Malvina Soledad Pereira - El Amo de los Miedos 1

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El Amo de los Miedos 1: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Pueden los Oráculos equivocarse en sus designios? Es el interrogante que recorre toda la Tierra Conocida tras el fatídico golpe del destino.
Una amenaza oscura y despiadada se esparce por el mundo, liderada por un jefe con cualidades sobrehumanas, que se hace llamar el Amo de los Miedos. Los reinos caen uno tras otro y el caos y la desesperación se apoderan de todo.
Pero los Señores del Reino Oculto no están dispuestos a rendirse tan fácilmente. Zarúhil, el Rey, y su hermana Koralhil, la Princesa, lo van a dar todo para intentar liberar a su pueblo de las garras del adalid del mal. Los hermanos contarán con la alianza secular con un pueblo amigo, y la ayuda de un recurso extraordinario; la Sarillus Trïmo, una milagrosa planta que cura todos los males. Las heroicas e insólitas aventuras que vivirán los llevarán a conocer en persona al temido Amo, formándose de él ideas muy distintas cada uno.
El Reino Oculto aún es libre, y los amigos no dejan de cruzar la Puerta Oculta para unirse al único Señor que no ha sido sometido por el tirano. Sin embargo, el enemigo se hace cada vez más fuerte. La última esperanza de la humanidad reside en un ejército que se reagrupa tras las montañas. ¿Lograrán los pueblos Aliados derrotar al Amo de los Miedos?

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Entonces sintió su voz por primera vez, aunque no iba a ser la última; le habló en la Lengua Madre del Norte que ella bien conocía. Con tono bajo y grave, parecía un susurro que estremecía e intimidaba:

—Sé que me estás mirando, deja de hacerlo o te cortaré la cabeza.

Obedeció al instante, el Amo de los Miedos era muy cumplidor en promesas de ese tipo. Comenzó a darle vueltas un torbellino de dudas: ¿qué planeaba hacer con ella?, ¿por qué iban por ese camino?, ¿acaso sabía dónde vivía? Pensó en disuadirlo para que la dejara allí y no descubriera así su refugio, pero, ¿cómo dirigirle la palabra a quien ni siquiera podía mirar? Algo dentro le decía que dejara suceder los acontecimientos tal como se presentaban. ¿Qué debía hacer entonces?

Las distancias se acortaban a la vez que su dolor de cabeza se hacía más intenso. Al pasar la mano por su cara notó varios rasguños, provocados por espinas y broza. De sus despeinados cabellos aún pendían las pequeñas ramas que la habían aprisionado a la traicionera planta. Sin duda, ellas habían sido el blanco de las majestuosas espadas, y no (como lo había pensado) su cabeza.

El Bosque de los Encantos había quedado atrás hacía rato, las fronteras mismas de la extinguida Xinär estaban delante. Koralhil se encontraba como en un trance, del que salió ni bien se detuvo el siniestro corcel. Recién en ese momento observó que el animal no llevaba riendas, Atcuash con un brazo la sostenía y con el otro acariciaba la brillante melena de su caballo.

—¡Bájate! —ordenó.

Koralhil así lo hizo, y una vez en el suelo buscó en sus ropas la afilada daga, única y eficaz defensa ante los peligros, pero no estaba allí. Instintivamente quiso mirar al oscuro jinete, pero desvió su atención algo que se clavó en el suelo arrojado por él; era Mahilán, su daga. La tomó con la mano derecha y se incorporó, fijó sus ojos en los de Atcuash que la miraba desafiante, pero al ver que ella solo atinaba a guardarla, dio media vuelta en su caballo, y emprendió el regreso con el mismo paso tranquilo de la venida. Koralhil lo observaba mientras, acortando distancia se acercaba un venado, el mismo que la había conducido hacia el Amo de los Miedos. La criatura se detuvo para esperar a Atcuash, y luego comenzó a seguirlo, pero este musitó una frase extraña, apenas audible, y el venado se volvió al sitio en donde estaba de pie Koralhil para sorpresa y asombro de ella, y allí se detuvo.

Miles de interrogantes se agolpaban entre las ideas de la Bella Esperanza. Quería preguntar muchas cosas: «¿por qué me ayudas, por qué me permites vivir, por qué me has traído hasta aquí, por qué te obedece el venado, por qué?».

Pero ninguna palabra se animaba a escapar de los labios de la impetuosa Princesa. Pudo más el coraje y entre sorprendida y asustada gritó:

—¡¿Por qué…?! —Pero hasta allí llegó su coraje, nada más pudo decir.

El Amo giró su rostro, mostrándole un perfecto perfil ermagaciano, y apenas movió los labios para decir algo inaudible para Koralhil. Entonces, caballo y jinete tomaron tal velocidad que en cuestión de instantes se perdieron en la espesura del bosque, dejando una sombría ráfaga de intriga y poder.

