1 ...8 9 10 12 13 14 ...27 Los viajeros secretos cruzaron la Puerta Oculta una noche sin luna. De noche precisamente avanzarían, y durante el día permanecían escondidos recobrando fuerzas. Para esconderse, los Ocultos eran grandes maestros. Marcharían a pie, sin llevar caballos con ellos; solo unos pocos animales de carga para alivianar el camino de los viajeros. La noche en que abandonaron las Inmortales, entre el tumulto de los preparativos y la ansiedad por hacer todo tal cual lo planificado, nadie notó que algunos animales llevaban más peso del estipulado.
En el Palacio de Fuego cuatro de los protegidos de los Señores habían desaparecido. En vano los buscaron por días. Solo después de mucho buscarlos se encontró en una habitación en desuso un mensaje prolijamente escrito: «Nos marchamos con nuestra madre, la Princesa, nuestro destino está con el suyo».
En la misión, un animal se desplomó agobiado por el esfuerzo de una noche de viaje y el sobrepeso desmedido. Al caer un grito ahogado se oyó y puso en alerta a los guerreros. Cuál no sería su sorpresa al descubrir un magullado muchachito apretado entre los bultos del equipaje. Sorpresa que iría en aumento a medida que más polizones aparecían. Todo salió a la luz entre sollozos y explicaciones. Ekool, complotada con los niños, los había ayudado en la difícil empresa, alimentándolos y atendiendo a sus necesidades más básicas cuando la oportunidad se lo permitía.
Zarúhil confió en el buen juicio de su hermana, y no mandó a nadie a buscarlos. Lo más probable, pensaba, era que alguien de la misión acompañara a los fugitivos de regreso a las Inmortales. Pero no fue así. Koralhil perdonó las disculpas desesperadas, se conmovió ante las miradas suplicantes de sus protegidos, observó el estado demacrado que tenían por ir tras sus pasos, se imaginó una a una las penurias pasadas por esos cuerpos pequeñitos para no ser descubiertos, y no tuvo corazón para mandarlos al Reino Oculto. Los guerreros no estaban de acuerdo con la decisión de la Princesa, pero nadie se atrevió a contrariarla. Y así, a la misión de la Sarillus , además de los veinte guerreros y las tres doncellas, se le sumaron cuatro niños famélicos que de a poco iban recobrando lozanía.
Los primeros tiempos en Xinär fueron tranquilos y pacíficos. Los hombres gydoxs se dividían en grupos repartiéndose las distintas obligaciones; vigilaban, cazaban por las noches y habían comenzado el sembrado de una pequeña huerta. Koralhil además del cuidado de la Sarillus Trïmo se encargaba de las actividades domésticas junto a las dos jóvenes acompañantes, y los niños las ayudaban. Los días transcurrían tan sosegados que no era difícil pensar en el éxito de la empresa. Los hombres hacían pequeños festejos por las noches, y hasta la precavida Koralhil había bajado la guardia, permitiendo a los pequeños jugar durante el día, y algunas veces animada por las esperanzas, entonaba bellísimos cantos de su tierra.
Un año duraría la estancia de los gydoxs en las ruinas de Xinär. Tiempo necesario para que la Princesa produjera la suficiente cantidad de medicina Sarillus para auxiliar a su pueblo dentro de las Inmortales, a los de las aldeas exteriores, e incluso a algún pueblo aliado que estuviera en problemas. Si las cosas marchaban como lo habían planeado, la misión sería más que exitosa. Si en cambio se ponía difícil, con lograr la medicina suficiente para el reino Gydox bastaba. Y todo demostraba que la suerte los acompañaba y sería un gran año, que pasaría más que rápido.
Pero pronto sobrevinieron los tiempos oscuros; durante las noches se veían luces a lo lejos, y grandes nubes de humo negro y hediondo opacaban los días. Cada tanto se escuchaban alaridos estremecedores, que descorazonaban a todos y los consumía en un terror constante. Después de los alaridos las ruinas se llenaban de susurros siniestros que nublaban las mentes y debilitaban los cuerpos. Solo la Princesa guardaba ánimos y esperanza para ella y los demás.
