Y los detalles seguían, pero a Zarúhil le bastaban estos para concluir que el Adalid del Mal tenía algo de sangre ermagaciana en sus venas, si es que no era un ermagaciano puro. Porque si bien la Gente Hermosa se veía muy empequeñecida por esos tiempos, y sin ningún talento en especial más que su paciencia, sabiduría y extraordinaria belleza, en otras épocas habían sido muy poderosos, tanto que fueron llamados los Supremos. Pero como una abominación de los poderes que tan generosamente se les había otorgado, surgieron Ermaghorderar y sus Siete Generales, los Miedos Supremos. Altos, hermosos, con los sentidos perfectos, fuertes, invencibles. Terribles y perversos. Y precisamente a ellos se comparaba Atcuash, sus desgraciadas víctimas lo habían atestiguado, cada mínimo detalle coincidía, hasta el del rostro imberbe.
Para el pueblo de Schor, para Gydox, para los Luckos, y para la mayoría de los pueblos de la Tierra Conocida, era un signo de madurez y virilidad la barba en los hombres. Sin embargo, existía un pueblo que desde el principio había sido escogido por el Gran Hacedor para que hombres y mujeres permanecieran con el rostro inmaculado toda la vida, sin que ello influyera en sus espíritus. Era el pueblo de Ermagacia, y el Señor de los Ocultos lo tenía muy presente, porque todos los hombres gydoxs eran barbados. Como lo había sido el Gran Túkkehil, como estaba comenzando a serlo su querido Radagash, y como él no lo era. Porque su madre había sido Erma-A-Kora, la Luz Hermosa, aldeana de Xinär, reino de la Gran Ermagacia.
Sí, el Amo de los Miedos era un ermagaciano, que por alguna razón que Zarúhil creía conocer muy bien, había recuperado las antiguas cualidades de los Primeros Padres. Y teniendo en sus manos todas las facilidades para ser el ejemplo de la perfección, se había corrompido de tal manera que solo la perversión dominaba sus acciones.
Dos meses. Era muy poco tiempo, pero...
¿En qué estaba pensando? Ya no contaba con dos meses enteros.
—¿Hace cuánto llegó el aviso al reino de Schor? —preguntó impaciente el Rey, prefigurándose la respuesta.
Dellsemoon, como esperando la pregunta, le respondió de inmediato:
—Hace dos semanas, exactamente. La embajada partió enseguida —se apuró a aclarar al ver la cara de desconcierto de Zarúhil—. Pero nos llevó mucho tiempo dar con la Puerta Oculta.
—De modo que… solo contamos con un mes y medio. Ya veo.
—De modo que… ¿tendremos el apoyo de los Ocultos? —preguntó el Príncipe, valiéndose de lo expresado por el Rey para cerciorarse de lo que aún no había obtenido respuesta alguna.
A sus palabras siguió un insoportable silencio expectante. Todas las miradas gydoxs y schoranas, se posaron en la esbelta figura del joven Señor de los Ocultos. Zarúhil solo observaba los trozos de arcilla negra que se encontraban en el centro de la mesa, como esperando hallar inspiración en tan tétrica musa. Luego fijó su vista en la de Dellsemoon y dijo al fin:
—Tal vez tu interrogante sea innecesario, Príncipe Dellsemoon. Desde la Edad de los Primeros Padres, nuestros pueblos lucharon juntos. Y cuando la Gente Hermosa urdió la más terrible de las traiciones, se realizó una Noble Alianza entre Schor y Gydox, una Alianza que ligó nuestros reinos para siempre. Desde entonces, allí donde combatan los Verdes Cazadores, allí combatirán también los Guerreros de Fuego. Pero para que tú y tu gente queden con la tranquilidad y certeza de ver cumplido su cometido te digo, hermano mío, que siendo contra un puñado de brutos Aguanos, o contra los ejércitos del mismísimo Amo de los Miedos, el reino Gydox irá a la guerra junto a Schor.
