Juan Diego Parra Valencia - Anatomía de lo real

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La imagen es un campo problemático en el que conviven percepciones, emociones e ideas. La imagen es a la vez soporte técnico-material y forma expresiva simbólica, y a través de ella podemos trazar universos de sentido que comunican y transfieren diversas temporalidades del devenir humano. Por ello, la imagen exige aproximaciones interdisciplinarias, desde las cuales establecer diálogos y alianzas conceptuales. No es lo mismo la imagen pictórica que la fotográfica o audiovisual, por ejemplo, pues todas constituyen campos de problematización complejos y exigen esfuerzos semióticos y filosóficos distintos. Así, la imagen no es algo «que se piensa» sino, precisamente, una forma del pensamiento mismo. Este libro establece un panorama de reflexión sobre el carácter complejo de lo visual, según una postura crítica, que nos guíe por el pensamiento semioestético, hasta una dimensión postsemiótica de la imagen.
Image is a complex field in which perceptions, emotions, and ideas coexist. It is both a technical-material support and a symbolic expressive form, through which we can shape universes of meaning that convey and transfer diverse temporalities of the human evolution. Therefore, the image requires interdisciplinary approaches from which to establish conceptual alliances and dialogues. A pictorial image is not the same as a photographic or audiovisual image, since they all constitute complex fields of problematization and require different semiotic and philosophical efforts. The image is thus not something «that is thought» but, precisely, a form of thought itself. This book provides a viewpoint on the complex nature of the visual from a critical stance, which guides us through semio-aesthetic thinking, to a post-semiotic dimension of the image.

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Afirma Jakobson (1981) que Saussure procuró suprimir la relación entre las modificaciones de la lengua y su estructura o sistema. Añade que, por el contrario, «toda modificación tiene lugar de entrada en el plano de la sincronía y es así un componente del sistema, mientras que solo los resultados de las modificaciones son concedidos a la diacronía», —en resumen—, «la ideología saussuriana excluía toda compatibilidad de los dos aspectos del tiempo, de la simultaneidad y la sucesión» (p. 65).

La visualización actual del tiempo nos informa de que este es un signo sobre otro signo que, a su vez, se halla situado sobre un signo base. El tiempo se visualiza, empíricamente, a partir del movimiento, el cual se sitúa sobre un objeto o signo originario. La percepción no distingue entre niveles, pero lo hace en cambio la imaginación y también, en cierta manera, la propia tecnología. No estamos hablando, como se ve, de las temporalidades lingüísticas a las que se refería Jakobson, sino de temporalidades visuales. Pero las afirmaciones de Jakobson nos permiten comprobar hasta qué punto la tendencia hacia la simplificación que caracteriza al imaginario lingüístico puede extenderse a otros ámbitos y distorsionarlos, como sucede con los fenómenos visuales cuando son tratados exclusivamente como signos.

Hay muchas formas de tiempo: el tiempo histórico, el tiempo-movimiento y el movimiento-tiempo, el tiempo visual y el tiempo visualizado, el tiempo abstracto de la flecha del tiempo, el tiempo concreto de la existencia, etc. Todo fenómeno temporal contiene estas formas temporales, si no de forma directa, de manera latente. Toda imagen está impregnada de fenómenos temporales, aunque sea una imagen fija, si bien esos fenómenos empiezan a desplegarse en el momento en que interviene el movimiento analógico primero y digital después. En ese momento, el tiempo se pone en un primer término y reclama la atención, deja de experimentarse como duración y aparece como objeto. Deleuze denomina imagen-cristal a un fenómeno parecido que no solo conjunta lo actual con lo imaginario, sino que también lo visualiza. Dice François Dosse (2008), a propósito del arte de pensar que delimita Deleuze a través de sus exploraciones cinematográficas, que

según Bergson, pensar consiste en instalarse en una de esas regiones que contienen la cuestión que uno no es capaz de formular, desvelando así un aspecto del ser hasta ese momento escondido, y abriendo de esta manera un circuito de pensamiento inédito (p. 104).

Pues bien, ese acto de instalarse en el lugar adecuado o necesario, que la filosofía contempla como un movimiento que ya es del pensar, nos lo facilitan las imágenes previamente y es de esta manera que piensan y nos permiten pensar. Visualizar el tiempo es revelar un aspecto escondido y posibilitar un circuito de pensamiento inédito. Pero ese espacio conceptual-visual que se abre al pensamiento no es ni puede ser un signo.

