Phodidas Ndamyumugabe - Predicando desde la tumba

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En solo cien días de 1994, extremistas hutus masacraron a más de un millón de tutsis en Ruanda. Ante una matanza tan atroz, un joven adventista tutsi se negó a quebrantar los mandamientos de la Biblia. Como con Daniel y sus tres amigos, Dios intervino vez tras vez, no solo para salvarle la vida, sino también para darle la oportunidad de testificar en el proceso.

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Ese lunes, apenas entré a la oficina del director, le di la carta del obispo. Luego de leerla por completo, me miró con ojos penetrantes y dijo: “Tú me has desobedecido a mí, tu autoridad. Yo también desobedeceré a mi dirigente, así como tú me has desobedecido, y te echaré de este colegio”. Desde su perspectiva, mi conducta mostraba desobediencia a él, mientras que para mí era un asunto de fidelidad a Dios.

Luego de hacer mi mejor esfuerzo por convencerlo de que no lo estaba desobedeciendo, sino que se trataba de algo más serio que tenía que ver con mi vida eterna, él me permitió volver a clases. Me dijo que no me podría graduar a causa de mis inasistencias. Yo esperaba que eso no ocurriera. Dios había demostrado que estaba conmigo, y esto aumentó mi fe en él y mi determinación a serle fiel bajo toda circunstancia.

Capítulo 3

Fortalecido por su Palabra

“Al encontrarme con tus palabras,

yo las devoraba; ellas eran mi gozo

y la alegría de mi corazón, porque yo llevo tu nombre,

Señor Dios Todopoderoso”

(Jeremías 15:16).

Estudiaba en ITIG,2 pero sabía que no podía quedarme y terminar mis estudios allí. Aunque el director había aceptado permitirme continuar el año académico, pronto entendí que sería por poco tiempo. A lo largo de todo ese tiempo, mis calificaciones habían sido las mejores de mi clase, pero para mi sorpresa, al final del año mi certificado analítico indicaba que había desaprobado y que no calificaba para pasar de año. El informe mostraba que me habían echado del colegio.

Estaba un poco preparado para irme, aunque no sabía adónde. Estaba tomando un curso de mecánica general y, hasta donde yo sabía, no había otro colegio en la región donde pudiera continuar con ese programa. Me estaba preguntando qué ocurriría ahora, cuando Dios proveyó una solución. Alguien me dijo que la Iglesia Adventista tenía un colegio con un programa de esas características a unos 483 kilómetros de la ciudad de Goma, en un lugar llamado Lukanga.

Acudí a los mismos líderes eclesiásticos que habían intervenido a mi favor con el director. Ellos rápidamente hicieron arreglos para que me aceptaran en el colegio en Lukanga, para poder continuar mis estudios allí. El único problema era que el colegio era muy costoso y me sería difícil pagar las cuotas. Sin embargo, pronto me di cuenta de que Dios había provisto de todo lo necesario para que yo fuera a Lukanga. Un primo a quien nunca había conocido, que estaba viviendo en Kigali, Ruanda, se ofreció a pagarme los estudios, y con eso se arregló la situación.

Mientras estudiaba en Lukanga, en el Congo, fui a casa en Ruanda para las vacaciones escolares, desde principios de agosto hasta finales de septiembre de 1990. Una semana después, cuando ya había vuelto al colegio en Lukanga, estalló la guerra en Ruanda, entre el Gobierno y el Frente Patriótico Ruandés (FPR).

El FPR era un grupo de ruandeses, mayormente tutsis, que había sido expulsado del país en 1959 por revolucionarios hutus, bajo la influencia del gobierno colonial belga. Habían estado viviendo como refugiados en países limítrofes. Por varios años habían estado negociando en vano un retorno pacífico. Ahora, estaban intentando volver a su país, armados, luego de unos treinta años.

Poco después del inicio de la guerra, estando yo en el colegio en Lukanga, me enteré de que muchos tutsis habían sido arrestados o asesinados en Ruanda. También recibí una carta de uno de mis amigos en Ruanda, que me informaba que algunos de mis familiares habían desaparecido o estaban en prisión. Anhelaba ir a casa para comprobarlo por mí mismo; pero no había forma de que pudiera regresar a ver a mi familia sin poner mi vida en peligro.

