Había algo en las palabras y en la voz del Señor gydox, algo que hacía arder los espíritus en un incendio vivo de coraje. Todos comprendieron perfectamente que se venía la guerra, y contra el mismo Demonio del Miedo. Todos pensaron en los días de muerte, sangre y penurias que seguirían al anuncio real. Sin embargo no fueron llantos ni lamentos los que se escucharon cuando Zarúhil terminó de pronunciar la última frase del discurso, sino exclamaciones de aprobación y júbilo. Hombres, mujeres, aprendices y niños, demostraban a su Rey conformidad y apoyo con gritos, saltos y todo tipo de acciones.
Dellsemoon estaba aturdido, inconscientemente había esperado con ansias el momento en que el noble pueblo del que tanto se jactara Zarúhil, le volviera la espalda ante la trágica noticia. ¡Y cómo no iba a estarlo si hasta el mismísimo Rey estaba sorprendido! Sabía que su gente era valerosa y fuerte, pero jamás se había esperado tan positiva respuesta.
Palanxtar estaba presto a cualquier gesto o seña que el Rey le hiciera. Tenía en sus manos algunos pergaminos de vieja y exquisita confección, que improvisadamente, como se realizara todo desde la llegada de la embajada, le habían alcanzado. El aviso llegó, pero no del modo gestual que él esperaba, sino que, de los mismos labios de Zarúhil se anunció que Palanxtar, el heraldo del Rey, manifestaría las Disposiciones de Guerra, tras lo cual se daría por terminada la audiencia y por la tarde se informarían nuevos avisos. El pueblo también vitoreó al apuesto heraldo, que felizmente orgulloso y aliviado a la vez, por saber con certeza cuál de todos los pergaminos debía exponer, alcanzó los que sobraban al guardián más cercano, y con su privilegiada voz anunció las Disposiciones.
El último tramo del pergamino aludía a las responsabilidades de los iniciados que habían elegido la milicia; también hacía referencia a la libertad que tenían aquellos del primer año de aceptar o no ir a la guerra. Terminadas las Disposiciones, Palanxtar proclamó a modo de despedida las Verdades Supremas. La gente gritó, reverenció, saludó y luego comenzó a desconcentrarse, absorta y plena de expectativas hacia lo que se vendría. Radagash junto a sus compañeros, aún permanecía en su lugar. De pronto el muchacho, rompiendo las cavilaciones del grupo exclamó:
—¡Supongo que se alistarán! ¿Verdad?
Los otros guardaron silencio, como si todavía lo estuviesen pensando. En realidad ninguno creía tener suficiente coraje y fuerza para enfrentar una guerra, eran muy jóvenes. No obstante, temían al gran Radagash, quien a pesar de tener la misma edad, los aventajaba en tamaño, destreza y mal genio, por lo que de la manera más sutil comenzaron a excusarse:
—Yo, como soy el mayor de los hijos me tendré que quedar, pues si nuestro padre va a la guerra, ¿quién se encargará de la casa?
—Y yo no tengo padres ni hermanos, pero si mi abuelita se queda sola se pondrá muy triste y…
—¡Ah, sí! Mi abuelo está muy enfermo, no me perdonaría si en mi ausencia…
—¡Cállense! ¡Son todos unos cobardes! —gritó indignado Radagash, mostrando sus temerarios puños.
—No te enojes, Rada; ya escuchaste que no estamos obligados a participar. —Trató de calmarlo Oglikalo, el mayor del clan.
—¡Por la cabeza de Jexërien! ¡Es su Rey y su pueblo el que los reclama! ¡Y sabes que odio que me llames de manera tan incompleta e indecorosa!
—¡Ya está bien, Radagash! —advirtió Oglikalo—. No te hagas el duro, pues todos sabemos que tú tampoco irás.
—¿Qué no voy a ir? ¡Seré el primero en peticionar el permiso!
—Pide todo lo que quieras. El Rey no te dará permiso, porque eres «su hijito» —concluyó el mayor, poniendo en la última palabra un claro tono burlón y haciendo señas a los otros, quienes echaron a reír descaradamente.
Radagash llevó mentalmente toda la fuerza a sus puños y se dispuso a dar el mejor golpe. Pero un pensamiento fugaz lo inquietó, instintivamente miró hacia el alto balcón. Zarúhil lo estaba observando de manera muy extraña, su mirada denotaba una mezcla de severidad y tristeza. Se calmó de inmediato, miró a sus compañeros de reojo y habló con melancolía:
—Tal vez tengas razón, Oglikalo, pero les juro por la Hoja de Fuego, que iré a esa guerra y arruinaré los planes de ese despreciable Tamtratcuash. —Tales fueron las palabras de Radagash. El muchacho no imaginaba que indirectamente su juramento se llevaría a cabo.
Capítulo 10LOS SUEÑOS DE ADLOW
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