Phodidas Ndamyumugabe - Predicando desde la tumba
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La disciplina con que me enseñaron a esta edad temprana no tenía nada que ver con nuestro estatus financiero. Nadie tenía demasiado dinero en esta zona rural, pero nosotros teníamos el mínimo necesario para nuestro bienestar. Aunque teníamos ayudantes en la casa que podrían haber realizado casi todo el trabajo sin mi ayuda, mis padres esperaban que colaborara con las tareas diarias. El trabajo era el principio de la vida, y todos tenían que estar involucrados si esperaban vivir de manera independiente en el futuro.
A pesar de las dificultades de vivir en una zona rural del oeste de Ruanda, nuestra vida montañosa tenía muchas ventajas que sobrepasaban por lejos la vida más lujosa en las ciudades. Algunos de esos beneficios recién los puedo comprender ahora que soy suficientemente mayor como para extrañarlos; pero otros los comprendí y aprecié aun de niño.
Mi familia vivía en un lugar donde apenas podías ver 100 metros a la distancia sin encontrar una colina. Las colinas son una característica de Ruanda, que se conoce comúnmente como “El país de las mil colinas”. Pero Kibuye es único porque también hay montañas, y algunas de ellas son las más altas del país. Esas montañas hacen que el clima siempre sea agradable: ni demasiado caluroso, ni demasiado frío.
El distintivo más pintoresco de esta parte del mundo, probablemente, es el lago Kivu. Es un hermoso cuerpo de agua salpicado de pequeñas islas de forma cónica, de las cuales uno puede saltar a las transparentes aguas. Estas islas llamaron mi atención de niño. Disfrutaba ver sus sombras reflejadas en el agua, creando diversos colores y belleza al amanecer y al atardecer.
Mientras crecía, no necesitábamos piscinas de natación porque el agua transparente del lago, contenida por roca volcánica blanca sólida, era ideal. El aislante volcánico mantenía el agua a una temperatura constante de unos 24 ºC. Esto hacía que el lago fuera una buena fuente de recreación y refresco, cualquiera fuera el clima. Cuando estaba fresco afuera, el lago se sentía cálido; y cuando afuera el clima se volvía cálido, el agua permanecía fresca.
Este hermoso lago es una parte central de los recuerdos de mi niñez. Recuerdo dejar los animales cerca del lago y zambullirme con amigos para perseguir peces en la profundidad de sus aguas. También correr con el torso descubierto hacia las aguas frescas, para refrescarme durante el intenso calor del mediodía.
Pero aun por sobre el aprecio que sentía por la geografía de mi poblado, yo sabía que mi vida familiar era mi mayor bendición. Como fui el último hijo en una gran familia con ocho hijos, muchos de mis sobrinas y sobrinos tenían mi edad o eran un poquito mayores. Esto me dio la oportunidad de tener muchos amigos que también eran familiares.
En cada una de mis vacaciones visitaba los hogares de mis hermanos simplemente para disfrutar de la compañía de mis sobrinos y sobrinas. En esta tierna edad, la vida era dulce. Cada vacación era una celebración. Hice un hábito de pasar tiempo con mis hermanos luego de terminar las tareas que mi madre me asignaba: a veces en la casa de ellos, y a veces en la mía. Cada vez que nos visitábamos nos quedábamos afuera de la casa por la noche, disfrutando de la luna llena o del cielo tachonado de estrellas.
A menudo intercambiábamos historias africanas que nuestros padres nos habían contado para enseñarnos valores culturales y bíblicos. Nos gustaba competir en el arte de contar historias, turnándonos. La vida era feliz, y el amor era un tema innegable en nuestro hogar.
Sin embargo, mientras crecía, aunque estaba muy contento con el amor familiar, podía notar una necesidad de mejora en nuestro ambiente. Mi familia estaba relativamente cómoda en cuanto a posesiones materiales. Mis padres podían suplir las necesidades de la familia, y no nos faltaban alimentos ni ropa. Pero los estándares de vida en Kibuye eran tan bajos que para las personas comunes era difícil comprar siquiera una bicicleta. Nosotros estábamos satisfechos con nuestra humilde forma de vida, pero al crecer y visitar ciudades vecinas vi una forma de vida diferente. Pronto sentí la necesidad de llevar a mi familia a un nivel más elevado.