El tiempo de los signos y el signo de los tiempos

¿Qué es un signo? Desde la perspectiva lingüística, que es donde está enraizado el concepto a partir de Peirce, el signo es una unidad lingüística percibida por el ser humano a través de los sentidos que permite imaginar o actualizar otra realidad que no está presente. El signo es pues, como ‘el hecho’, un segmento de la realidad, un fragmento de esta, cuya percepción a través de los sentidos permiten evocar (imaginar) el origen referencial de esa fracción. El concepto de signo aparece, por lo tanto, como una configuración superior al concepto de ‘hecho’: el signo asume el desplazamiento y la distancia que en el hecho permanecen como resortes ocultos de su fenomenología. El signo incluye también el factor de la imaginación que permite evocar, más que probar, la existencia de un origen. Ello nos induce a considerar la posibilidad de que un hecho, si lo asimilamos a la familia del signo, pueda ser también algo imaginado, es decir, llevado al plano de la imagen mental y simbólica: los historiadores conocen muy bien la importancia histórica de los hechos imaginados, los cuales, cuanto más se insiste en probarlos, más se incrementa su condición imaginaria, como acostumbra a suceder en el despliegue de los imaginarios nacionalistas asentados siempre en la frontera que separa (o une) la imaginación y la realidad.

La inclusión del factor lingüístico en el concepto de signo (o la destilación del concepto del signo a partir de la imaginación lingüística) constituye tanto una iluminación como una trampa. Implica, en primer lugar, la toma de conciencia de la construcción simbólica de aquello que evoca, lo que lo pone, por lo tanto, en otro régimen que no es exactamente el de lo real con lo que quieren relacionarse, directamente, tanto el hecho como el signo en aquello que este tiene de hecho extendido. Por otro lado, la trampa reside en que, una vez colocada la experiencia del hecho-signo o del signo-hecho en el terreno de la lingüística, es muy difícil librarse de sus planteamientos. Ya no se trata de que los hechos o los signos sean realidades que han adquirido, circunstancialmente, perfiles lingüísticos o que la lengua cree sus propios signos o hechos imaginarios, como en la novela, sino que el signo y el hecho convertidos en una sola entidad pasan a formar parte inextricable de las formaciones lingüísticas, las cuales tienden a colonizarlo todo por la sencilla razón de que este patrimonio, y cualquier otro recién colonizado, así como el acto mismo de la colonización, se expresa mediante palabras, lingüísticamente. Pero ello no implica que la comunicación lingüística lo exprese todo, ni siquiera, a veces, lo más fundamental.

Si el hecho está constituido por dos tiempos que forman un pliegue en el que se instala su fenomenología, el signo se estructura también a partir del doblez que crean el significante y el significado. Diferenciar el significante y el significado permite establecer algo que es esencial para el signo lingüístico: su arbitrariedad. Pero no está tan claro que esta arbitrariedad tenga el mismo sentido en otro tipo de signos, por ejemplo, en los signos visuales. En el campo de lo visual no resulta tan fácil desligar el significante del significado, excepto si se aplican sobre el mismo las concepciones lingüísticas. Podríamos decir, forzando la relación, que la imagen es el significante que se refiere al significado de una realidad ausente. O, de manera aún más decisiva, se podría implicar que el significado es algo que flota alrededor de la imagen y a lo que hay que acceder a través de ella, es decir, dejándola atrás. Cuando se habla de contexto, se está apelando a una fantasmagoría que solo adquiere pleno sentido en el momento en que se materializa en la propia imagen: el contexto no es un territorio virtual y evanescente que el significado de la imagen puede recorrer de forma más o menos aleatoria, sino una constelación efectivamente virtual pero que tiene su anclaje en los elementos que constituyen la propia imagen.

Uno de los problemas generales del fenómeno del signo proviene de ubicarlo en la esfera de la comunicación y dejarlo encerrado en la misma. El hecho de que todo pueda ser comunicación, o que todo pueda ser comunicado, no significa que todo sea comunicación en el sentido intrínseco de la forma. La verdadera importancia de la comunicación en el mundo contemporáneo solo puede calibrarse de manera efectiva si abrimos el concepto a la serie de sutilezas que contiene. Puede que existan fenómenos, más allá de la comunicación en sí, que la razón lingüística no sea capaz de detectar o de gestionar. Puede que Leonardo pintase la Mona Lisa con ánimo de comunicar algo o que solo quisiera pintar urgido por una necesidad íntima que, en un principio, se agotaba en sí misma, lo cual no quiere decir que el acto no tuviera implicaciones más allá de la intimidad del pintor. Lo que ello significa es que debemos trasladarnos a esa región existencial para comprender el alcance de lo sucedido, no esperar a que nos llegue un significante y un significado entrelazados en una pugna estéril por prevalecer. A partir de ese núcleo, se puede pensar todo lo demás.

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