En el rostro del Príncipe se dibujó una marcada sonrisa. Después se inclinó reverencialmente, y fue imitado por todos sus hombres. Los gydoxs presentes trataron de mostrarse apacibles de la mejor manera, pero sus corazones latían con incontenible fiereza. Aunque su noble raza los hacía fuertes como el hierro, no podían evitar el sentimiento de temor e incertidumbre que se había apoderado de ellos; porque exceptuando a su Señor, a Livê-Frikêl, y al General de los Expedicionarios, ninguno había estado en un combate verdadero, más aún, no conocían siquiera el mundo del otro lado de la Puerta Oculta. Por otra parte, a Livê-Frikêl le brillaron intensamente los ojos, y su corazón también se inquietó, pero de sobrada dicha. Por fin se abría ante él la oportunidad que tanto había anhelado.
Zarúhil apoyó pesadamente sus puños en la fría y dura madera de la mesa. Se sentía tremendamente cansado; parecía que su último discurso había agotado violentamente sus fuerzas. El aldeano comprendió al instante el ánimo de su Rey, era muy joven, a sus maduros ojos casi un niño, y sobre su espalda se había cargado un peso que hasta el Monarca más experimentado hubiese preferido evitar. Había hecho lo correcto, pero ¿cómo no sentirse abatido ante el negro camino que se le presentaba? Livê-Frikêl apoyó su enorme mano en el hombro de Zarúhil, y se estremeció. El Rey estaba temblando.
Los dos Guardias Reales que custodiaban interiormente la gran puerta del salón, se habían quedado estupefactos, pero su General les lanzó tan severa mirada, que de inmediato recordaron el deber que les tocaba en tal ocasión. Ambos caminaron casi corriendo hacia el balcón que se encontraba justo en las espaldas de Zarúhil y su gente, y desaparecieron detrás de los cortinados. Luego de un momento se comenzó a oír el claro sonido de los cuernos de guerra. El balcón era el principal del Palacio de Fuego, y daba al centro del Reino Oculto. Ya debajo, en el patio real, había gente aguardando. Eran quienes intuyendo el desenlace de la asamblea se habían adelantado, ganando lugar. Pero los que permanecían junto a la puerta del salón (entre ellos Radagash) se vieron en una gran confusión. Porque al escuchar los cuernos, fue tal la histeria general por llegar a la salida que todos se convirtieron en una sola masa de gente, sin título ni clase social, era un único pueblo que quería saber qué sucedía. Y nadie reparó en los empujones y blasfemias que se recibían o se daban. Radagash junto a otros aprendices, ágiles y astutos como él, logró llegar a los primeros puestos, aunque para hacerlo debió dar varios codazos y fuertes empujones. Era muy cortés por lo general, pero en una ocasión como esa no medía recursos para lograr su propósito.
La mano del aldeano aún permanecía en el hombro de su Señor. Livê-Frikêl estaba muy alarmado; el temblor de Zarúhil se hacía cada vez más intenso. Acercándose a su oído le preguntó suavemente, de modo que nadie más escuchara, sobre todo el orgulloso Príncipe que se encontraba enfrente:
—¿Te encuentras bien, mi Señor?
—Desde luego, Frik, no debes preocuparte —contestó el Rey con la misma suavidad con que se le formuló la pregunta.
—Pero no estás obligado a hacer esto, puedes mandar un heraldo. Palanxtar lo haría de modo excelente —insistió.
Más Zarúhil lo miró con sus hermosos ojos. Parecía enfermo; su rostro había adquirido una palidez preocupante, enmarcada por negros mechones de cabello pegados a la corona y a la piel, debido al repentino sudor provocado por el agobio. No obstante, su mirada irradiaba firmeza y decisión. Y con ella, aunque no había pronunciado palabra alguna, le había dicho todo. Luego el Rey se incorporó y respiró profundo. Livê-Frikêl retiró su mano de inmediato, comprendió que en verdad su preocupación había sido inútil. Zarúhil se veía transfigurado ahora, demostrándole a todos que no solo era Rey de nombre, sino también de espíritu. Le hizo un ademán a Dellsemoon indicándole que se ubicara a su derecha, y después se dirigieron al balcón. Los demás se alinearon detrás, en semicírculo; los gydoxs a la derecha y los schoranos a la izquierda.
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