Los pensamientos no vinieron tranquilos, sino que como un violento torbellino arribaron a su cabeza. Esta vez, a pesar de que hacía mucho tiempo no sucedía, el rostro hermoso del Príncipe Mindylaisïr se le presentaba una y otra vez, con sus enormes ojos llenos de esperanza y su encantadora sonrisa. ¿Cuán horrible habría sido su muerte? ¿Qué le habrían hecho a su inocente cuerpo las brutales bestias? ¿Había muerto como su madre, a pesar de todo con una sonrisa? Si él viviera, ¿qué haría en su lugar el Portador de la Hermosa Esperanza? ¿Cómo viviría ahora el pueblo de los ermagacianos? Luego de la muerte de las Majestades Supremas y de su heredero, también su pueblo se había hundido en la decadencia, y Zarúhil bien sabía que no era el único Rey joven que daba todo de sí, para sacar adelante a un pueblo.
Pero sus esfuerzos, ¿estaban bien encaminados? ¿Qué harían sus padres si estuvieran allí? ¿Qué opinarían sobre la misión de Koralhil? Hacía ya mucho tiempo que la había visto partir con dirección a parajes tan bellos como peligrosos, y aún no había tenido noticias de ella.
Ambos hermanos estuvieron de acuerdo en que uno de los dos debía realizar la audaz e importante empresa, pero como Zarúhil no podía desatender las demandas del reino, y además no era mujer (algo imprescindible para la misión), la responsabilidad recayó sobre la Princesa. No se amedrentó esta, todo lo contrario; sin embargo él hubiera preferido mil veces hacerlo en su lugar, aunque confiaba en la intrepidez de Koralhil y en la valentía de los hombres de su mayor estima que guardarían con su vida la misión y a la Princesa. Entre ellos se contaban sus tres primos, hijos de Túzzahil: los imponentes gemelos Malonhil e Ïnlonhil, y el menor de ellos llamado Zaulonhil, fieles exponentes del noble linaje de Gydox.
Y allí estaba su amada y bella hermana, apenas resguardada, rodeada de mortales peligros. Por un lado los Quemadores, brutos y perversos; y por el otro la amenaza latente de un demonio despiadado y oscuro que se hacía llamar «Atcuash».
En verdad sabía mucho sobre el tal Atcuash, porque se había dedicado los últimos años a investigar por todos los medios posibles sobre el «Adalid de las Tinieblas». Sabía que su poderío había surgido no más de cinco años atrás, no obstante la rapidez y magnitud obtenidas en tan poco tiempo bien le hacían sospechar de sus oscuros recursos. Conocía de qué modo intimidaba a los pueblos y sus tácticas ofensivas. Había logrado que reinos secularmente enemigos se le unieran para potenciar el alcance de sus endemoniadas garras. En sus filas se contaban guerreros de todos los pueblos de la Tierra Conocida; desde los salvajes Quemadores y Jürks, hasta los más disciplinados e inteligentes como lo eran los ribereños del Imperio del Mar y los temibles Hombres Pájaro. Había recapitulado cuatro grandes imperios, sin contar las pequeñas comarcas independientes. A cada uno lo había llamado con alguno de los nombres de los Siete Antiguos Generales de Ermagacia, aquellos poderosos y temidos a quienes las gentes denominaron en la antigua Lengua del Norte, «Tamtratcuash, los Miedos Supremos». Gélionth, Prönx, Pröntosh y Laho eran ahora los nombres de los pueblos conquistados, solo restaban Haragnam, Oshömon y Kázzulha, y el Rey Zarúhil creía adivinar cuales serían los próximos reinos a invadir. Estaba seguro de que muy pronto Semoon, el Rey de Schor le solicitaría responder a la Alianza secular que unía a sus pueblos. ¿Se encontraba el pueblo Oculto preparado para afrontar una guerra? Más aún, ¿se atreverían a enfrentar al Amo de los Miedos, quien se volvía cada vez más poderoso y jamás había sido vencido en batalla alguna?
Sin duda para Zarúhil, Atcuash era ermagaciano. Pero no obstante, hacía ya mucho tiempo que estos eran las personas más pacíficas y humildes de la tierra. ¿Por qué entonces surgía de su gente un ser tan ambicioso y batallador? ¿Sería Atcuash la semilla del mal escondida por Gendrüyof el Desterrado?
