desperté temprano y fui al aula para el examen. Todavía me sangraba la nariz, así que había llevado dos pañuelos para manejar el sangrado. Sin embargo, mis pañuelos terminaban tan sucios que tenía que salir del aula cada veinte minutos. Ante un inconveniente tal, me era muy difícil permanecer concentrado. Pero a pesar de todos los problemas, aprobé los exámenes con la mejor calificación de mi clase.
Luego de terminar los exámenes, no tenía por qué permanecer en el colegio. Quería volver a casa a Ruanda, pero sabía que era un riesgo y que no tenía dinero. Mi hermana me invitó a quedarme con ella en su casa en Goma. Seguí orando y esperando que Dios me proveyera un poco de dinero.
Al día siguiente de haber completado mis exámenes nacionales, me encontré con un pastor a quien conocía bien. Él me dijo que tenía noticias para mí. Me pregunté qué podía ser. Me dijo que alguien que había conocido en Ruanda le había dado dinero para mí; y me dio un sobre lleno de billetes. ¡Eran cerca de 80.000 francos congoleses! También me dio el equivalente a 50 dólares en francos ruandeses.
Los 80.000 no eran mucho dinero; también eran aproximadamente 50 dólares. Pero en mi situación, sin poder obtener ni siquiera 5 dólares, y habiendo pasado casi dos años sin noticias ni dinero de mi hogar, ¡era mucho! Esto era una respuesta de Dios. No se me ocurría quién podría haber pensado en darme dinero. Curiosamente, el pastor no podía recordar quién le había dado el dinero. Pero en lugar de preocuparme sobre quién podría ser esa persona, agradecí a Dios por responder a mis oraciones.
Con dinero en el bolsillo, podía hacer planes para volver a casa en septiembre de 1992. Fui a quedarme en la casa de mi hermana en Goma por un par de semanas. Finalmente, me atreví a cruzar la frontera, sabiendo que estaba corriendo un gran riesgo con mi vida. Extrañaba a mi familia y necesitaba verlos. Fui directamente a Kigali, sin saber qué esperar.
Cuando llegué a Kigali, me encontré con algunos amigos que me dieron una cálida bienvenida y me pusieron al tanto de lo que había ocurrido en mi ausencia. En un santiamén volví a ser parte de la vida de mi exiglesia local. Pronto me eligieron como anciano de iglesia, a mis 22 años. Me pidieron que predicara en mucho lugares, en Kigali y cerca de allí. Se seguían multiplicando las noticias de las atrocidades que ocurrían en la región, pero la Palabra de Dios era mi consuelo, y como estaba ocupado predicando, parecía que no ocurría nada inusual.
En marzo de 1994 fui a mi poblado natal por el fin de semana. Allí me encontré con mi padre, cinco hermanas y un hermano. Me alegró visitar cada hogar y ver a mis sobrinos y familiares de nuevo. Esa visita fue muy memorable; de hecho, los recuerdos de esa visita son los más importantes que tengo de mi familia. Tuvimos muchas conversaciones sobre lo que había ocurrido durante el largo período en que habíamos estado separados, y tratamos de ponernos al día sobre eventos y experiencias. No percibimos que esta sería la última vez que nos reuniríamos en esta vida.
Luego de pasar tiempo con mi familia, nos despedimos y yo salí hacia Kigali. Mis planes eran regresar a casa de nuevo en julio del mismo año.
Las cosas estaban cambiando. Un político tras otro comenzó a morir misteriosamente. En Kigali, miles de jóvenes estaban siendo entrenados militarmente, y recibiendo armas y uniformes. Yo no podía entender lo que estaba pasando. Mientras tanto, cada noche personas estaban siendo atacadas y asesinadas en sus hogares a causa de su trasfondo étnico o por razones políticas.
Durante este periodo, había una estación radial que estaba difundiendo propaganda de odio. Se les decía a los hutus no solo que odien a sus vecinos tutsis, sino también que los consideren enemigos y personas peligrosas. Estos mensajes de odio llenaban las ondas de radio. La radio pasaba canciones revolucionarias todo el día y toda la noche. Movimientos políticos basados en esos mensajes de odio reclutaban jóvenes. Tentaban a quienes se negaban inicialmente a unirse a las pandillas con incentivos como trabajos, licencias para conducir y dinero. Esos movimientos a menudo invitaban por radio a los jóvenes a reuniones urgentes, mayormente por la noche.
Mientras esto ocurría, cristianos en grupos pequeños discutían sobre la participación política. Se desanimaba el partidismo. Por el momento, el problema estaba en el nivel del reclutamiento. Se estaban haciendo grandes esfuerzos para reclutar a los jóvenes, ya que los asesinatos involucraban solo a los grupos entrenados. Tales actividades todavía eran consideradas crímenes, al menos para las personas comunes.
En la iglesia no parecía haber un problema aparente entre hutus y tutsis. Adoraban lado a lado. Los vecinos compartían lo que tenían, y todavía se celebraban casamientos entre hutus y tutsis. Pero ante los informes generalizados de asesinatos, surgió el temor. Las personas trataban de mudarse fuera de la ciudades por miedo a la milicia, que a menudo aparecía de noche y asesinaba a familias enteras.
Durante este tiempo yo viajé por todo el país, predicando en varias iglesias y dirigiendo programas evangelizadores. También asistía a reuniones de oración en grupos pequeños, en los que miembros de iglesia se reunían un día a la semana para orar por su bienestar espiritual y por la protección de Dios. Sentíamos que estábamos viviendo en el tiempo del fin, y nadie sabía lo que ocurriría. Los asesinatos continuaban, pero creíamos que Jesús pronto regresaría. Miles y miles de personas estaban orando, mientras que otras estaban siendo entrenadas para asesinar a sus vecinos.
A finales de marzo de 1994 yo acababa de terminar una campaña de evangelismo en el Lycee de Kicukiro, un colegio en Kigali, donde había obtenido un trabajo enseñando a principios de 1993. Otro profesor había decidido hacerse cristiano y fue bautizado junto con 24 alumnos.
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