Juan Diego Parra Valencia - Anatomía de lo real

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La imagen es un campo problemático en el que conviven percepciones, emociones e ideas. La imagen es a la vez soporte técnico-material y forma expresiva simbólica, y a través de ella podemos trazar universos de sentido que comunican y transfieren diversas temporalidades del devenir humano. Por ello, la imagen exige aproximaciones interdisciplinarias, desde las cuales establecer diálogos y alianzas conceptuales. No es lo mismo la imagen pictórica que la fotográfica o audiovisual, por ejemplo, pues todas constituyen campos de problematización complejos y exigen esfuerzos semióticos y filosóficos distintos. Así, la imagen no es algo «que se piensa» sino, precisamente, una forma del pensamiento mismo. Este libro establece un panorama de reflexión sobre el carácter complejo de lo visual, según una postura crítica, que nos guíe por el pensamiento semioestético, hasta una dimensión postsemiótica de la imagen.
Image is a complex field in which perceptions, emotions, and ideas coexist. It is both a technical-material support and a symbolic expressive form, through which we can shape universes of meaning that convey and transfer diverse temporalities of the human evolution. Therefore, the image requires interdisciplinary approaches from which to establish conceptual alliances and dialogues. A pictorial image is not the same as a photographic or audiovisual image, since they all constitute complex fields of problematization and require different semiotic and philosophical efforts. The image is thus not something «that is thought» but, precisely, a form of thought itself. This book provides a viewpoint on the complex nature of the visual from a critical stance, which guides us through semio-aesthetic thinking, to a post-semiotic dimension of the image.

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Cabe la posibilidad de que no exista el fenómeno sígnico en el terreno de las imágenes, excepto en aquellos casos en que se quiera comunicar expresamente una información, como en las señales de tráfico o en los anuncios publicitarios. Pero incluso en estos, mientras que la información se dispara por un lado hacia el receptor, por el otro, entre bastidores, se escapa hacia el infinito una gran cantidad de fenomenología que no pretende ser estrictamente comunicable, pero que puede influir en la comunicación de manera encubierta. Nos referimos, por ejemplo, a las emociones no expresamente buscadas, las cuales pueden ser codificadas a posteriori, y cuya vocación inmediata no procede de una voluntad comunicativa. En resumen, la comunicación no lo es todo, ni siquiera en los fenómenos comunicativos; y para comprender los fenómenos comunicativos debemos tener en cuenta también lo que en ellos no es comunicación. Podemos completar esta propuesta dándole la vuelta para indicar que todo aquello que no es comunicación tiene siempre un factor comunicativo: no todo es comunicación, si bien todo comunica. A propósito de Derrida y el concepto de pharmakon , podríamos decir que los enunciados enuncian aquello que los enuncia . Se trata, en suma, de establecer la complejidad de los fenómenos, tanto comunicativos como extracomunicativos, para subrayar la imposibilidad de comprender el concepto de signo si lo limitamos a un fenómeno comunicativo tal y como se entiende tradicionalmente.

Peirce ya preveía esta posibilidad y, por ello, trató de extender la función semiótica más allá de la intención que tiene un emisor de comunicarse con un destinatario. Según Eco (1972), para Peirce, «la tríada semiótica puede aplicarse igualmente a fenómenos que carecen de emisor» (p. 30). Sin emisor específico, la comunicación se convierte en otra cosa, mucho más sutil y por lo tanto compleja. Pero entonces el signo pierde consistencia. No es algo que llega desde fuera —concretamente, le llega al receptor desde fuera en cuanto se establece como tal receptor en una estructura informacional concreta—, sino que hay que ir en su busca y, por lo tanto, depende de una función más cercana a la hermenéutica que a la semiótica. El fenómeno semiótico implica la existencia de mensajes (generados o no por un emisor estricto) que tienen un carácter automático dentro de una cultura o un imaginario determinados. Es decir, aunque exista el emisor estricto, el signo se dispara desde las cosas, desde la realidad o las construcciones culturales hacia un receptor. Peirce intuye que puede haber signos sin emisor, pero no que los pueda haber sin receptor. Sin receptor, la semiosis se diluye en un magma formado por una conjunción ambigua entre la naturaleza y el ser. Ahora bien, el concepto de recepción implica una actitud pasiva: al receptor le llegan los signos. Pero ello es así porque en el fenómeno de la comunicación el origen se encuentra forzosamente en el emisor: se halla afuera como si estuviera en una de las tantas pantallas que configuran la forma espectatorial de la comunicación. ¿Qué sucede cuando desaparece el emisor? Que el receptor debe ir en busca del mensaje, de la significación, y, por lo tanto, practicar un ejercicio hermenéutico. ¿Cuál es, en este contexto, la diferencia entre semiosis y hermenéutica? La semiosis, aunque se ejecute activamente, parte de una estructura preestablecida que pertenece a la composición del signo: se trata de desentrañar un mensaje ya estructurado. Por el contrario, la hermenéutica se enfrenta al signo de forma abierta, sin saber exactamente lo que este le depara. La semiosis hace las preguntas de rigor, cuyo alcance viene determinado por el signo en sí, mientras que la operación hermenéutica construye el signo a través de sus preguntas.

