Zaulonhil trató de ir en busca de sus hermanos, pero Koralhil le negó el permiso terminantemente, ya que era demasiado arriesgado y solo pondría en peligro su vida. Sin embargo el dolor y la impotencia habían cegado al inexperto guerrero, y desobedeciendo la real autoridad de su prima se lanzó a plena luz del día en la búsqueda desesperada de sus hermanos. Al saberlo la Princesa, le suplicó a Torzzol que fuera tras sus pasos, y le trajera de vuelta a aquel amigo y pariente que tan imprudentemente le había desobedecido. Ella conocía muy bien cuánto amaba y admiraba el joven a sus hermanos mayores. Y a pesar de que con aquella súplica se privaba de la última mano fuerte que la protegía a ella y a sus niños, jamás dudó en hacerla, ni tampoco se arrepintió.
Rápido se internó Torzzol en el bosque, pero no regresó. Y pasaron tantos días que la muchacha y los niños se habían resignado ya a valerse por sus propios medios. Es que Koralhil no le daba la espalda a ningún desafío, y mucho menos cuando estaba en juego la suerte de sus seres queridos. Su razonamiento era simple: sus niños tenían hambre, la única que podía proporcionarles el alimento era ella, por lo tanto no quedaba otro camino que ir en procura del mismo. Por este motivo se internó en el Bosque de los Encantos las veces que fueron necesarias, pero nunca demasiado porque era muy oscuro, lleno de extraños y malignos rumores.
Cierta noche, cuando se disponía a recoger una pequeña víctima de su certera puntería, oyó cerca un lamento que le pareció conocido. Con la mayor ligereza y cautela posible, Koralhil buscó el sitio de dónde provenía, y allí mismo encontró a Ïnlonhil tirado en el suelo y gravemente herido. Parecía dormido, el gemido había sido solo una reacción de su inconciencia. Con la presa colgando del cuello, a duras penas logró Koralhil arrastrar a su primo a la ciudad; una vez allí fue ayudada por los niños, que jamás se acostaban antes de su regreso.
El estado del guerrero era deplorable, esa noche entre llantos y medicinas nadie durmió. No se podía establecer con certeza qué le había sucedido al imponente Ïnlonhil; su cuerpo, lleno de heridas y llagas no cesaba de temblar. Pero allí estaba su inquebrantable prima, pronta a los cuidados y a los desvelos. Y es que desde el rescate del guerrero, la Bella Esperanza descansaba muy poco; sus tiempos se dividían entre el cuidado de los niños, de su primo y de la Sarillus , además de encargarse del abastecimiento de alimento, y ello incluía la huerta y las pequeñas expediciones de caza.
No era el momento de lamentarse ni de mirar hacia atrás, sino de luchar cada día por la supervivencia dando lo mejor de sí misma, como seguro lo estaba haciendo Zarúhil en el lejano Reino Oculto. Y es que no había otra salida por más que quisiera encontrarla. No era prudente emprender un regreso con un herido y cuatro niños. Como tampoco lo era enviar mensajes al reino Gydox sabiendo que los secuaces del Amo de los Miedos los interceptaban a lo largo y a lo ancho de los vastos territorios.
Pero los esfuerzos de la Princesa no fueron en vano, el efecto que la Sarillus producía era veloz. Ïnlonhil se recuperaba rápido, aunque aún no recobraba la conciencia. La hermosa dama observaba con agrado su progreso, pero no dejaba de pensar en la suerte que habrían corrido los demás guerreros y sus preciadas amigas.
Cada día en Xinär amanecía cargado de sacrificios para Koralhil, y no había uno que fuera distinto al otro. Hasta que una noche en el Bosque de los Encantos, cuando se disponía a dar caza a una avecilla nocturna, se cruzó en su camino un venado. Era pequeño por cierto, pero el solo hecho de imaginar el rostro de alegría que pondrían los niños al verla llegar con tan apetitoso botín, la consumió en ganas de abandonar el ave e ir tras el ciervo. Pero el animal intuyó sus intenciones, y tan ligero como se lo permitía su condición, se internó aún más en el bosque. La Princesa titubeó un momento, más luego, considerando la oportunidad como un desafío, se aventuró en la persecución.