Solamente en ese momento Koralhil tuvo plena conciencia del extraño y poco creíble suceso del cual ella había sido protagonista. ¿Qué era lo que pensaba y planeaba ese sujeto? La Princesa lo ignoraba y optó por continuar sus días como si aquello hubiera sido solamente una pesadilla con un final bastante extraño. A sus niños no les referiría absolutamente nada, ya que solo conseguiría aumentar el angustioso miedo con el que día a día se enfrentaban, lejos de sus tierras y hogares, incomunicados con su gente, en una ciudad tristemente destruida, y con la única protección de la audacia y el silencio.

Y allí vivía ella: hermana del Rey Zarúhil; hija de los grandes Túkkehil y Erma-A-Kora, Princesa del pueblo gydox; hermosa doncella fusión de dos razas. Y así vivía ella; despojada de cualquier lujo, luchando por sobrevivir; completamente desprotegida y librada a cualquier peligro.

Pero a nada de esto último rehusaba, por el contrario, estaba feliz de ser ella la que llevara semejante carga. Porque creía tener la suficiente fortaleza y paciencia, a pesar de no ser dueña de gran tamaño, ya que de su padre solo había heredado el color negro del cabello, su valentía y determinación. Todo lo demás era un fiel reflejo de su madre: de complexión pequeña, largos y ondulados cabellos llegaban a su cintura, ojos grandes, verdes y su tez pálida como la blanca nieve del Monte Henkor.

Fue de niña obligada a dejar su amado pueblo a causa de la Muerte Blanca. Pero cuando regresó junto a su hermano, siendo ya una joven bella y delicada, el pueblo entero que tanto había llorado la pérdida de la Hermosa Señora, supo que lo que tan cruelmente se les había quitado, volvía ahora de manera no menos maravillosa. Y es que en el decir de los Verdes Cazadores y los Ocultos, Koralhil tenía de gydox nada más que el color de los cabellos, porque todo lo demás pertenecía a la melancólica raza de la Gente Hermosa, tan privilegiadamente dotada en los primeros tiempos y tan castigada por los dioses luego, por su terrible soberbia.

La Bella Esperanza la llamaron, a pesar de su firme negación de ser nombrada como aquel hermoso niño que terminó sus días de manera tan cruel. Pero se acostumbró con el tiempo, porque entendió que su gente así lo creía. Aunque nunca dejó de ver, cuando así la llamaban, el rostro de Mindylaisïr.

Al regresar al Reino Oculto, Koralhil llevó consigo algunos ejemplares de Sarillus Trïmo que había podido conservar a duras penas de la excursión que hiciera junto a su hermano a Xinär; sus hojas se iban marchitando, lento pero sin detenerse. En vano fueron los intentos por querer revivirlas. Ni trasplantadas, ni en macetas, ni siquiera en los alrededores de las Inmortales perduraban, todas se extinguían. Parecía ser que el clima del sur no le era suficiente a la milagrosa planta para sobrevivir, ni mucho menos para multiplicarse.

Desde que los Señores de Gydox supieron de la existencia del Amo de los Miedos, consideraron fundamental contar con un arma tan poderosa como el Lamento de Trïmo, en esos tiempos inciertos que les tocaba vivir. Y como en la devastada Xinär crecía la Sarillus , pero por falta de cuidados de a poco se iba extinguiendo, convinieron que era necesario hacer algo para evitar su desaparición. Y es que la supervivencia del arbusto era algo vital para hacer frente a futuras desgracias. Porque si el pueblo gydox era abatido en los días venideros por enfermedades o guerras, la Sarillus Trïmo evitaría muchísimas muertes debido a su colosal potencial curativo.

Bien sabido resultaba que quien debería ir a Xinär era la Princesa, ya que solo en sus manos el cultivo de Sarillus prosperaría. Por lo que muy a pesar de Zarúhil quedó decidido que Koralhil sería la responsable de la misión, y el Rey mismo se encargó de elegir a los veinte guerreros que la acompañarían y guardarían, aun a costa de sus vidas.

La mayoría de los acompañantes eran del rango de los Expedicionarios, por lo que contaban con amplia experiencia en combates. El único principiante era Zaulonhil, que solo tenía quince años, a quien se le había aceptado la petición de ser parte de la comitiva por su profunda amistad con Koralhil. Zarúhil pensaba que su joven primo sería una gran compañía para la Princesa. Además significaba una deshonra para él que sus hermanos fueran elegidos exclusivamente, mientras que su petición era rechazada. También se pensó en dos damas de compañía, las más preciadas por Koralhil: Haldryar y Ekool eran sus nombres.

Y así quedó convenida la misión. Secreta debía ser, y todos sus cometidos se realizarían con la mayor precaución posible. Era de esperar que el pueblo entero se agolpara para despedir a los valientes héroes, que se prestaban al exilio para salvaguardarlos de futuras y probables calamidades. Sus miradas se dirigían con predilección a la pequeña dama, su amada Princesa que tan decididamente se alejaba de toda protección y comodidad. Muchos de ellos se habían opuesto con fuerza a su partida, e incluso habían armado una revuelta para ser escuchados por la realeza. Pero finalmente fueron convencidos por Koralhil, y ahora resignados veían alejarse a la Bella Esperanza, la más hermosa de las Hijas de Gydox.

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