El capítulo doce nos acerca al final del recorrido, no sólo del libro sino también de las representaciones de la obra plástica. El final del recorrido del pesebre ofrece una vista, desde las colinas, a la multicromática ciudad de Génova, el Mar de Liguria y su bahía. El autor nuevamente apela a la dialéctica de opuestos entre el afuera y el adentro. La ciudad vista desde afuera y la institución vista desde adentro. Pueden pensarse dos perspectivas, tal vez, una la del encierro desde el horror vacuo del propio confinamiento, pero la otra como una salida hacia la libertad, la inclusión social y la vuelta al contacto con un ambiente sustentable y protegido. Creo que Schinaia nos invita a promover y favorecer esta última perspectiva, porque resulta un final que transmite un cierto halo de esperanza, hacia una salida posible hacia la libertad plena de subjetividades y diversidades en un mundo que intenta ser mejor, aunque muchas veces no lo logra y que sus habitantes sucumban en la marginación del olvido, tan triste como la melodía de Oblivion del maestro Astor Piazzola.
Ciudad de Buenos Aires, junio 2021
Prólogo a la edición italiana
por Fausto Petrella 1
El libro de Cosimo Schinaia es una obra singular, que constituye un género literario en sí mismo, un poco “otro” y tan anómalo como el pesebre que lo inspiró. El libro puede considerarse como un escrito sui generis , en el que confluyen una variedad de componentes heterogéneos. Este desplazamiento puede considerarse como uno de los méritos de la obra, ya que determina su viva originalidad. Pero también es el aspecto que quizás pueda beneficiarlo mucho más que cualquier reflexión introductoria para favorecer la lectura: una simple introducción al libro y no su ubicación dentro de los cánones literarios usuales.
Al escribir estas páginas introductorias, afectuosamente pedidas por el autor –psicoanalista, psiquiatra, alumno destacado de Dario de Martis y mío en Pavía años atrás y luego valiente director del ExHospital Psiquiátrico genovés de Cogoleto– me sumergí nuevamente en las vivencias y en los recuerdos un poco remotos de mi experiencia en el manicomio. Son recuerdos siempre vivos y candentes para quien, como yo, tuvo la fortuna de poder separarse de un compromiso directo sobre estas realidades poco antes de 1978.
La experiencia en el manicomio, para quien la tuvo (yo la tuve cerca de una década) creo que puede asemejarse a la del campo de concentración o a la de la cárcel. Muchos médicos, enfermeros y pacientes hicieron justamente esta comparación. Quien la conoció, aunque sea solo como psiquiatra o enfermero, quedó duramente marcado. El problema es hoy cómo dar testimonio de esta realidad que parece, sobre todo a los jóvenes que no la vivieron, tan lejana pero a la vez cercanísima y de la que persisten residuos diversamente consistentes. Todos los psiquiatras saben que solo la muerte de los interesados permite no ver más las huellas vivientes y las marcas de un estrago que no me parece lícito sea olvidado o negado. No me considero pesimista al usar estas palabras desconsoladas. Tampoco me es posible, por otra parte, suavizar el tono.
A menudo he verificado que hoy, por una infinidad de razones que sería demasiado largo considerar, el testimonio del exinternado es, en todo caso, conmovedor, molesto para casi todos, ya sean jóvenes apurados que no quieren saber o ancianos trabajadores de los hospitales más o menos comprometidos con el pasado que no quieren recordar. Personalmente pienso (pero se trata más de modos de sentir que de pensar) que ninguna nostalgia puede mitigar el recuerdo impactante de imágenes, personas y situaciones experimentadas en el hospital psiquiátrico. En mi caso se trataba de los manicomios de Cagliari y de Voghera en vez de Génova, pero lo sustancial no cambia. Los tonos evocativos de tipo nostálgico, con acentos líricos e intensidades patéticas e idealizadas, están presentes a veces en testimonios médicos de pluma rápida que, en habitual contacto con la realidad del manicomio, creían que podían despertar del horror preciosas esencias humanas que en realidad se encuentran en todo contexto, incluso el más degradado. Personalmente no quiero a los psiquiatras de escritorio que muestran estas esencias, que me recuerdan la vieja categoría de la “falsa conciencia”. La escritura, típico medio de la memoria que se vuelve documento, siempre me resultó insuficiente y un poco artificial como para generar descripciones realmente adecuadas a la verdad del manicomio.