En este espíritu, y por amor a mi familia, decidí estudiar diligentemente y trabajar duro para un día poder realizar un cambio en la vida de mis familiares. Como la mayoría de los niños, recuerdo hablar a menudo sobre mis sueños y prometerle a mi madre que un día proveería para las necesidades de nuestra familia y les daría una vida más feliz.
Mi madre era de naturaleza bondadosa, pero también fue muy estricta conmigo. Era tan estricta que durante mi niñez muchas veces pensé que sus reglas eran demasiado pesadas. Sin embargo, de grande entendí que fue la mejor madre que podría haber querido en mi vida.
Cuando venían invitados a visitarnos, o mis hermanas volvían, lo que ocurría a menudo, ella hablaba de cuánto me amaba y cuán bueno era. Yo sabía que siempre tenía algo positivo que decir sobre mí, y eso me hacía sentir genial.
Sin embargo, su expresión facial inspiraba temor cuando yo sabía que había hecho algo desagradable o contrario a las reglas familiares. Mirando a sus ojos en esos momentos aprendí la diferencia entre el bien y el mal, la virtud y el vicio. Las consecuencias de no hacer lo correcto me dieron una vislumbre de cuánto odia Dios el pecado. De la misma manera, su gozo y sus cumplidos públicos cuando hacía las cosas bien me enseñaron cómo Dios piensa en nosotros cuando nos estamos comportando acorde a su voluntad.
Como otras madres, ella nos educó en el hogar. Mi madre anhelaba ver mi futuro, y a menudo lo decía. Anhelaba verme terminar mis estudios y llegar a ser el hombre que había imaginado que sería; a quien había animado y aconsejado en todas las áreas de la vida. Desafortunadamente, como a veces ocurre en esta vida, no vivió lo suficiente para ver los frutos de su labor. Ella falleció antes de que yo terminara el colegio secundario por una enfermedad estomacal no tratada, que probablemente fuera cáncer no diagnosticado.
Las lecciones que aprendí de mi familia me ayudaron a, desde niño, sentir un profundo amor por Dios y a reconocer la importancia de la obediencia. Recuerdo haberle entregado mi vida a Jesús cuando estaba en tercer grado, a los nueve años. Nuestra iglesia estaba cerca de casa, y eso me permitía asistir a cada servicio de adoración. Siempre me sentaba en el primer banco, y cada vez que se hacía un llamado respondía con entusiasmo a la invitación del pastor de realizar un compromiso con Dios.
La iglesia marcó una diferencia significativa en mi vida. Disfrutaba de cada servicio de adoración, y en esos primeros años cada sermón dejaba un impacto tremendo en mi mente. Todavía recuerdo pastores específicos y los sermones y las ilustraciones que utilizaron.
Algunos de los momentos más conmovedores en mi vida espiritual durante mi niñez fueron los momentos de oración. Nuestra iglesia tenía tambores, que en esos días se usaban para recordarles a los miembros de iglesia que era la hora de la oración. Había miembros de iglesia que sabían fabricar tambores, y cada iglesia generalmente tenía cinco o seis tambores listos para utilizarse. El ritmo de los tambores haciendo eco en las montañas precedía cada servicio de adoración, invitándonos a congregarnos para adorar.
Las semanas de oración eran uno de los momentos más importantes que teníamos. Como yo vivía cerca de la iglesia, a menudo me levantaba más temprano que todos, y comenzaba a tocar el tambor varias horas antes del amanecer. Hacía esto para despertar a todos en el poblado para que vinieran a la iglesia, que era el centro de la vida espiritual y social de los adventistas del séptimo día. A veces tocábamos los tambores por horas. Esas interpretaciones no tenían nada que ver con bailes, pero la combinación de ritmos era hermosa y atraía a jóvenes y adultos a adorar.
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