Todos estos interrogantes y preocupaciones turbaban sus pensamientos. Pero había otra cosa aún, una pena muy grande que no acababa de cicatrizar en el corazón del joven Rey.
De pronto se oyeron los peculiares ruidos de unos pasos conocidos, que a pesar del esfuerzo de su ejecutor para que no sean percibidos, se escuchaban desde lejos. Se detuvieron a prudente distancia, como para observar al triste meditabundo. Zarúhil sabía que se trataba de Radagash, sin duda venía a comprobar si sus palabras habían causado mucho daño o si se había preocupado más de la cuenta, por lo que sin inmutarse le dijo:
—Estoy bien, Radagash, solo te has preocupado.
—Me alegra escuchar eso, mi Señor, pero sin embargo su rostro no dice lo mismo —replicó el niño.
—El tronco de este árbol es muy grueso, suficiente para que dos espaldas se apoyen en él. ¿Quieres venir, Radagash? —invitó Zarúhil para demostrarle a su fiel protegido que podía dejar en paz su conciencia.
Al niño le agradó el ofrecimiento, hacía mucho que no tenían una conversación de «hombres». Había una idea dándole vueltas en la cabeza y creyó que era el momento oportuno para hacérsela saber a su Rey.
—Está pensando en los seres queridos que están lejos, ¿no es así, mi Señor?
—Sí, así es.
—¿En la Señora Koralhil?
—Sí, también en mis padres, aunque con ellos es distinto porque... porque sé que...
—Que ya no regresarán. Sé lo que se siente, porque me sucede lo mismo cuando pienso en los míos; los extraño mucho... y a veces también lloro. ¿Cree que eso me haga menos fuerte? —preguntó el niño con un tono melancólico.
—No, no lo creo, mi fiel Radagash, el llanto no es signo de debilidad cuando es provocado por una causa justa, todo lo contrario. En la historia del pueblo gydox, grandes reyes derramaron lágrimas cuando fuertes dolores los abatieron. La redención está en no dejarse ganar por el dolor. La victoria significa salir adelante a pesar de que el dolor exista.
—Mi Señor, debe tener muchas penas. ¿Verdad? Yo tengo para usted una solución. O al menos creo tenerla. —Radagash aprovechó lo dicho por Zarúhil para traer a luz sus ideas.
—¿Tú? ¿Tienes una solución?
—Sí, sí, pero escucha —continuó el niño ganando confianza y perdiendo formalidad—. Tú sufres más las penas porque te sientes algo solo: Koralhil ya no está, y tus primos tampoco. Yo soy muy buen acompañante pero pronto cumpliré catorce años, es decir, que dejaré de ser un niño y pasaré a ser un adulto, tendré entonces que realizar la elección de estado y como ya te he comentado decidí ser un guerrero, comenzaré el entrenamiento y nos veremos muy poco. Pero dime ¿aún no te percatas de lo que intento decirte?
—No en realidad pero... ¿tiene que ver con tu futuro? —interrogó el Rey.
—¡No! Con el mío no, con el tuyo. Tendré que ir directo al grano. Verás, mi Rey, creo que la mejor manera de combatir las penas es… es encontrando con quién compartirlas. Quiero decir con alguien, con alguien como… ¡Una esposa!
Zarúhil no contuvo una risotada al conocer la ingenua idea de su protegido, pero Radagash siguió con su exposición atropelladamente como lo hacía cuando estaba nervioso.
—¡Sí, una esposa! Puede ser ermagaciana como tu madre, sí, en verdad son muy hermosas las mujeres de ese pueblo. Aunque no tienes por qué irte tan lejos, aquí las doncellas gydoxs no tienen nada que envidiarles a las del pueblo Maldito.
—Ya te he dicho muchas veces que no les llames así. ¿Acaso olvidas que la gran Erma-A-Kora era de esa gente?
—Oh no, claro que no lo olvido, pero ojalá que el Rey ermagaciano reprenda a sus súbditos cuando nos llamen «Vencidos».
—Ten por seguro que así lo hace.
Читать дальше