Siempre advertí que cada “ficción” narrativa, aunque sensible y comprometida, traiciona fácilmente el pathos de la experiencia directa, el vértigo del desconcierto y el horror miserable de esta humanidad pululante y retirada dentro de las instalaciones médicas de la enfermedad mental. Es difícil representar, en su significado de experiencia extrema, la marginación, palabra tan maltratada. La misma palabra poética, con sus inmensas posibilidades expresivas, no me satisface, como tampoco la mejor intencionada representación fílmica de la locura en la institución. Es verdad que hay algunas excepciones y quizás pueda parecer demasiado exigente y duro. El hecho es que el manicomio no encontró todavía su Primo Levi. Quizás nos haga falta una combinación entre la mirada extraña de un antropólogo valiente que esté un poco loco, el ardor del autor de las Memorias del subsuelo combinada con la lúcida hiperestesia de Carlo Emilio Gadda para el grotesco y la desarmonía equívoca del mundo.
Quien escribe sobre el manicomio, dando voces a los contrastes y a las aporías sobre las que se funda, necesariamente termina haciendo un pastiche , un lío, un desastre, para acercarse a su objeto, afinando la verdad impactante de una experiencia viva con la verdad exigida por la escritura, poco importa si es científica o artística.
Cosimo Schinaia, testigo apasionado e indignado pero industrioso activo en los trabajos de modificación de los manicomios, produjo un áspero pastiche o parch-work y, conociéndolo, sé que no podría haber endulzado los tonos. Su libro es más que un testimonio de una realidad clínica, asistencial y humana, pasada y presente. Es también el documento que narra una transformación histórica y, además, es una crítica a la praxis médico-social de la violencia psiquiátrica, protegida todavía de consideraciones no solo éticas y humanitarias sino también técnicas. Se presenta, en fin, como una ordenada sistematicidad, como una suerte de manual y como un pequeño museo del horror. El Pesebre de Cogoleto, obra oximórica, tierna y extravagante al mismo tiempo, sirvió a Schinaia de trama argumental en la que el pesebre mismo provee las indicaciones y las paradas fundamentales. El Pesebre de los locos estructura todo el discurso y así el libro encuentra en el pesebre su ilustración o su pretexto o aquello que debe recibir una respuesta.
Este teatrito piadoso y popular −a veces rústico y pobre, a veces infantil y a veces barrocamente suntuoso− otorga a niños y adultos el espectáculo ingenuo y cautivante del nacimiento de Jesús y de la llegada del Dios niño, con su familia, al mundo humano. El misterio cristiano de la encarnación de Dios se presenta en el pesebre con proporciones humanas, ambientándolo en un paisaje y en un hábitat que es la pieza fuerte de este género de narración mimética. Aquí encontramos ilustrados muchos de los ingredientes de la vida rural y campesina: muchos oficios, las figuritas inmovilizadas en las más variadas actividades, entre campo, bosques, villas y alturas. Todo puede ser observado panorámicamente y en detalle por el espectador y no faltan pesebres móviles más o menos agradables. Niño y mundo aparecen en los pesebres bien ordenados y organizados. El Niño tiene en torno a sí un mundo natural y social equilibrado y claramente organizado, mientras todos nosotros sabemos qué larga y peligrosa es para todo niño su construcción y su real incorporación vincular en la sociedad y en la cultura. Pero en el pesebre Dios y Niño coinciden, como exige la admirable intuición mítica del cristianismo y todo, al menos al comienzo, es lo mejor.
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