Tan entusiasmada estaba persiguiendo a la presa, que pronto perdió toda cautela, y comenzó a recordar tierras libres y lejanas, allá en los verdes bosquecillos de Schor, donde había adquirido destreza y agilidad junto a Samanantha, la alegre Dama de los Cabellos de Fuego.
Estos pensamientos le habían despejado la mente de otras preocupaciones que no fuera dar alcance y cazar al venado. Por fin creyó que era el instante de efectuar el mortal lanzamiento de Mahilán, porque el animal entraba en un claro y perdía carrera; con un enorme salto avanzó todo lo que pudo y mientras caía en tierra descubría su daga. Pero al levantar la cabeza sus ojos se encontraron con un espectáculo aterrador e increíble: allí estaba un gran número de hombres enormes, vestidos de negro, de rostros torvos y malignos. El ciervo se había detenido delante de un encapuchado, más alto aún que los demás. Desgraciadamente el último salto la había hecho avanzar demasiado en el claro, y ya muchos habían notado su presencia. Koralhil supo al instante que no eran Ghaodrwins con sus cabezas rapadas, sino que se trataba de un escuadrón del infernal ejército de Atcuash por su caracterizada forma de vestir. Pero ligera como un rayo en noche tormentosa, no se amilanó por la desconcertante escena y con el impulso de un nuevo salto desapareció de la vista de todos, justo a tiempo para esquivar una decena de flechas que se clavaron en el sitio que acababa de abandonar.
Y así comenzó la terrible huida que desembocaría en el primer encuentro de la Bella Esperanza con el Amo de los Miedos.
Escapaba Koralhil, y por primera vez desde que estaba sobreviviendo en Xinär sintió miedo. Porque conocía muy bien de quién huía; ese hombre alto entre los altos que había intuido su presencia mucho antes que los otros, porque les daba la espalda, esperándola acechante con sus ojos escarlata.
Mientras corría y saltaba más veloz que las mismas liebres, el velo que le cubría la cabeza se deslizó a sus hombros, y las ramas de los arbustos se le enredaban en los cabellos produciéndole gran dolor. Pero Koralhil solo pensaba en el escape y en cómo iba a hacer para llegar al refugio sin ser descubierta, si es que podía llegar. ¿Qué rayos hacía el Tamtratcuash en ese bosque? ¿Acaso buscaba lograr algún pacto con los Ghaodrwins? Si así era, el tiempo de las demás civilizaciones había llegado a su fin, porque el poder material de uno y el espiritual de los otros era ilimitado. El funesto Oráculo del Agua se hacía tangible.
Más de pronto un tirón seco y doloroso la detuvo; a ella y a sus pensamientos. Había tratado de deslizarse por debajo de una mata espinosa y llena de ramas, y su larga cabellera se había enredado allí. Inútilmente trató de desenredarla, sus movimientos complicaban aún más la infernal situación. Entonces pensó que si seguía moviéndose efectuaría ruidos que atraerían a sus perseguidores. Quedó inmóvil un momento, esforzándose por dominar el miedo; allí permanecería agazapada hasta que dejaran de perseguirla, después de todo no había hecho nada malo, tan solo tratar de dar caza a un pequeño venado. O al menos que pensaran que ella era una espía, entonces estaba perdida, porque no dejarían de buscarla hasta alcanzarla.
Pero ninguna de las dos cosas sucedió, porque si bien Atcuash la había encontrado, ni siquiera la había lastimado, y hasta la había arrimado al refugio de Xinär. Y desde ese extraño encuentro los vientos cambiaron para ella y los demás sobrevivientes de la misión, para bien.
La Erudita Adlow y los otros niños asociaban la buena y nueva suerte a la llegada de la primavera, pero la Princesa intuía que había algo más detrás de ese rotundo cambio. Ya no necesitaba internarse en el Bosque de los Encantos para conseguir alguna presa, pues estas venían al refugio por sí solas, como lo hiciera el pequeño venado aquel amanecer. Además la huerta comenzaba a dar los primeros frutos maduros y el frío ya no era tan inclemente.
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