Cualquier imagen es como el Aleph de Borges: puede contener todo el universo, ya que es el punto de partida de un viaje infinito. No puede circunscribirse, pues, a un signo ni a un conjunto encadenado de signos. El viaje de signo en signo ya ha sido teorizado por Barthes, por Eco y por el mismo Peirce, pero ante la imagen no estamos solo frente a una plataforma que da paso a otra plataforma en un avance también infinito: este es uno de los aspectos de la imagen entendida como signo. Cualquier imagen, por simple que sea, se presenta como receptora de pensamiento, es decir, fundamenta una reflexión que, a través de preguntas implícitas o concretas, permite desarrollar una idea.

Las imágenes «emocionales»

Ni la semiótica ni la semiología parecen contemplar el fenómeno de las emociones en su justa medida. En todo caso, las convierten en signos y, con ello, desplazan su fenomenología hacia regiones frías y, por tanto, exentas de emoción. ¿Queremos decir con ello que las emociones solo pueden analizarse a través de las propias emociones? Podríamos responder afirmativamente a esta pregunta, algo que no resulta tan descabellado si nos detenemos a pensarlo. No se trata de creer que la fenomenología de las emociones solo pueda expresarse emocionalmente, pero sí que es necesario experimentar o haber experimentado la emoción para poder expresarla. No tiene sentido pretender que se conoce una emoción concreta a partir del análisis de unos códigos que supuestamente la explican estandarizándola. Pero podemos suponer, en cambio, que el recuerdo de una emoción es cuando menos suficiente para considerarla a posteriori, de manera que no sea necesario hacer coincidir sensación con análisis, que no dejan de ser dos cosas distintas. ¿Qué pretendo decir con ello? Pues que, si se insiste en considerar que las emociones son signos, se deberá tener en cuenta que esos signos hay que experimentarlos también emocionalmente, en lugar de pretender que son simplemente signos de una emoción y que, por lo tanto, están en lugar de esta.

El hecho de que las sensaciones estén ligadas a los sentidos las hace parecer experiencias muy localizadas, pero en realidad, difícilmente se presentan de manera aislada ni tampoco se focalizan en sectores determinados del cuerpo o del sujeto. Son, por el contrario, impresiones difusas. Ahora bien, estéticamente se les puede dar forma. Decir que las emociones tienen forma no es tanto pretender acercarlas a la semiótica, como plantear el hecho de que las emociones pueden construirse formalmente, a través de un entrelazado de elementos, de la misma manera que una composición musical está compuesta por la articulación de determinados sonidos. Entiéndase el alcance de lo que queremos decir: no se trata de que la esencia de una emoción resida en su forma, sea esta la que sea. La forma de una emoción la envuelve y la modula con lo cual, sin duda, la afecta, pero la emoción en sí no proviene directamente de ese perfil. La forma de una emoción es algo que sobrepasa el ámbito del signo, no porque carezca de significado, sino porque este se ancla en una región distinta a lo que sería el signo en el caso de que la emoción lo fuera. La emoción carece de código concreto y, por ello, cualquier emoción puede tener no importa qué tipo de forma y, viceversa, cualquier tipo de formalización puede despertar no importa qué emoción o conglomerado de emociones. La forma de las emociones aparece a través de lo que podríamos denominar imágenes emocionales y estas se construyen a partir de la sensibilidad de quien las articula. El autor da forma a unas emociones, que imagina relacionadas con un objeto o unas circunstancias determinadas, mediante la organización de los elementos que los componen o acompañan. Es por ello por lo que el espectador, o el analista, no tiene más remedio que sentir lo mismo para poder interpretar completamente el significado de la forma, que es emocional de raíz, en el caso de las mencionadas imágenes emocionales. Digamos que en estos casos las emociones son dobles: una es sentimental y proviene de la configuración dramática o narrativa en sí, la otra es estética y está relacionada con la forma que se le da a esa expresión: equivaldría a lo que Barthes (2002) denominaba placer del texto: «si fuera posible imaginar una estética del placer textual, habría que incluir: la escritura en voz alta . Esta escritura vocal (que no es en absoluto la palabra), no se practica» (p. 206). Podemos imaginar que esta escritura en voz alta que reclama Barthes, en nombre, como dice, de Artaud y de Sollers, es algo parecido a la forma de la emoción que tampoco nadie practica , es decir, que nadie quiere percibir, pero de la que se puede hablar «como si existiera» (p. 206).

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