Un atardecer, en el que los ponzoñosos susurros se oían más intensos que otras veces, Ekool y Haldryar salieron a caminar lindando el bosque; llevaban una mirada extraña y durante el día no habían actuado con normalidad. La Princesa las vio alejarse, confiaba plenamente en sus damas y amigas, pero esa vez la invadió un mal presentimiento. Nunca más las volvieron a ver. Las buscaron por días y noches sin resultado, sin siquiera un indicio que les diera luz sobre lo que les había ocurrido.
Desde la desaparición tan misteriosa y dolorosa de las damas de compañía de la Princesa, la misión se cerró en un hermetismo de temores y sospechas. Se redujeron las salidas de caza a lo justo y necesario. Y todos en las ruinas se movían con la más absoluta discreción. Los mitos que estaban acostumbrados a escuchar en el Reino Oculto sobre los brujos del bosque, sus encantos que no eran otra cosa que trampas mortales, sus venenosos susurros para atraer doncellas, todo ahora cobraba nuevas dimensiones en su nueva realidad. La Princesa amasó pequeños cilindros de cera y ordenó que todos los usaran en sus oídos cuando se levantaran los murmullos, no deseaba perder a nadie más.
Entre las ruinas se habían rescatado muchos escritos en la Lengua Madre del Norte. Koralhil y Adlow leyeron con avidez la mayor parte de ellos.
«Desde los inicios del reino los moradores de Xinär, habían sufrido el asedio de los brujos del bosque. Entonces los Korakals hicieron un ritual de protección en los límites del reino y la magia oscura de los Ghaodrwins perdía todo poder al traspasarlos. Por ello era que los brujos se mantenían en el bosque, y entre las ruinas del destruido reino de Xinär estaban a salvo. Pero los siglos transcurridos y la ausencia de los Korakals habían debilitado la mágica protección que los rodeaba, y de a poco los Ghaodrwins iban recuperando lo perdido».
Cierto día el grupo de cazadores no regresó; la noche anterior se habían oído infinidad de gritos en la oscuridad del Bosque de los Encantos. En vano los esperaron en Xinär, no regresaron ellos ni los que fueron en su busca, ni tampoco quienes más adelante por necesidad se aventuraron en procura de alguna presa para cazar. Y así de la manera más inesperada posible, los veinte guerreros se redujeron a un puñado de seis; los tres primos de la Bella Esperanza se contaban entre ellos. Malonhil e Ïnlonhil trataron de persuadir a la Princesa de dar la misión por fracasada y regresar al pueblo Oculto, pero Koralhil se negó rotundamente. No era el orgullo el que la movía a tal obstinación, sino el cariño que tenía a su hermano y a su gente. Presentía muy bien los enfrentamientos que vendrían, y la importancia que cobraría el contar con la ayuda de la poderosa planta. Además el regresar era tanto o más peligroso que el permanecer en la ruinosa y olvidada Xinär.
La Princesa tenía el alma partida y lloraba en silencio la pérdida de sus amigas. Ya no cantaba Koralhil, todo lo contrario, ella creía que su voz había despertado o atraído algún encanto del bosque. Sabía que allí se encontraba la estancia de los Ghaodrwins, y en torno a ella todas las maldiciones. Recordaba haber visto algunas veces mientras cantaba, una oscura sombra a lo lejos, muy a lo lejos, tanto que se confundía entre el follaje del bosque, no pudiendo identificarse como persona, animal o simplemente un poco de humo. Y a ello atribuía la pequeña dama sus conclusiones.
Lamentablemente, por más reducido que fuera el grupo, necesitaba alimentarse, y los frutos de la huerta eran muy inmaduros para ser cosechados. Entonces se organizó una nueva expedición de caza, integrada por los primos gemelos y dos guerreros más. El joven Zaulonhil junto al Veterano Torzzol se encargarían de guardar el asentamiento. Habían convenido no alejarse mucho y regresar antes de la medianoche. Pero llegó la madrugada y los cuatro cazadores no habían regresado aún.
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