Para finales de 1990, más y más ruandeses se habían convertido en refugiados en países limítrofes. Muchos jóvenes se encontraron separados de sus padres, y sin posibilidades de estudiar. Yo estaba agradecido no solo por estar estudiando, sino también de estar en el colegio que había elegido: el Colegio Adventista de Lukanga. Sin embargo, estaba viviendo una crisis financiera seria. No estaba pagando las cuotas porque ya no podía recibir dinero de mi casa, y no tenía otra fuente de ingresos.

Mientras estaba en Lukanga, el Señor me estaba preparando para las peores situaciones que podían ocurrir. Estaba disfrutando de libertad religiosa, e interactuando con muchos pastores y jóvenes que conocían a Dios y hablaban de él todo el tiempo. Entendí el valor de estudiar en un colegio con internado donde podíamos cantar, orar y leer la Palabra de Dios cada mañana y tarde.

Durante este tiempo, leí varios libros que me ayudaron espiritualmente. Algunos de los libros que más me animaron en mi fe fueron de la autora Elena de White. Algunos de ellos fueron El camino a Cristo , El conflicto de los siglos , Primeros escritos y Testimonios para la iglesia . El Sr. y la Sra. Kamberg, que eran misioneros en la zona, me habían recomendado esos escritos. Todavía valoro esos libros, junto con la Biblia, y se los recomiendo a cualquier persona que quiera construir una relación significativa y personal con Dios.

Mientras estaba totalmente desconectado de mi hogar, solo podía encontrar alivio leyendo la Palabra de Dios y esos libros. Leía por varias horas cada tarde, y especialmente los sábados de tarde.

Tenía un amigo con quien pasaba tiempo leyendo y hablando de diversos libros, mientras reflexionábamos sobre lo que significaban para nuestra vida. Como no podía volver a Ruanda, también usé todo mi tiempo de vacaciones leyendo la Palabra de Dios y los libros mencionados.

Pronto, el preceptor del hogar de varones me eligió para estar a cargo de las actividades espirituales para mis compañeros. Organizaba los cultos matinales y vespertinos. A veces las personas no podían cumplir con sus compromisos de predicación, así que muchas veces yo me hacía cargo y daba las meditaciones.

En mi último año de secundario, surgió una nueva dificultad. Congo aprobó una nueva ley que requería que todos los alumnos extranjeros pagaran una tarifa por examen de 150 dólares. Como yo no tenía forma de comunicarme con mi hogar, el colegio había tolerado que yo no pudiera pagar mis cuotas por un tiempo; pero esta ley ahora me era un desafío, ya que no tenía los 150 dólares y el colegio no iba a pagar ese monto por mí.

Este era un problema serio porque significaba que no se me permitía tomar el examen, y por tanto, no podía graduarme del secundario. El director del colegio, que sabía lo que estaba ocurriendo, sugirió que investigara si podía obtener un documento de identidad congolés. La sugerencia del director me pareció la solución indicada por los pocos minutos que estuve sentado en su oficina, pero apenas salí y pensé un poco más en el asunto, me di cuenta de que hacer eso involucraría una mentira… quebrantar el principio divino de la honestidad. Yo sabía que era ruandés, y razoné que no era correcto mentir sobre ser congolés solo porque quería resolver un problema financiero inmediato.

Regresé a la oficina del director para informarle que no podía hacer lo que me había sugerido porque quebrantaba mis principios. Si mentía para obtener el documento, entonces el hecho de que me hubiesen echado del colegio anterior no tendría propósito alguno. El razonamiento del director era que, en momentos de crisis, uno tiene que encontrar alguna solución. Entonces, él se ofreció a encargarse de los arreglos, si yo estaba de acuerdo. Solo necesitaba darle unas fotos mías de tipo pasaporte. Cuando se dio cuenta de que yo no estaba abierto a esta opción, se dio por vencido y concluyó que yo era un extremista.

La situación estaba empeorando. Sabía que no tenía de dónde obtener ese dinero. Me pregunté si había desperdiciado los seis años de mi educación secundaria, ya que no tenía los 150 dólares necesarios para tomar el examen. Mientras yo meditaba en mi situación, sin saber qué hacer, Dios ya estaba preparado para obrar un milagro.

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